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—Sólo puedo reconstruir las cosas a través de lo que me contaba Enrique —dijo Ana—. No sé si será suficiente.

—Más que suficiente. —Recorríamos lentamente Corrientes, serpenteando entre sus semilibrerías nocturnas, tomando conciencia de que se había hecho tarde, increíblemente tarde. La noche había avanzado y ocupado la ciudad hasta un punto desde donde sería difícil desterrarla. Corrientes pretende ser el Paraná Medio de nuestra Capital Federal, pero sólo se percibe la ausencia de la ciudad de Bree, miserablemente reemplazada por un raquítico obelisco sin imaginación.

—Algo por el estilo le pasó a Federico —dijo Ana—. Primero, la ciudad de oro y toda su mitología. Después, la depresión consiguiente. Enrique creció en medio de todo eso, y por eso fue lo que fue: una especie de play-boy de segunda.

—No era como para que Federico depositara en él grandes esperanzas.

—Quién sabe. Por lo menos, no era para depositar esperanzas a la medida de Federico. Cuando Federico murió, o después que murió, Enrique quedó en posesión de los papeles, y hace unos años, de repente afloraron todas las culpas acumuladas, los remordimientos por lo hecho y lo no hecho, y trató de terminar la novela, el informe o lo que fuera que Federico había empezado.

—¿Y lo consiguió?

—Ya ves que no —dijo Ana—. Si no, tal vez no estaríamos nosotros aquí. Y hasta yo engancho en la historia, porque me gustaría publicar el Verídico informe, como una especie de homenaje a Federico. Y a Enrique.

—O sea que vos también entrás en la rueda —dije mirando con envidia en las librerías los miles de libros publicados ya, y le conté la idea que había tenido sobre una novela policial infinita: los detectives terminando los manuscritos de las victimas, hasta ser asesinados y reemplazados por nuevos detectives que reciben, a modo de pruebas o fatalidades, los papeles inconclusos.

—Bueno —dijo Ana—, salvo la inconclusión y la cadena de muertes sucesivas, éste es el caso.

—Espero que hasta ahí. Porque quiero escribir una novela, pero quiero terminarla yo.

—¿Es por eso que te metiste en esto?

—No del todo. Yo también tengo mi lado policial.

—Te entretiene. Te salva del aburrimiento.

—Mucho más que eso. Según parece, encontré a mi salvadora. En un sentido muy general.

—No es para tanto —dijo Ana, distraída—. Volviendo a Enrique, ahora tengo la sensación de que nunca lo entendí del todo, del mismo modo que tengo la sensación de que tampoco entiendo del todo a Fernando.

—No es sencillo entender a Fernando, si pensás en qué tipo de mundo vive. Pero ¿y Enrique?

—¿Y Enrique? No sé. También vivía en un mundo ficticio, como su padre Federico Alejandro.

—¿Lo conociste?

—No —transmitía un ligero resquemor por no haberlo conocido, como si hubiera sido una traición que Federico Alejandro se muriera antes de aparecer ella en escena—. No lo conocí. No puedo imaginarme la convivencia entre Federico Alejandro y Enrique. Enrique fue toda su vida un tipo bastante superficial: autos, yates y una cuenta en Suiza dieron una combinación bastante poco atractiva.

—E incompatible con María Inés —acoté.

—Por suerte —dijo Ana—. Porque María Inés nunca entendió nada de nada. Federico Alejandro vivió buscando una ciudad. Enrique vivió tratando de no buscarla. María Inés se pasaba la vida reprochándole esto y aquello. Por un lado, lo empujaba a ocuparse de la historia de Bree, y por el otro lado se burlaba de él, acusándolo de ser poco creativo.

—Y entonces apareciste vos.

—Preferiría borrar ese capítulo

—Borrémoslo entonces —dije, y era mentira. Hubiera querido no borrarlo, leerlo y releerlo hasta morirme de celos— y sigamos con Enrique.

—Justamente cuando María Inés salió del escenario, Enrique reencontró las huellas de su padre. Empezó a hurgar los papeles, a corregirlos.

—¿Te dejaba verlos?

—Nunca.

—En eso soy mejor que él.

Ana pasó por alto la observación. — En la última época, Enrique había dejado prácticamente todo. Se dedicaba a lustrar las antenas, contrató a un ingeniero para que registrara yo qué sé qué cosas, decía que eran mensajes y trataba de descifrarlos, después vino la historia de los trajes medievales.

—Complicado con dificultades objetivas con las editoriales españolas —dije. Ana parecía atribuir todo a Enrique, pero en lo de las vestiduras medievales me pareció detectar un efluvio residual de María Inés.

—Efectivamente, todo se complicó cuando aparecieron las editoriales españolas —confirmó Ana—, pero Enrique no necesitaba preocuparse demasiado por eso, como te imaginarás. No dependía de Las Glorias de Bree.

—Económicamente.

—Sí, es cierto. Afectivamente, bueno… no sé. ¿Querés que te diga lo que verdaderamente le pasaba a Enrique? ¿Lo que verdaderamente estaba buscando? —y entonces nos interrumpieron, como siempre, cuando alguien estaba por contar lo que verdaderamente le pasaba a Enrique. Un Mercedes Benz que nos había estado siguiendo silenciosa y lentamente durante la última cuadra, se arrimó también sigilosamente a la vereda, al lado nuestro. Nos detuvimos. Ana se acurrucó contra mí, como defendiéndose de un peligro nacido de repente. La ventanilla del Mercedes bajó despacio, y entre las vaharadas del aire acondicionado surgió el rostro resplandeciente de María Inés. Las dos mujeres se dirigieron una mirada letal.

