Fue una noche en blanco, poblada de elementos que no pude retener. A las nueve de la mañana llegó el comisario inspector: declaró que estaba dispuesto a tomar un segundo desayuno, mirándome con afecto, sopesando mi estado de ánimo.
—Vengo de Vicente López —dijo al fin—; quise controlar yo mismo el domicilio de Álvarez.
—¿Y?
—No existe. Así de sencillo.
—¿Algún indicio sobre el paradero de Ana?
—Ninguno. ¿Cómo podría haberlo? Ni siquiera estamos seguros de que haya ocurrido algo.
—Yo estoy seguro.
—¿Tan único se cree? ¿No le concede ni siquiera la libertad de pasar una noche a la intemperie?
—Escúcheme —dije, casi suplicante—, para mí esto ya es demasiado. Basta.
—¿Y eso qué significa? —preguntó.
—Significa que para mí se acabó toda esta historia. Lo de Cárdenas fue demasiado. Los Bree y su familia pueden quedarse para siempre hundidos en el polvo, junto con su maldita ciudad, el polvo de donde salieron y de donde para mi desgracia intenté sacarlos.
—Para desgracia de todos, de eso no cabe duda —dijo el comisario inspector—. ¿Sabe? Los ideales dorados no me convencen mucho… resultan una buena excusa para toda clase de excesos… son como un fin que justifica cualquier medio. Los prefiero así como están: en el polvo.
—Está bien. Mi novela puede hundirse en el polvo también. Ahora sólo me interesa encontrar a Ana, encontrarla sana y salva, con vida. Que la policía se ocupe de eso, que para eso están.
—¿La policía? No me haga reír. Tendría que verlos, o mejor dicho, usted los vio. Se pasan el día leyendo literatura rusa, y ni siquiera hacen boletas de estacionamiento. Permítame que le diga que no puede abandonar ahora. Lo lamento, pero no puede.
—¿Y por qué, si puede saberse?
—¿Usted todavía tiene el coraje de preguntar por qué?
—Si es un atrevimiento, discúlpeme.
—No sé si es un atrevimiento o no es un atrevimiento. Lo que sí sé es que es un disparate y una indecencia. Si quería mandar todo al diablo, lo hubiera hecho al principio, en el primer capítulo, cuando estibamos frente al cadáver de Enrique de Bree.
—En el segundo capítulo, entonces.
—Bueno, en el segundo o en el tercero, cuando va hasta sabíamos quién era el asesino, antes de que usted empezara a mezclar las cosas, a aclarar (o, mejor dicho, a intentar aclarar) toda una ristra de detalles que sólo entorpecen la investigación. Usted empezó a fabular, a soñar con ciudades de cristal, de metal, de piedra, yo qué sé. Armó semejante barullo, ¡y ahora dice que para usted se acabó!
—Sólo me interesa encontrar a Ana y al chico.
—Mire —dijo el comisario inspector—. Ya casi no sabemos en qué punto estamos. Pero le digo una sola cosa. Si su amiga está corriendo algún peligro, si realmente está en peligro, lo está por culpa suya y de su dichosa novela. Si usted quiere encontrar a Ana y al chico: si usted quiere realmente encontrarlos, lo mejor que puede hacer es seguir escribiendo. Créame que es así.
—Pero es que ahora que no está Ana. no sé cómo seguir. Ahora que todos los personajes se retiraron.
—Ah. pero eso justamente es fácil: al fin y al cabo, una novela no es más que una serie de episodios reunidos por la casualidad. Y ya que estamos, y para avivarle el interés, déjeme que le plantee un pequeño enigma que me tiene a mal traer.
—¿Cuál?
—Resulta que alguien va a la casa de Cárdenas, lo tortura en forma salvaje y lo mata. Resulta que alguien va al departamento de su amiga, y su amiga desaparece, o se ausenta, o no sabemos qué, sin previo aviso. Y resulta también que dos fulanos vienen aquí, y todo se arregla con un poco de poesía, algunas réplicas ingeniosas y una trompadita en el estómago. Ni siquiera cortaron el teléfono. ¿Raro, no?
—Escúcheme, no me estará acusando de nada.
—No sea ingenuo. Si yo lo acusara de algo, sería un perfecto imbécil. El culpable no es nunca el menos sospechoso, sino el más sospechoso.
—Ah, bueno. Entonces, le confesaré que ignoro por completo por qué pasaron todas estas cosas. En cuanto a lo que ocurrió en los otros dos casos, no lo puedo saber.
