Tocamos tres timbres, imitando la truculenta clave que había usado el commendattore. En lugar de una madama en camisón, boquilla en mano, como un diseño de Fellini, nos abrió la puerta un viejo vacilante, de un neorrealismo suicida, que se ahogaba entre acceso y acceso de tos.
—¿Vio? —dijo el comisario inspector—. Y no puede decir que yo no le avisé. La realidad no es nunca como la realidad —el comisario inspector se identificó, mientras el viejo, que dijo llamarse Fernando Vario, tosía.
Le hicimos algunas preguntas. El viejo tosía y negaba.
Negó que hubiera conocido a nadie llamado/a la Chola.
Afirmó que si la Chola hubiera estado alguna vez en ese prostíbulo, él la hubiera conocido.
Negó que ahí hubiera habido nunca un prostíbulo.
En ese orden.
—La lógica me parece perfecta —dijo el comisario inspector mientras el viejo tosía—. Fíjese que de esta mañera consigue aburrirse un poco menos. Tan sólo con alterar el orden de las respuestas.
—¿De qué respuestas?
—De las respuestas a todo. Piense: yo amé apasionadamente a esa mujer, pero esa mujer nunca existió. Es mucho más interesante que no haber encontrado nunca a nadie a quien amar como la gente. Quizás eso es lo que hace falta en este mundo.
Sin preguntar exactamente qué es lo que hace falta en este mundo, le sugerí que pasáramos.
Pero el comisario inspector seguía entusiasmado. — ¿Y que le parece eso de «llamado/a»? ¿No es genial?
—Absolutamente genial. Pero entremos.
El viejo se apartó y nos internamos en un pasillo largo y antiguo a cuyos lados se abrían las habitaciones. Una sala de baile forrada en damasco rojo y raído, con dos o tres sillones destartalados, agregaba un toque pintoresco y escandaloso. Había camas apiladas y deshechas, dando la clara sensación de un lugar abandonado súbitamente hacía un montón de años. Mujeres tiernas y desgastadas ululaban en espíritu sobre todo el conjunto. Gatos desinteresados y vacilantes creaban con sus ronroneos la ficción o el recuerdo del sexo.
—¿Y usted espera encontrar aquí el hilo de Ariadna que lo conduzca hacia su ciudad dorada?
—Esto tiene algo de laberinto —dije por decir algo—. Me gustaría saber qué vino a hacer Álvarez aquí.
—Preguntémosle —se entusiasmó el comisario inspector—; ¡preguntémosle!
El viejo dijo que Álvarez había venido a preguntar por una dirección equivocada.
Después dijo que Álvarez no había venido.
—¡Perfecto! —dijo el comisario inspector—. ¡Perfecto! —y dirigiéndose al viejo, que no entendía nada—: ¡Maestro! Creo que por una vez violaré, sí, violaré, y no temo usar una palabra así en este recinto sagrado, violaré, sí, mi regla de no recordar, para recordarlo a usted. ¡Cuántas guerras fratricidas se hubieran evitado si hubiera estado usted. Usted, maestro, en lugar de Aristóteles!
—Tóteles —dijo el viejo—. Tóteles —y tosió.
—Si uno lo piensa —sugerí, alcanzando al comisario inspector que después de su momento de euforia se iba aproximando al final del corredor—, si uno lo piensa, invirtiendo el orden de las respuestas, tal vez se pueda sacar alguna cosa en limpio.
—¿Invertir el orden de las respuestas? —se escandalizó—. ¿Usted está loco? Nunca lo creí tan vulgar. ¿Quiere arruinar las frases más claras, límpidas y razonables que se han pronunciado en toda la historia de la República?
Si saqué alguna conclusión, me la guardé para mí.
—Si todo el mundo razonara como el caballero —dijo el comisario inspector—, no tendríamos tantos problemas.
—Tendríamos otros problemas —dije yo.
—Blemas —dijo el viejo—. Blemas —y tosió.
El pasillo terminaba abruptamente en una puerta vidriera, y luego venía un patio donde la mugre y la vegetación se combinaban de tal manera que alejaban a priori —ya que en razonamientos lógicos estábamos— cualquier fantasía de entrar. A la izquierda, una habitación donde el yeso caía como una lluvia fina, y en el ángulo más alejado, algo brillaba.
Me acerqué con cautela. El viejo corrió delante de mí y tapó con su cuerpo el resplandor. Lo aparté con suavidad y allí estaba. Allí estaban los altos miradores, y las torres del Observatorio Solar, y las calles pintadas cuidadosamente con pintura dorada, los recintos cibernéticos y en los bordes de la gigantesca maqueta, las rampas mitológicas que bajaban hacia el río. Me incliné con la fascinación del descubrimiento.
Detrás de mí, el viejo temblaba. —¿Y era ese viejo quien había armado todo eso? ¿A usted le parece? —pregunté cuando salíamos a la calle aturdidos por el sol de verano—. ¿Es entonces este viejo Fernando y no nuestro héroe quien más cerca está de la ciudad de Bree?
—¿Vio que usted no entiende nada? —dijo el comisario inspector—. ¿Vio que usted ni siquiera entiende en qué país vive? La Argentina no tiene futuro ni juventud, la Argentina sólo tiene pasado, y ni siquiera un pasado recomendable. Convénzase: es un país que nació viejo. Lleva la jubilación en el alma, tiene el gen de la decrepitud enquistado no sé dónde. ¿Usted quiere ciudades doradas? ¿Usted quiere mitos? Pregúntele al Maestro que acabamos de visitar, que dedicó quién sabe cuántos años a construir una maqueta de algo que ni existió ni sirve para nada. Ese viejo es una buena imagen de todos nosotros.