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Cuando me desperté, ya era otro día. Los vapores del CX10 se habían esfumado, y en mi reloj made in Taiwan eran las diez, cero, cero, cero, cero. Me encontraba inmerso en un mar de rayas amarillas y negras perfectamente, reales, y no había rastros de María Inés ni de ciudades de ningún tipo. Me vestí, crucé el corredor y llegué al salón de los helechos arborescentes, que se recortaban contra el espectro del invernadero. Los acordes de la Tetralogía atronaban el ambiente: estábamos en la marcha fúnebre por la muerte de Sigfrido. Junto a la puerta, en una silla diseñada por alguna obtusa fantasía, dormitaba Frau Verbotten. Sin hacer ruido salí a la calle áspera. Y listo, y ya era viernes. Busqué un teléfono público y llamé a lo de Ana, donde previsiblemente no había nadie. Intenté comunicarme con Las Glorias de Bree, pero daba continuamente ocupado. ¿Y dónde estaría Fernando? Revisé mis bolsillos y encontré la tarjeta que en remotos capítulos me había dado Carlos Mallman. No estaría de más hacerle una visita en su estudio, aunque sólo fuera por mantener el contacto con los personajes. Cerca de Tribunales, por supuesto. Tucumán y Callao, digamos. Digamos, también, un cuarto piso. Alfombrado rojo y secretaria morena de tez algo aindiada: Carlos Mallman era coherente con su afán tercermundista. La secretaria me dijo que esperara un momento, apretó el botón del intercomunicador, y farfulló algunas palabras en quechua.

—En seguida lo atiende —me dijo—. Tome asiento, por favor.

Tomé asiento: ¿qué más se podía hacer, frente a esta indígena? Todo mi aparato mental está preparado para que las secretarias sean rubias hollywoodenses, en lo posible, y ahí sí, entra en juego todo el arsenal de ritos conocidos: la chica ansiosa de ascender hasta el piso veinticinco de un pent-house, el cliente ansioso de tirarse una cana al aire. Pero la secretaria de Carlos Mallman respondía fielmente a las características de un mundo signado por la confrontación Norte-Sur.

Carlos Mallman esta vez me pareció más alto aún que antes. También más joven; ahora parecía menor que yo, y hasta tal vez era menor que yo. Me molesta que la gente sea menor que yo. Me produce un sentimiento de responsabilidad difícil de soportar.

—Mercedes —dijo Carlos Mallman—, por favor, traénos café.

Se retiró Pachamama dejando tras ella un silencio que mantuvimos deliberadamente hasta que volvió con dos tacitas y una minúscula azucarera, joya de la orfebrería porteña, comprada tal vez en la feria de San Telmo. ¿Estábamos midiéndonos, calculando nuestras respectivas fuerzas, para luego atacarnos con ardor? ¿O estábamos estableciendo secretos lazos de complicidad para concertar una alianza? ¿Por qué éramos enemigos? ¿Por qué nos odiábamos tanto? Finalmente, fue Carlos Mallman quien rompió el fuego.

—Mire —me dijo—. Aparte de lo que pase con la investigación, ya que ustedes se empeñan, hay algo que es necesario arreglar ya mismo.

—¿Qué? —pregunté con inocencia.

—Lapaña. Ni más ni menos que Lapaña. En la editorial se armó un lío de órdago, y es bastante lógico, si se tienen en cuenta las circunstancias. Pero ocurre, además, que Lapaña, usted lo conoce muy bien —Carlos Mallman parecía María Inés—, cayó en una especie de estado catatónico.

—No es ningún estado catatónico. Simplemente, está desmayado.

—Sí, justamente. Lo de estado catatónico lo dije por decir algo, pero los médicos coinciden, con bastante asombro, le diré, en que sólo está desmayado.

—Es el sueño de Bree.

—¿Cómo?

—Nada.

—Y eso ocurrió después que ustedes fueron allí y le hicieron no sé qué preguntas. Y sin Lapaña no se puede hacer nada. La editorial está paralizada, y sin Enrique o con Enrique, la editorial, por ahora, tiene que seguir.

—¿Por qué por ahora?

—Porque no se puede adivinar qué es lo que va a ocurrir, especialmente cuando se termine la sucesión y María Inés se haga cargo de la parte que le corresponda a ella y a Fernando. Hay que ver si ella va a tener ganas de seguir y de resistir las presiones.

—¿De las editoriales españolas?

—De las que sean. Personalmente, pienso que lo más sensato sería vender, y lo pensé siempre, pero Enrique se lo había tomado como algo personal.

—Del mismo modo que Federico Alejandro.

—Exactamente del mismo modo —dijo Carlos Mallman, malhumorado, y en ese preciso instante me di cuenta de que a nadie le había importado nunca la editorial. Ni a Federico Alejandro, ni a Enrique. Había sido sólo un pretexto para expiar las culpas contraídas con la ciudad de Bree.

—Solucióneme lo de Lapaña —insistió—. Las ciudades de oro y las altas torres están muy bien, pero, pase lo que pase, Las Glorias de Bree no puede seguir así. Yo no puedo ocuparme, no tengo tiempo, y, aunque lo tuviera, no sé si podría arreglar las cosas. Y mientras tanto, ustedes construyendo mitologías.

—Ana está interesada —dije—. A ella también le gusta construir mitologías.

—Ya lo sé. Me contó prácticamente toda la historia de los papeles de Federico Alejandro. No necesito decirle que todo eso me parece una tontería.

El tono con que lo dijo cerraba la conversación. —Veré qué puedo hacer —contesté, algo perplejo, porque ignoraba por completo si iba a estar en condiciones de hacer algo—; veré qué podemos hacer —con el plural deslindaba responsabilidades. Al fin y al cabo, no lo había desmayado yo.

—¿Usted? —se burló el comisario inspector—. ¡Usted es incapaz de desmayar a nadie!

La secretaria me despidió con las melancólicas dos últimas estrofas del himno al Inti-Sol. Cuando estaba por salir, súbitamente se inició la melodía de un arpa, que pulsada por sabios dedos emprendía decidida un andante de Mozart.

Caminé por Callao hacia Corrientes, pero no pude alcanzar las escaleras del subte salvador, de ese perro guardián de la ciudad. En la confitería Ópera, en una mesa que daba sobre la calle, estaban sentadas Ana y María Inés, frente a un copioso té, hablando animadamente, preocupadamente. Recortadas contra el vidrio, parecían las actrices de una película de la cual yo era sólo el telón de fondo. Me quedé petrificado mirándolas. ¿Efectos residuales del CX-10? ¿Conductos misteriosos del hiperespacio, de la irrealidad? ¿Nudos impensables de la trama, del tejido sutil, de la impalpable tela? Esas dos mujeres se habían instalado en mi vida de manera repentina y rotunda. Tuve la sensación de que no iban a abandonarla sin horror.

—No se deje derrotar por los acontecimientos —dijo el comisario inspector, que venía caminando por Callao desde el Sur.

—Trato de no hacerlo —contesté, pero ya me había dejado arrastrar por el oleaje de la derrota: quedé como encerrado, atrapado por la escena inverosímil. Ana agitaba los brazos, trazando grandes arcos de círculos, mientras que María Inés hacía sólo pequeños movimientos. De pronto, una de las manos salía de la sombra, recorría una sucinta trayectoria sobre el vidrio y atrapaba una medialuna, transformándola al instante de un objeto prosaico en un objeto divino. La conversación entre ellas parecía datar de épocas remotísimas, y podía durar eternamente. De que yo fuera capaz de descifrar el significado de toda esa red de gestos mudos, dependían muchas cosas.