—Bien —dijo el comisario inspector—. Me parece que llegamos a un punto muerto.
—Occiso —corregí.
—En efecto. Federico Alejandro está muerto, la ciudad de Bree desaparecida. ¿Y ahora qué va a inventar? Porque si deja las cosas tal como están, esta novela se acabó.
—Exactamente. Pero siempre me queda el recurso de consultar con Ana, y con los documentos. Algo saldrá.
—Usted está dependiendo demasiado, tanto literaria como afectivamente de esa señorita. Siempre pasan cosas de este estilo a esta altura de las novelas: el protagonista se enamora de la heroína, y todo se va al demonio.
—Por ahora, nada se fue al demonio —objeté—. Y ni yo soy el protagonista, ni Ana es la heroína.
—Usted no es el protagonista, claro que no —dijo el comisario inspector—. Usted se colocó en ese lugar arbitrariamente, usted es el protagonista de facto, al mejor estilo argentino. Y en cuanto a Ana, no hay otra heroína a la vista.
—El protagonista, o mejor dicho la protagonista es la ciudad de Bree —dije, con estúpida solemnidad.
—¿Ah sí? ¿Y qué piensa hacer para salvarla? Porque si esta novela se termina, la ciudad de Bree se termina con ella.
—Déjeme pensar un poco. Lo que pasa es que en este país lo que falta es imaginación. Y cuando una veta parece agotada, nadie sabe qué hacer.
—¿Y usted sabe qué hacer?
—Sí —dije después de un rato—. Sé qué hacer: hay que buscar la otra punta de la historia.