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Cerré la puerta de casa y me apoyé contra ella un momento, mirando ese mediocre desorden debido a López y Pérez, pero también debido a la falta de incentivos. Comparado con lo que había ocurrido en la casa de Cárdenas, no era nada. Tampoco era nada comparado con el desorden teñido con matices de desgracia que reinaba en el departamento de Ana. Busqué los cigarrillos mientras pensaba en ella, y los encontré debajo de un disco de Bach, tan odiado por Pérez. ¿Dónde estará? ¿Qué estarán haciendo con ella? ¿Qué violencia mitológica emplearán en un país en que normalmente se utiliza la picana? ¿Dónde estará Fernando? ¿Dónde estarán todos ellos? Todos se borraron, y ahora, ¿quién queda? ¿Quién me llevará hasta la ciudad de Bree? Quise evocar a la hermosísima mujer que me había ofrecido agua, traté de pensar en la melodía increíble de un piano a través del aire diáfano de un domingo, cruzado, en un vuelo fugaz, por el pájaro guanaco, símbolo terrible de la sabiduría y el poder. Volvieron a dolerme los golpes de López y Pérez. Pensé en las ventajas y las desventajas de la realidad, y la melodía del piano desapareció para siempre. Llamé a la mujer, y su imagen se superpuso a la de mi vecina, una solterona agria y gris, y se volvió irrecuperable. Y entonces empezó la llovizna: toda la ciudad se sumergió en una ambigüedad que limitaba con el miedo, con la necesidad de buscar refugios cálidos, lugares donde alguien nos recoja y nos salve de la orfandad. Pensé en el comisario inspector, que seguramente había salido a dar uno de sus habituales paseos nocturnos, el comisario inspector, que nunca recordaba nada, y que estaría mojándose con cierto grado de felicidad. La llovizna, que persistía con la tenacidad inútil de la naturaleza, marcaba un nuevo principio: ¿ahogaría las ciudades doradas? ¿Las desgastaría con el roce de las gotas? ¿Nos sumergiría a todos en un mar prefabricado y definitivo de recuerdos artificiales, donde cada uno podría elegir la historia que lo calmara? ¿Un mundo donde las secuencias de la memoria corrieran paralelas, y donde yo pudiera recordar a Ana sin recordar a Cárdenas, atado y picaneado? ¿Y donde quienes lo ataron y picanearon a Cárdenas pudieran regodearse en la deliciosa evocación de la brutalidad? ¿Y donde Cárdenas, vivo, pudiera recordar aquella desenfrenada travesía por Europa, a lo largo de los ríos? ¿Y donde Ana volviera desde la ciudad de Bree para poner orden en mi casa, y en cada uno de mis pensamientos, en mi novela y en mis libros? La próxima vez, pensé, tendré que hablar seriamente con López y Pérez. Voy a exigirles que sean consecuentes con su odio por el barroco, que me rompan el alma, que me destruyan de una vez. Me voy a quedar para siempre en el sueño, y me iré a vivir con esa mujer hermosísima, que me ofreció el agua más fresca del mundo, en un día de verano, límpido y diáfano.