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La puerta estaba entornada, abriéndose al vacío de quién sabe qué. La empujé levemente y, sola, giró hasta quedar semiabierta, y allí se detuvo, vacilando. Yo también. Me introduje en el departamento despacio, ansioso.

No había nadie. Bastó una rápida aunque cautelosa recorrida para comprobarlo, aunque había habido gente, y la despedida había sido todo menos agradable. Algunos libros y papeles desparramados daban cuenta de ello. Alguien estaba empeñado en dar a las viviendas un aspecto uniforme de caos en formación. La cama estaba todavía deshecha, y partía de ella un olor palpitante. Levanté el teléfono: el cable cortado agregó a los paisajes una monótona regularidad. Bajé a la calle, busqué un teléfono público, llamé a Las Glorias de Bree: una serie de refunfuñados mensajes y contramensajes entre diversas categorías de secretarias y enfermeras del séquito del desmayado Lapaña me confirmaron que Ana no estaba: —No, señor, a ver, voy a consultar —y atrás se escuchaba a los médicos: levántenlo, pónganlo en esta posición, a ver si se despierta. No, no vino hoy, no, un segundito, señor ¿y la bilirrubina?, preguntaba alguien, ¿controlaron la bilirrubina? —No, señor, no llamó tampoco por teléfono. ¿Quiere dejar algún mensaje? Colgué. Era previsible, pero yo no buscaba un dato sino una confirmación, un argumento o una voz que justificaran el desamparo. El pandemónium del tráfico se filtraba de rebote, como un mensaje subliminal. El monóxido de carbono, el alegato silencioso de la gente que volvía a sus casas, a gozar del fin de semana, como si nada ocurriera, no encajaba con la pequeña tragedia que me concernía sólo a mí. Empecé a caminarlas seis cuadras que me separaban del pent-house de María Inés. El horrible pájaro guanaco, símbolo de la sabiduría y el poder de Bree, ha comenzado a volar. Se lo huele en el aire. Los alambres que ataban el cuerpo de Cárdenas atan también el mío, y ese cable pelado, a centímetros de la piel, cruzará para siempre mi memoria. Anochecía con cierta parsimonia, por ser viernes.

La enorme mole de veinticinco pisos se encaramaba al cielo moribundo como una profecía maligna. Estuve un largo rato tocando el timbre sin que nadie me abriera. Según las reglas, esta puerta debería también estar entornada, pero no era así. Estaba cerrada, y nadie respondió a mis timbrazos. Volví a la calle y busqué a un cerrajero, me dejé las llaves dentro de casa, le dije, necesito entrar y mi esposa llega sólo dentro de tres horas. El cerrajero no se convencía porque era viernes, porque era un hombre pequeño y desconfiado, con ojos como dos llaves, que estaba apurado por volverse a su casa. Tengo seis hijos, dijo, como si tener seis hijos fuera un impedimento para abrir una puerta y desarmar una cerradura. Y yo no tengo ninguno, pero mi esposa tiene un hijo, dije yo, pidiendo mentalmente perdón por esas nupcias fingidas con María Inés.

El argumento pareció convencerlo, y trotó detrás de mí a regañadientes. ¿Y usted podrá darme las llaves que me devuelvan a Ana? ¿Podrá hacer saltar las cerraduras que destruyeron a Cárdenas? ¿Será capaz de abrir los candados de la ciudad de Bree? Tenemos que pasar inadvertidos frente al portero. ¿Por qué?, me preguntó el cerrajero. Le debo seis meses de expensas y propinas, dije, y él me comprendió. La fraternidad que nos unía se prolongó durante los veinticinco pisos de ascensor, y mientras desarmaba la cerradura, mi corazón palpitaba, prefigurando la escena que se produciría si Frau Verbotten aparecía repentinamente en el palier y gritaba con su vozarrón de walkyria. Finalmente la puerta se abrió. El cerrajero, que era un hombre desconfiado, quiso entrar, para hablarme de sus seis hijos, pero yo me interpuse, cerrándole el paso, le pagué, y le pedí que se fuera sin dejarse ver por el portero, que odiaba y había jurado matar a cualquiera que tuviera más de dos hijos. El cerrajero desconfió, pero prometió cuidarse: rogué porque así fuera.

El pent-house estaba sumergido en una atmósfera sepulcral: ni una hoja de los helechos terciarios se movía a pesar del vendaval de los acontecimientos. En un rapto de audacia, prendí las luces: ni rastros de la fiesta: el orden reinaba hasta un punto que producía espanto. Salí al balcón-terraza: el invernadero estaba cerrado con una reja, a través de la cual se percibía la proliferación demente del delirio vegetal. Por la otra puerta-ventana entré de nuevo y ubiqué la habitación de Fernando, del pequeño Fernando de Bree. Reinaba un orden perfecto: los papeles de música en los atriles, las revistas y los juguetes cuidadosamente apilados, como si ninguna mano infantil los hubiera tocado hace años. Era el tipo de orden que sólo puede infligir a un adulto la sensación de derrota. Acaricié los juguetes con cariño y un terror más que se agregaba a la profusa cosecha de ese día viernes: ¿dónde estaba Fernando? ¿Podía haber ocurrido algo con él? ¿Cómo ubicar a María Inés y preguntarle, sin que me contestara que estaba asistiendo a un ciclo de conferencias sobre el naturalismo y el surrealismo en el arte? Empecé a mirar las cosas en detalle, buscando algún indicio, algo: sobre el escritorio, a la vista, brillaba una carpeta: la abrí: contenía el texto y música de la ópera: pasión y vida de Ramiro de Bree, terminada e intacta.