37

Primero: de qué objeto se trataba, no lo sé todavía. Y segundo: ¿por qué se le ocurrió pensar justo ahora en Leonor Omarman?

—No lo sé —dijo el comisario inspector—. Se me ocurrió, nomás. ¿Leonor Omarman no era la prometida de Federico, o algo por el estilo?

—Algo por el estilo. Era la prometida de Federico, allá en Bree. Pero Alvaro, el hermano de Federico, le ganó de mano, por decirlo de alguna manera, y como resultado nació Ramiro.

—Es decir, que Leonor Omarman era la madre de Ramiro.

—Claro.

—¿Y no sabe lo que pasó con Leonor Omarman?

—Claro que no. ¿Cómo quiere que lo sepa? —y pensé que no lograba pensar claramente en Leonor Omarman. A veces me la imaginaba como Ana, a veces como María Inés. A veces como las dos, sentadas allá en la confitería Ópera, que era como decir sobre las altas torres de Bree. Y recordarlas me sumió en la desesperación.

—Se lo ve mal —dijo el comisario inspector.

Hice un gesto evasivo con la mano, para aferrarme de algo, y volví a insistir sobre Lapaña.

—No insista, porque veo que está deprimido, y cuando uno está deprimido no vale la pena insistir. Deje que Carlos Mallman se consuele tocando el arpa.

—Tiene razón —dije con angustia, mirando la calle, el caminar inquieto de los adolescentes, el caminar firme de los adultos, el tambalearse y el correr de los niños.

—En vez de insistir y preocuparse por el desmayo de Lapaña, mire eso —dijo el comisario inspector, señalando el monumento a Alvear—. ¡Qué estatuas! ¡Ésas eran épocas! ¡Ésos eran prohombres! Mire si va usted a comparar con las bazofias que hacen ahora.

—Seguro que no —dije sin saber a quién iba dirigido el calificativo de bazofias: ¿a las épocas, a las estatuas, a los prohombres actuales? Tal vez abarcara a todos.

—No hay nada que hacer. Vivimos en los suburbios de Bree. Vivimos en los suburbios mugrientos de una ciudad cuyo nombre es Historia. Y después, cada uno puede ponerle el nombre que quiere.

Pero, como había dicho el comisario inspector, yo estaba angustiado: no podía pensar en ningún suburbio.

—Muy bien —dije—. Entonces, lo que hay que hacer, es remontar las grandes avenidas que conducen hacia el centro.

—Eso lo dice por decir. Porque usted bien sabe que más allá sólo hay más y más suburbios, y cada vez más miserables. Usted bien sabe que las luces y los grandes edificios son inaccesibles, están cercados por murallas, forman la ciudadela prohibida.

—Y bueno —busqué un recurso extremo—. Habrá que perforarlas con un láser.

—Veo que no mejora su humor —dijo el comisario inspector, molesto.

—Efectivamente no mejora. Y por ahora Jo abandono. Lo mejor que puedo hacer es volver a casa. Por lo menos, allí estoy protegido contra las inclemencias del mundo.

—Ah, muy bien, cómo no. Ahora resulta que usted se vuelve a su casa. Perfecto. Usted es incapaz de dar un paseo. Usted se la pasa escribiendo novelas donde todos los personajes masculinos se llaman Carlos, y donde todos los personajes femeninos tienen dos apellidos, usted se la pasa inventando sus asesinos y sus asesinados, y los dos radiantes hermanos, y Leonor Omarman llorando en las altas torres —dicho así, con voz tétrica— y todo el bochinche de Bree, y de repente, porque está deprimido, se vuelve a casa. Yo no sé adónde vamos a ir a parar si los detectives se olvidan de la naturaleza, pierden el control de la imaginación y optan por la literatura. En mis épocas, esto no pasaba.

—Leonor Omarman —dije—; ¿y quién era Leonor Omarman?

