Por segunda vez en el día volví al pent-house, y por segunda vez me abrió la puerta Frau Verbotten.
—Los arrrrtistas ya se fuerrrron —bramó—. La señorrrra ya se rrretirrró.
—No se prrrreocupe —le contesté—; yo no soy ningún arrrrrrtista. —Por todas partes se veían los desechos de la fiesta, en forma de vasos volcados por el suelo, platos a medio terminar depositados como al descuido sobre los caballetes, vestiduras informes que tapaban los atriles. María Inés estaba sentada en la mesita enfundada en un vaporoso salto de cama color terracota húmeda.
—¿Querés una tacita de café? —me dijo.
Por lo que veo, ya se terminó la fiesta —dije, mientras tomaba ese café siempre listo, y miraba la cafetera de plata que parecía haber atravesado incólume el desastre—. ¿Y tu hijo?
—No está —dijo María Inés—. Yo lo dejo que salga, que haga su propia vida. Se habrá quedado discutiendo en algún atelier, o algo así. Un artista, aunque solo tenga diez años, no puede estar atado por condicionamientos familiares. ¿Te gusta el café, querido? Le puse un potente afrodisíaco. Es muy necesario para estas reuniones.
No dije si me parecía o no me parecía, de todas maneras ya lo había tomado. Pero María Inés no se andaba con vueltas. Era incapaz de agotar mi capacidad de asombro.
—Vení querido —dijo, arrastrándome de la mano por el corredor— ¿sabés?, yo soy un poco bruja, y sabía que ibas a llegar en este preciso instante —me empujó dentro del dormitorio a rayas amarillas y negras—. Desvestite que ya vuelvo.
El afrodisíaco debía estar haciendo su efecto, porque obedecí sin chistar. Mientras me desnudaba, tenía la aguda molesta sensación de que por algún agujero oculto Frau Verbotten me estaba observando y sopesando mis cualidades y defectos. Me metí en la cama, tapándome con la manta estilo piel de tigre, y me vi reflejado en el techo: las rayas amarillas y negras del cielorraso disimulaban un espejo, iniciándome en los secretos de la duplicidad. En una pared, enfrente mío, junto a una portentosa reproducción de Miguel Angel, había un pequeño estante con potecitos de diferentes colores, en los que primorosas etiquetas indicaban descaradamente el tipo de droga. María Inés entró envuelta en una radiante desnudez, y el afrodisíaco me hizo hervir.
Pero María Inés prefería que las cosas alcanzaran el punto de explosión. —Querido —dijo—, antes de empezar es necesario motivarnos —sacó uno de los frasquitos del estante y se puso a armar dos cigarrillos. Un olor ácido y dulzón se expandió por el dormitorio.
—¿Marihuana? —pregunté.
—¡Querido! —se asombró ella—. ¿Cómo se te ocurre? La marihuana es una antigualla para chiquilines. Esto es CX-10.
—¿Y no tenés miedo de que la policía te pesque? —pregunté tratando de contenerme y no saltarle encima—, digo, con todas esas drogas ahí.
—Querido —se burló María Inés, mientras sus hábiles dedos de artista terminaban los cigarrillos, me colocaban uno en la boca y me lo encendían— ¡me pescaron tantas veces! La policía sabe perfectamente lo que tengo y lo que no tengo. ¡Vos sí que no sabés lo que puede un cheque!
El efecto del CX-10 fue instantáneo. Primero se hizo la oscuridad completa, y de repente se encendió una luz. Parpadeó. Cintas amarillas y negras se cruzaron en el aire mortífero. ¿Quién… quién toca el arpa de Carlos Mallman?, pregunté, mientras María Inés giraba por el cuarto como una aparición y Leonor Omarman lloraba sobre las altas torres. Círculos mágicos y convencionales se desprendían de las paredes, cruzaban mi cuerpo, produciendo ondas concéntricas de* calor, estados de excitación elementales e intensos, paroxismos de ansiedad. Me arrollé como un ovillo y rodé hacia un extremo de la cama, mientras me desprendía del colchón paulatinamente, con espasmos, flotando en el aire, y mi imagen en el techo se aproximó muchísimo. Estiré los brazos hacia María Inés que se acercaba y se alejaba, como hamacándose en un columpio gigante al que yo no había logrado subir aún. Ciudades aparecieron y se derrumbaron entre mis brazos, María Inés empezó a brillar. Me estiré en el aire hacia una de las paredes, me afirmé sobre ella y extendí una mano hasta tocar a María Inés. Astillas crecieron y estallaron enseguida. Empecé a girar y a extenderme, como un globo. Un agudísimo sonido perforó mis tímpanos. Vi que María Inés saltaba desde el ángulo más alejado del dormitorio hasta un teléfono disimulado entre los pliegues del piso y levantaba el tubo. Rodeada de luces, habló con preocupación, emitiendo una líquida confusión de vocales y consonantes sin significado alguno para mí.
Colgó el tubo y me miró fijamente. —Vas a tener que perdonarme, querido. —María Inés vocalizaba bien, hablaba lentamente, para que las frases se abrieran camino hasta mí por entre los laberintos de la droga, a la que ella parecía estar absolutamente acostumbrada—. Vas a tener que perdonarme, pero es Mario de Vives, mi botánico. Me imagino que lo conocés, porque es una eminencia, profesor en la facultad. Y bueno. Acaba de avisarme que el Rododendro Aphocalipsis que le dejé para que tratara está a punto de secarse, y mi obligación es ir y salvarlo.
No atiné, no podía, contestar. María Inés se vistió rápidamente, mientras terminaba su cigarrillo.
—Podés quedarte, por supuesto —dijo, mientras salía—. Dormí bien, querido, hasta mañana —y se fue.
Pero yo no quería quedarme. Las ideas se formaban con dificultad, pero se formaban. Y no había caso. En esta mujer todo era un esbozo, un proyecto, un estudio preliminar, un ensayo, incluidos el sexo y la cama. Traté de incorporarme, pero Leonor Omarman y Carlos Mallman, vulgarmente armados, me obligaron a retroceder. El commendattore sonreía desde el techo, desde el fondo del mismísimo espejo. Hice una nueva tentativa. Ni por asomo quería pasar la noche en ese museo psicodélico. Di algunos pasos hasta la puerta, y choqué con las altas torres, y los alcázares. El CX-10 era más fuerte que yo; me di por vencido: estuve fantaseando y tocando una ciudad dorada, a rayas amarillas y negras, hasta que me dormí profundamente.