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—No saque conclusiones apresuradas —dijo el comisario inspector paseándose de arriba a abajo por su despacho, abandonado y sucio como cualquier lugar al que uno rara vez va—; hay miles de explicaciones, posibles. Yo empezaría por no preocuparme tanto.

Pero yo no podía no preocuparme tanto. —La sacaron a la fuerza —dije—. Se notaba por el aspecto del departamento. Puede ser que haya miles de explicaciones, pero ninguna me convence.

—No sé —dijo el comisario inspector—. Lo que pasa es que independientemente de su… bueno, súbita y literaria relación con esa chica, usted no sabe nada de ella. ¿Por qué no espera con paciencia, con un poco de paciencia?

—Porque no puedo. Estoy convencido de que algo serio ocurrió con ella.

—Lo suficientemente serio como para violentar un domicilio —dijo el comisario inspector—. Usted se está excediendo en sus funciones.

—Quería saber algo del chico —dije— o de la madre. ¿Por qué no llama a lo de Carlos Mallman?

Pacientemente, el comisario inspector obedeció. En el silencio tenso del despacho, oía, a través del tubo, sonar el teléfono en el palacio de Carlos Mallman, allá en Martínez. —Sí —dijo el comisario inspector— ¿podría comunicarme con el doctor Mallman? ¿Sí? De la policía, comisario inspector Díaz Cornejo. ¿Cómo? Téngame al tanto, gracias —y colgó—. No está —dijo—. Se fue de viaje.

—Todos se esfumaron —dije yo—. No queda nadie.

De repente, los personajes se retiraban de la escena. La película quedaba vacía de héroes y villanos, y sólo se veía la pantalla en blanco, sin que se hubieran prendido las luces todavía.

—Cálmese, ¿quiere? Piense que en esta historia todo es desmesurado, y que la desaparición de su amiga, y del resto es sólo una desmesura más. Yo no me opongo a la desmesura, tiene su lado positivo.

—¿Su lado positivo?

—Claro que sí. Porque los que dicen que la desmesura es sólo la contracara de la simplicidad, se equivocan, y mucho. La desmesura es sólo un intento frustrado por olvidar. Acumular fotos para no ver ninguna. Dígame: ¿no es más práctico destruirlas a todas? Pero un intento, aunque frustrado, ya es algo.

—Bueno, ¿y con eso?

—Con eso, nada. Solo digo que esta… desaparición de Ana es sólo una consecuencia de su tendencia a la exageración. Yo le aconsejaría que fuera más directo, y que optara por no recordar. Aunque reconozco que a veces cuesta algunas vidas, me parece que vale la pena. Es más higiénico, y elimina la ansiedad.

—¿La forma en que lo torturaron a Cárdenas es producto de la desmesura?

—No —el comisario inspector iba a agregar algo y se quedó callado. Una chispa de sospecha se encendió en mi mente, pero opté por no preguntar.

—Espero que a Ana… —no me atreví a completar la frase—. Nuestros amigos, quienesquiera que sean, se mueven muy rápido. Y ahora no hay a quién recurrir.

—En efecto. Es necesario esperar unas horas.

—¿Unas horas? —y en ese momento se me ocurrió—: ¡El commendattore! ¡Nos habíamos olvidado de él!

—Inútil. Ya mandé registrar su oficina y no encontraron nada.

—¿Nada qué quiere decir?

—Nada. Ni indicios, ni Álvarez, ni nada. Había un domicilio falso. Mañana lo voy a hacer controlar en la editorial.

—¿Por qué no ahora?

—Porque es bien de noche. En Las Glorias de Bree sólo está el equipo de médicos que atiende a Lapaña, y seguramente están todos durmiendo. Mañana a primera hora lo voy a hacer. Ahora, ¿por qué no se va a dormir?

—No creo que pueda. Además, estoy preocupado por el chico.

—Vaya —dijo el comisario inspector—, vamos, yo salgo también. Para lo que hay que hacer aquí: tengo tres casos pendientes por contrabando de drogas, seis asesinatos por motivos pasionales, una violación a una vieja del Geriátrico Santa Cecilia, y diecinueve casos de incendio intencional. Los dejo pendientes a propósito. Hay que ver cómo se ponen los del incendio intencional. Es divertidísimo sentarlos frente a los agentes de la compañía de seguros y ver las cosas que se dicen. Algún día tiene que venir y presenciar una escena de ésas. Le aseguro que va a pasar una tarde divertida.

Pero el comisario inspector no lograba distraerme. Ni mientras bajábamos las temibles escaleras del departamento de policía, más amenazadoras a medida que avanzaba la hora, ni mientras escuchábamos las peroratas de un locutor de radio sobre la situación económica.

—Hasta mañana —dije, en la esquina de mi casa.

—Hasta mañana —dijo el comisario inspector, deteniendo un momento la puerta—, y le repito: no deje que su vida se transforme por estas cosas. Recuerde que la muerte trae a la muerte. Usted eligió. Un asesinato trae otro y otro. Y al final, cuando le toca a uno mismo, todo, absolutamente todo se aclara.