El comisario inspector no supo qué contestar. — Vaya, nomás, si quiere. Yo voy a seguir paseando. A lo mejor, la próxima vez que nos veamos, me viene con otro pedazo de la historia, elaborado tras una fatigosa noche de depresión.

Si yo hubiera tenido a mano uno de aquellos espejos que reflejaban la historia de las generaciones, la frase del comisario inspector me hubiera hecho temblar. Pero el último de esos espejos se había desvanecido, así que no lo tenía. —Hasta luego— dije—. Y me fui.

Estaba triste, amargado, como ya dije, pero la gente por la calle estaba alegre. Era viernes, y caminaban, planificando el fin de semana, gozando de la naturaleza, como hubiera dicho el comisario inspector —¡qué importa vivir en los suburbios de la ciudad inaccesible!—. Que si el cine, que si el teatro, que si el asadito, que si la televisión. Un organito salvaba el horizonte, con su achacoso porte, su habanera y su gringo. Caminé bordeando la plaza Francia, después me dirigí apaciblemente hacia Las Heras. Miré con repulsión el absurdo edificio seudogótico de la Facultad de Ingeniería, y pensé que sólo al comisario inspector podía gustarle. Por Pueyrredón pasó corriendo un ladrón, que dobló por Las Heras hacia el centro. Detrás de él, corría un policía. «Menos mal», pensé, «dentro de todo, la gente está recuperando sus roles». Me crucé con una señora y sus mellizos, con una abuela y sus nietos, pasé por delante de un albergue transitorio del cual salían un señor maduro y una señora entrada en años. La miré, ella se ocultó tras un abanico. El señor la protegía. Todos, todos tenían cara de inmensa y total felicidad. Una parejita de quince y dieciséis años, respectivamente, entró en el hotel.

—¡Cómo se reproduce la gente en Buenos Aires! —suspiré—. ¡Y todo porque es viernes, como el personaje de Robinson Crusoe!