—Hola, queridos —dijo alegremente María Inés—; los veo muy acaramelados —esperó unos segundos para disfrutar del efecto, y luego se dirigió directamente a mí—. Salí a buscarte porque pensé que te habías olvidado de la fiestita informal de esta noche, que ya está en plena marcha, querido. No me vayas a fallar.

—Lo recuerdo perfectamente —dije. La incomodidad se instaló como una presencia física.

—Esta avenida es realmente escandalosa —cambió entonces bruscamente de tema María Inés—, nunca vi nada diseñado con menos sentido artístico. Bueno, adiosito, queridos. Mis amigos me esperan, y no tengo por costumbre hacer esperar a mis amigos —el Mercedes Benz arrancó, describió unas creativas curvas que paralizaron de terror a la avenida entera, y dobló por Libertad.

Ana estaba helada de estupor. — ¿Qué reunión es ésa?

—Nada importante —le conté de qué se trataba.

—¿No pensarás ir?

—Por supuesto que no —dije, convencido; pero una sombra de curiosidad debe haber cruzado mi cara, porque Ana se puso rígida—. ¿No querés que vayamos los dos? Podría ser divertido.

—Tengo a Fernando en mi casa —dijo Ana—; no quiero dejarlo solo.

La retuve dulcemente. — No te abandono, mi amor. Yo no puedo evitar que me inviten a fiestas informales. Sólo puedo rechazar las invitaciones. Ahora vamos los dos a tu casa a jugar la parodia del matrimonio perfecto que está tratando de salvar a un inocente niño de las garras de su madre artista.

—Justamente eso es lo que no quería —Ana se desasió de mis brazos con una desenvoltura que sugería demasiada práctica—, ni la parodia de un matrimonio, ni la parodia de un hijo, ni la parodia de una fiesta. Ni la parodia de una ciudad.

—¿Y la parodia de una novela? —pregunté, haciéndome el niño tímido y desvalido, el escritor que padece su inutilidad literaria, su impotencia editorial.

Ana me abrazó.

—Todo lo que venga de vos va a ser bueno —salmodió—, aunque te mueras de ganas y curiosidad por ver la fiesta informal de María Inés, y te escapes por un rato. ¿Te espero más tarde?

—Por supuesto —dije—. Va a ser nuestro turno.

Ana chistó un taxi, y así nomás la vi alejarse por Corrientes, perderse en el maremágnum de la Nueve de Julio. Seguí caminando un rato, olisqueando las calles laterales, buscando ese callejón desde donde siempre me llamaba y luego se escurría Enrique de Bree y lo que Enrique de Bree estaba buscando, los tesoros perdidos por su padre Federico.

—Eso ocurre porque aquí nadie tiene vínculos familiares firmes —dijo el comisario inspector—, o prostitutas como la Chola, o civilizaciones estrambóticas. Usted arregló las cosas para evitar andar deambulando por la ciudad a la caza de parientes, sin darse cuenta de las posibilidades que eso ofrece. En cambio, hipertrofió la familia de Enrique, y le endilgó una parentela mitológica, galáctica, qué se yo, que es el peor tipo de parentela imaginable.

Pensé que no era tan así, mientras empezaba a recorrer las librerías. La primera en que entré era atendida por un viejo andrajoso y sucio que, apenas me oyó pronunciar las palabras Editorial Asturias, saltó ágilmente por encima del mostrador y salió corriendo, dejando la librería a mi merced. En La Perla, el librero se derrumbó, víctima de un síncope, apenas pedí un libro de la Editorial Asturias. Dos empleados se me acercaron desde distintos ángulos y me rogaron amenazadoramente que me fuera. Crucé hasta el Olimpo. No hizo falta ni siquiera hablar. Apenas me vio, la chica que atendía se puso a llorar de terror.

En Fausto fui más directamente al grano. —¿Pero qué pasa con las editoriales españolas? —pregunté.

—Shhhhhhhhh… —me dijo el librero—; por favor… no hable tan alto —y me invitó a pasar a una especie de trastienda, clausurada por una puerta hiperacústica. Me hizo señas con las manos de que no abriera la boca, mientras revisaba palmo a palmo el cuchitril con un poderoso imán, a la pesca de micrófonos.

—No hay micrófonos esta vez —dijo—, aunque nunca se puede estar seguro. Parece que ahora hay unos nuevos, fabricados en Ibiza, que resisten perfectamente a los imanes.

Insistí con mi pregunta: — ¿Qué pasa con las editoriales españolas?

—¡Por favor! —rogó el librero—. ¿Usted me quiere arruinar? ¿No sabe que ni siquiera se puede hablar del asunto?

—¿Pero qué es lo que ocurre? ¿Y por qué tiene tanto miedo?

—Yo no tengo miedo, yo no tengo miedo —dijo el librero, temblando como una hoja—; no levante la voz, que nos pueden oír. ¿Usted sabe cuál fue el destino de la dueña de la librería Símbolos, por intentar…? La devolvieron cortada en pedacitos —se sofocó y no pudo seguir.

—¿Por intentar qué?

El librero hizo unos gestos espantosos. —No le puedo dar más información —dijo, como si me hubiera dado mucha—, y ahora apiádese de mí —y empezó a empujarme fuera del cubículo.

—¿Vio? —dijo el comisario inspector—. ¿Vio que los interrogatorios no sirven para nada?

Cuando salí de Fausto nuevamente a la calle, comprobé que los rumores de mi raid se habían expandido, porque todas las librerías de Corrientes estaban herméticamente cerradas. Traté de adivinar qué los aterrorizaba tanto, qué cosa terrible hacían las editoriales españolas que les había permitido convertirse en la encarnación del terror literario. Pero no conseguí imaginar nada concreto, y opté por arrimarme a los últimos rescoldos de la fiesta informal de María Inés.