31

—Hay que buscar la otra punta de la historia —insistí.

—¿No me diga? ¿Y cuál es la otra punta de la historia?

—El hijo de la Chola: Fernando. Fernando de Bree.

—¿Qué tiene que ver Fernando de Bree con todo este asunto?

—No tengo la menor idea. Pero esos bebés que aparecen repentinamente en estos casos policiales, siempre son la punta del ovillo.

El comisario inspector se recostó contra el respaldo de la silla y sostuvo un momento en el aire su vaso de whisky, haciéndolo girar lentamente. La luz que atravesaba el vidrio de la ventana, color púrpura, transformaba al whisky en un borgoña oscuro.

—Esta historia está llena de bebés —dijo al fin—. Esto no parece una novela. Esto parece una nursery. Lo que pasa es que usted está envalentonado con los bebés. Después de su famoso caso, se cree que allí donde haya un bebé, usted va a poder arreglar las cosas. Usted piensa que todo se soluciona cambiando unos pañales.

—Tal vez —admití—, pero no se olvide que con el correr del tiempo los bebés dejan de ser bebés y se transforman en gente grande, capaz, por ejemplo, de matar. Fernando de Bree ya no es un bebé. Ahora es un hombre grande, pero prefiero imaginármelo detenido en una adolescencia gloriosa. Un héroe, un caballero andante a la búsqueda de una ciudad perdida.

—Bree no existe —dijo el comisario inspector—. No existió nunca, aunque eso no tenga mayor importancia. Y los caballeros andantes tampoco existen más, si mal no me acuerdo.

—¿No era que usted no se acordaba de nada?

—No —dijo el comisario inspector pensativo—, en realidad, no me acuerdo de nada, o por lo menos trato de acordarme lo menos posible. Usted todavía sueña con fabricar historias doradas, que, en todo caso, ¿en qué terminaron? En un cadáver que ya a estas horas debe estar putrefacto y maloliente. O, si no, me lleva a ver a tipos como Álvarez, nuestro glorioso commendattore, se codea con grandes artistas como María Inés o pretende que siga el rastro de una prostituta de la época de ñaupa. Y mientras tanto, ¿qué?

—Mientras tanto todo sigue. Justamente, ésa es la cosa. Si uno quiere alcanzar lo real, tiene una única opción. Hay que seguir. Hay que llegar a las puertas de Bree. Hay que subir a las torres y miradores. Hay que pisar las rampas que bajan hacia el río.

—No esté tan seguro —dijo el comisario inspector, tomando un nuevo trago de whisky—. Aunque reconozco que la geografía es tan arbitraria como la realidad, últimamente es la realidad la que ha invadido todo. Usted quiere salvarse de lo existente con algo que nunca existió.

—Usted mismo reconoció que ése era un punto secundario.

—Y en efecto, lo es. Pero lo que no es para nada secundario es su actitud. Usted piensa que con ese tipo de ciudades que se inventa va a poder parar a tipos como Álvarez, y, en general, todo aquello que le molesta.

—Vale la pena intentarlo.

—Usted es incorregible —el comisario inspector sacudió la cabeza, dándome a entender que me consideraba un caso perdido—. ¿Sabe por qué usted es un fracaso en todo? Porque le falta lo esencial para ser un buen detective de novela negra. Usted no es un cínico, ni siquiera un cínico ecológico, como Lew Archer. Hace todo lo posible por parecerlo, y entonces claro, las cosas le van mal. Usted, en el fondo, se cree todas las cosas que dice. Y así, le aseguro, no se va a ninguna parte. Usted se pierde en esas fantasmagorerías de la edad de oro, de toda esa historia alucinante, de algo que no pudo haber ocurrido nunca.

—Habíamos quedado en que ese punto no tenía importancia.

El comisario inspector se quedó en silencio, y aproveché para insistir.

—Hay que buscar la otra punta de la historia —dije, sintiendo que volvía al principio de las cosas, cuando en realidad sólo volvía al principio del capítulo.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es la otra punta de la historia?

—Fernando de Bree —dije yo, y variando—: usted reconocerá que una historia podrá no haber ocurrido nunca, pero las puntas de la historia sí.

—Por supuesto. En general, todas las historias no son más que las puntas de alguna historia que no ocurrió nunca. Y aún más: la realidad no es en el fondo más que las ruinas de algo que nunca ocurrió. Para decirlo con sus palabras, vivimos en los suburbios de Bree.

Miré la ventana. Pensé en el futuro. Pensé en Álvarez. Pensé en María Inés. Pensé en Ana.

—Y eso que no ocurrió nunca… —el comisario inspector levantó la cabeza y olfateó el aire, dándome a entender la inefabilidad de aquello que no había ocurrido nunca—. ¿Qué pretende hacer con Fernando de Bree?

—Encontrarlo.

—¿Encontrarlo? ¿No dijo que el enigma sobre su paradero excedía los límites, las posibilidades de la magia, la ciencia y la naturaleza, o algo por el estilo? ¿Y semejante enigma pretende resolverlo usted?

—Ana y yo.

—Ah —dijo el comisario inspector—, ya veo. Pero resulta que no sabemos o no saben, perdón, cómo empezar a buscarlo.

—La calle Junín —dije—. Álvarez también fue allí. Tengo la sensación de que el commendattore, esté buscando lo que esté buscando, llegó a la misma conclusión que nosotros.

—¿Está seguro?

—No, pero vale la pena probar.

—Eso ya me parece mejor. Las cosas, cuanto más seguras, más improbables. Vamos, pues, a la calle Junín (supongo que habrá anotado la dirección). La vida, al fin y al cabo, es parte de la realidad. Y gastar la vida, o la realidad, en ese tipo de disparates, es lo mismo. Lo importante es gastarla. Vamos.