Efectivamente, era viernes. Se notaba en el olor del aire, en el color de las calles. Aquí el día de la semana se anuncia con grandes carteles en todas partes. Y aunque de todas maneras la gente siempre encuentre un pretexto para morirse —valga el ejemplo del escurridizo Enrique de Bree—, igual sigue siendo viernes, como el personaje de Robinson Crusoe. Una pareja que caminaba delante de mí se dio un beso tan apasionado y violento que todo el mundo se detuvo para mirar. Un Fiat 600 se incrustó en un camión de combustibles, que lentamente empezó a incendiarse, glorificando el mundo con su resplandor químico. Una señora de un séptimo piso empujó una maceta que cayó y aplastó a un chico de seis años que jugaba en la vereda. Dos automóviles chocaron en la esquina de Laprida y Las Heras. Así es el amor, pensé con desaliento. La gente no puede sino admirarlo, y siempre alguien le paga su tributo de muerte. Tristán e Isolda, pensé. Romeo y Julieta, pensé, mirando el cuerpo del chico tirado en la vereda. Boca y River. Así es el amor. Pensé en el amor, mientras miraba con cuidado dónde pisaba. Era todo plácido y alegre, por doquier la bella venere. Dos cadáveres atravesados en la esquina producían un gran arremolinamiento de espectadores y de moscas. Un rufián, con su cohorte de prostitutas aplaudiéndolo, clavaba un puñal en el pecho de una dama de corazones, en el cruce con Bustamante. Si la Chola hubiera estado aquí, le espeté mentalmente al rufián, otro gallo te cantara. En la vereda del Caballito Blanco, un par de pierrots luchaban sobre el cuerpo de una colombina que había sido cortada en dos por una sierra de carnicero. Pasó un colectivo noventa y cinco, y detrás un camión del ejército, y detrás los bomberos y luego las enfermeras. El resto de los sectores sociales de la Argentina de hoy ocupaban sus posiciones. Los sastres se arremolinaban en la esquina de Coronel Díaz para resistir el paso de los orfebres que en pie de guerra se acercaban desde plaza Italia. Donde alguna vez había lucido la orgullosa cárcel de Las Heras, los panaderos habían instalado grandes hornos en los que cocinaban a cualquiera que no tuviera el valor necesario para cocinarse por su cuenta. Grandes colas se elevaban por Coronel Díaz y llegaban hasta Juncal, formando un rulo frente a la Clínica del Sol, donde se celebraba una fiesta porque habían nacido decillizos, delicioso aporte poblacional para nuestras despobladas praderas. Los corchos de las botellas de champagne saltaban hasta los hornos de los panaderos y provocaban hurras y vivas entre la gente que hacía cola para suicidarse. Así es el amor. En la esquina de Santa Fe y Bulnes, los psicoanalistas, para protestar por quién sabe qué cosa, atendían a sus pacientes en la calle. El subconsciente manaba como un chorro repelente y oscuro, y allí iban las madres, las esposas, los hijos, las abuelas incestuosas. Junto a la boca del subte se congregaban los escolares, que jugaban al venteveo con los economistas y los músicos. Hacia el Botánico, se escuchaba la algarabía de los enamorados. Todos. Todos estaban. Los torneros, que se apretujaban por Santa Fe, y las peluqueras, que se habían dado cita en Aráoz. Sólo faltaban los desaparecidos, pero a nadie le importaba, en medio del barullo general, de la alegría de la gente tendida en los divanes, o haciendo cola, o de los autos que chocaban con felicidad tocando ruidosas bocinas de viernes, como el personaje de Robinson Crusoe. Pensé en Ana y en María Inés, allá en la confitería Ópera: ¿qué secretos se contaban?, ¿bajo qué mirto reposan, mientras lloran en la umbría / el ruiseñor y la rosa? / ¿Qué deliciosos manjares / intercambiaban sus bocas / bajo forma de palabras / con las vocales redondas? / ¿Por qué van todos en barco,/ y yo me quedo en la costa? / ¿Por qué no tengo yo ayeres / como tuvo García Lorca / y mi vida se desliza / como si fuera una sombra? Y las calles, más sombrías, y el color de las farolas, jalonaban mi camino con fugaces mariposas. Llegué triste hasta mi casa, donde vivo por ahora, y el ascensor me esperaba / como una grave señora. / Y pensé en Leonor Omarman / y después pensé en la Chola / como piensa un pajarillo / en la piedra de la honda. / ¿Por qué van todos en barco, y yo me quedo en la costa?

Pensaba en Leonor Omarman mientras subía los trece pisos que separan mi vivienda del suelo. La ciudad de Bree se me escapaba entre las sinuosas figuras de Ana y María Inés, recortadas contra el vidrio. Repasaba los sucesos del día cuando el ascensor se detuvo en el piso trece, y de repente dejé de repasar los sucesos del día.

Alguien había entrado en mi departamento y había encendido el tocadiscos. La música se oía a través de la puerta. Schönberg, para ser exactos.

Reaccioné con total normalidad, es decir, quise darme vuelta y salir corriendo, pero ya era tarde. La puerta se abrió, y apareció un tipo del tamaño de un ropero, que me apuntaba con una pistola.

—¿Cómo? —preguntó extrañado—. ¿No va a pasar? ¡Está en su casa!

—Faltaba más —dije, y entré juntando el poco coraje que me quedaba (el poco que siempre tuve). Qué le iba a hacer. De todas maneras, todo está escrito, pensé, lo que va a pasar está escrito. ¿Dónde? ¿En los archivos polvorientos de Bree? A lo lejos, un anacrónico reloj, en alguna de las altas torres, dio las horas con tristeza.

Inclinado sobre el tocadiscos había un segundo gorila, no tan enorme como el ropero, pero que encajaba con la descripción genérica de un sofá.

—Buenas tardes —dijo el sofá—; aquí nos tiene, gozando de su excelente discoteca y de su no tan excelente whisky.

—¿Quiénes son ustedes, si no es una indiscreción preguntar? —pregunté.