—Por lo visto, sabemos muy pocas cosas, lo cual, dicho sea de paso, me parece bien. Cuanto menos cosas se sepan, mayores chances hay. Cuanto más oscuro, mejor. Y dígame, ¿tampoco sabe lo que pasó con Leonor Omarman? ¿Tampoco sabe qué pasa con las editoriales españolas? ¿Dónde se esconden las editoriales españolas? ¿Tiene idea?
Por toda respuesta me encogí de hombros.
—¿Y Leonor Omarman? —me azuzó el comisario inspector—. ¿Qué pasó con Leonor Omarman?
—¿Cómo quiere que sepa lo que pasó con Leonor Omarman? —protesté, y el solo nombre me entrampó, arrancándome del remolino patético de muerte, tortura y desaparición. Allí vuela el pájaro guanaco, allí todo funciona con terrible transparencia. ¿Qué son estas cosas de aquí, que se revuelcan sobre sí mismas, esas redes de intrigas superficiales y editoriales españolas? Si sobre ellas se levantan, erectas y estériles, las torres del Observatorio Solar, y las antenas desgranan mensajes que interfieren con el mecanismo infernal de la memoria.
—Usted gana —dije—. Tiene razón. Hoy pensaba ponerme en campaña para encontrar trabajo, pero voy a estirarme un poco más.
—Bueno —dijo el comisario inspector—; yo ya le ofrecí, usted sabe.
—No, no. Ya le dije que trabajar en la policía es lo último que puedo aceptar (¿pero quién puede saber qué es lo último que aceptaría? ¿Acaso no aceptó Diego de Bree abandonar su ciudad, borrarla de la faz de la tierra?). No, supongo que algo conseguiré —volví a pensar con odio en el imbécil que me había condenado a la desocupación— ¿Sabe lo que me espanta?
—No. Créame que en este país no faltan precisamente cosas para espantarse, y es bastante difícil elegir.
—Sí, ya sé. Que me echaran fue una injusticia, pero hay algo que me asusta más que la injusticia. Y es el triunfo de la medianía. Cualquiera se aterra ante el fascismo y su sistema homicida, capaz de masacrar pueblos enteros y mandar niños a la cámara de gas. Pero nadie piensa en la enorme cantidad de hitlers que andan por ahí, virtualmente inofensivos, hitlers que se quedaron en pintores fracasados, que ocupan los cargos de la administración, que con sus pequeñeces y minúsculas ambiciones construyen sus cámaras de exterminio en miniatura, para aplastar todo lo que los rodea. El que me jodió a mí fue un sujeto de esta clase.
—Ah, esos tipos son tremendos —dijo el comisario inspector—. Y lo peor es que pululan por todas partes.
—Y que terminan ganando la partida, a fuerza de permanencia. Nadie piensa en ese pequeño fascismo cotidiano que va minando la humanidad.
—No se me ponga literario.
—Fue usted el que insistió en que siguiera escribiendo —le recordé.
—Tiene razón, pero me parece que exagera. Piense adonde lo puede llevar su razonamiento. Al mundo en manos de esos tipos, y a decir que la única libertad está entre los niños y los locos.
—No, no, de ninguna manera. Eso, además de no ser cierto, es una especie de tercermundismo in extremis que ya está pasado de moda. Lo que yo digo es que esos personajes están ubicados en los lugares claves de lo real, y nos condenan a todos al inmovilismo.
—Siempre queda la ciudad de Bree —dijo el comisario inspector—. Lo que usted está buscando en el fondo, es una teoría que explique por qué es tan difícil modificar las cosas que parece sencillo modificar. Tal vez lo que pasa es que para lograrlo hace falta materia histórica, una especie de materia sutil, difícilmente perceptible.
—Si es que la hay —repliqué sin ninguna convicción.
—Si es que la hay —dijo el comisario inspector—. Y bueno.
—Usted sugiere que hay que resignarse. ¿Y si uno no puede?
—Está listo —dijo el comisario inspector—. Pero no se trata de resignarse, sino de comprender. Los ideales deben desterrarse al pasado, y más en este país, donde el destino de los ideales es terminar convertidos en literatura de protesta. Y si no se soporta la idea, se debe hacer como yo. No recordar.
—¿Y no era Fernando de Bree, el dorado Fernando, quien iba a rescatarnos de todo esto?
—Si quiere. Pero de ese futuro héroe no sabemos nada, no tenemos más que una vaga referencia enrevesada, que no ayuda a encontrarlo. ¿Qué va a ser de su ciudad tan anhelada? Ahora, que todo el mundo se esfumó, la responsabilidad recae sólo en usted.