—De ninguna manera —dijo el ropero—. ¿Cómo se le ocurre que va a ser una indiscreción? Todo lo contrario. Estamos aquí, escuchando su música y tomando su whisky (de todas maneras había muy poco), precisamente para que usted sepa quiénes somos, y nos sentiríamos muy defraudados si usted no se enterara. ¿No es así?

—Es así —respondió el sofá.

—Está bien que sea así —dije, mientras me acercaba lentamente al teléfono—. ¿Y entonces? ¿Quién mierda son ustedes?

—No necesita usar ese lenguaje —dijo el sofá—. Somos matones. Gente amante del arte y las buenas costumbres.

—Tan corrompidas hoy en día —dijo el ropero—. Yo me llamo López. Y él, Pérez.

—Qué original. Es una lástima que no esté aquí el comisario inspector Díaz Cornejo. El cree que ya no queda nadie que sepa apreciar el arte y las buenas costumbres.

—Ahí tiene —dijo López—, y aquí estamos nosotros para desmentirlo. ¿No es así?

—Es así —dijo Pérez—. Sin embargo, lo que noto en usted, después de examinar exhaustivamente su discoteca, es una excesiva preferencia por el barroco. Me parece que se le va la mano. A nosotros, como buenos matones, nos gusta mucho más el rococó y el romanticismo, para no hablar de la música dodecafónica —hizo un gesto hacia el tocadiscos, donde reverberaba Schönberg—. La música dodecafónica, para decirlo de una vez, sintetiza las inclinaciones de nuestro siglo. Bach no es más que un músico de segunda, fabricado por la propaganda.

—Eso es una provocación.

—Efectivamente —dijo López—. Para algo somos matones.

—Lo mismo le digo respecto a sus… escritos, para llamarlos de alguna manera. Usted mezcla el barroco y el manierismo, salta de una cosa a otra sin tener en cuenta las leyes literarias. Los dos radiantes y sedientos hermanos… ¿no suena a neoclásico?

—Suena a neoclásico —estuvo de acuerdo López.

—¿Qué le pasó antes de escribir eso? —dijo Pérez—. ¿Estuvo leyendo la vida de San Martín? ¿Por eso empezó la novela con el himno? Y de repente salta al color de las farolas que jalonan su camino con fugaces mariposas.

—¿Y eso cómo lo sabe? —pregunté, honestamente asombrado—, si todavía no lo escribí.

—Pérez sacó las mejores notas en Técnicas Telepáticas II —dijo López—. Usted sabe, una de las materias más difíciles de la escuela de matonaje.

—Somos matones recibidos con medalla de oro —dijo Pérez, con orgullo.

—Los felicito —dije yo, deslizando mi mano sobre el tubo del teléfono—; los felicito de veras, pero ¿puede saberse qué carajo hacen aquí?

—¡Qué lenguaje! —se escandalizó nuevamente López. Me levantó como si fuera una hoja de papel y me arrojó al otro extremo del living. Sentí que los huesos entrechocaban y que todo el cuerpo me ardía—. No es necesario que hable por teléfono ahora —dijo Pérez.

—No pensaba hablar por teléfono con nadie por la sencilla razón de que no tengo a nadie con quien hablar. Estoy solo y abandonado.

—Cortá el teléfono —dijo Pérez.

López se disponía a hacerlo, pero yo intervine (de palabra, claro está).

—¿Qué clase de matones son, que para impedir que yo hable necesitan cortar un cable? Dejen tranquilo ese teléfono, ¿quieren? ¿O ustedes no saben lo que es Entel? Pueden tardar años en arreglarlo. No voy a hablar con nadie.

—Está bien —dijo López levantando el tubo y dejándolo caer—. Solo y abandonado, ¿no?

—¿Por qué todos van en barco, y yo me quedo en la costa? —se burló Pérez.

—Y bien: ¿por qué no se van, y dejan mi casa sola, con las puertas bien cerradas, y estos garfios que me acosan?

López:

Porque somos dos matones

brutales como dos rosas

patoteros de la niebla

rufianes de media copa.

Pérez:

Porque nos gusta sentir

el perfume de las cosas

y enfrentarnos a los toros

como si fueran palomas.

López

(a Pérez):

¡Qué telépata en la escuela!

¡Qué veloz con la pistola!

¡Qué cobarde estando solo!

¡Qué valiente en la patota!

¡Qué tímido en pleno día!

¡Qué artero desde la sombra!

Yo:

¿Quién mató a Enrique de Bree?

¿Con qué lunas misteriosas

esconden una ciudad

brillante como una joya?

Los tres:

¡Ay, Federico Alejandro!

¡Ay estirpe poderosa!

¡Ay, ciudad que se me escurre

entre volantes de blonda!

Los tres:

¡Ay, Federico Alejandro!

¡Ay estirpe poderosa!

¡Ay, ciudad que se me escurre

entre volantes de blonda!

Yo:

Váyanse ya, que hoy es viernes.

Pérez:

¡Hoy es sábado de gloria!

y los ángeles descienden,

como nutridas palomas.

López:

Y el sabor de la violencia

y el olor de las patotas

ya se prenden a mi cuerpo

con el candor de una novia.

Yo:

¡Ay, Federico Alejandro!

Pérez:

¡Ay, estirpe poderosa!

Los tres:

¡Ay, ciudad que se me escurre

entre volantes de blonda!

—¿Y a ustedes, quién los mandó?

—Nadie nos mandó. ¿Se nota? —dijo Pérez, mostrando los dientes en una sonrisa que no encajaba para nada con el rococó ni con la imagen romántica que uno tiene de los matones—. ¿Quién nos mandó? No nos mandó nadie. Somos matones en su día franco, ricurita.

—¿Quién mató a Enrique de Bree? —volví a preguntar—. ¿Quién mezcló pérfida rosa,/en la sangre de una estirpe,/tan dura como una roca?

—No sé —dijo López—. Pero al revés de lo que hacés vos, precioso, no trato de averiguarlo.

López y

Pérez:

¡Ay, Federico Alejandro!

¡Ay, estirpe poderosa!

—Gracias por los piropos —dije—. Pero sus palabras no encajan con el lenguaje refinado que debería tener un matón. ¿Qué hacían en la escuela de matonaje? ¿Se pasaban el día tomando mate cocido?

La trompada me alcanzó en medio del estómago, me doblé, haciendo esfuerzos desesperados por respirar, y a la vez, tratando de mantenerme de pie. Una patada de Pérez me dio en plena cara, y empecé a sangrar. López me retorció un brazo hasta que los huesos crujieron, y entonces me soltó. Me caí al suelo, jadeando y llorando. López se inclinó sobre mí. Mientras tanto, Pérez tiraba al suelo los libros, los discos y todo lo que había sobre los muebles.

—Esto es en honor al Paraná Medio —dijo Pérez—. Y conste que es sólo un modesto homenaje.

—¿Entendiste? —dijo López, inclinado sobre mí, casi al oído. Sentía perfectamente su aliento putrefacto, apenas oculto por perfumes franceses.

Sólo puedo desearte —agregó López

que te sirvan las heridas

para ver las consecuencias

de las ciudades perdidas.

—Vamos —dijo Pérez—. Por hoy está bien.

—Nana, niño, nana —dijo López.

—Hacéme caso —dijo Pérez—. Dejá de escuchar tanto barroco y dedicáte un poco más a la música dodecafónica.

En el piso, me invadía la luminosa sensación de estar partiéndome en dos. Oí cómo se cerraba la puerta del ascensor, y haciendo un gran esfuerzo, conseguí levantar la cabeza. Pero apenas pude ver el desastre que habían hecho en mi departamento, decidí quedarme tirado en el suelo hasta que el destino dispusiera otra cosa. En el tocadiscos, Schönberg seguía, imperturbable:

¿Por qué todos van en barco

y yo me quedo en la costa?