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Pero no era todo por ahora, ni lo sería ya. Un fulano de alrededor de cuarenta años, de pelo negro y bigote tupido —demasiado tupido, dice el comisario inspector, pero ahórrese la descripción ¿quiere?— entraba en ese momento con aire de familiaridad.

—Buenos días —se presentó—. Yo soy Carlos Mallman Falcón, amigo de Enrique y de la familia desde la infancia. Desde ya, estoy a disposición de ustedes, pero tienen que disculparme un momento. Tengo que ir a ver a la madre de Enrique —desapareció escaleras arriba, pero a los dos minutos estaba de vuelta.

—Se durmió —sacudía la cabeza con asombro, como si allí residiera todo lo insólito de lo ocurrido en la casa—. Ya es muy mayor, y seguramente la desesperación la tiró abajo —Carlos Mallman mentía para dejar a salvo el honor de la familia: la madre del muerto, con todos sus años a cuestas, estaba borracha como una cuba—. La verdad es que esto excede todo lo que se podía pensar. Estuvieron tratando de ubicarme durante toda la mañana. Pero soy abogado, y estaba dando vueltas, de un lado a otro por Tribunales.

—Horrendo edificio —dijo el comisario inspector, cortante—. Uno de los edificios más horrendos que haya visto en mi vida.

Carlos Mallman Falcón, abogado. Bien. En estos casos siempre hace falta un abogado. También una mujer enamorada, y, si es posible, un mayordomo indiscreto. Necesariamente un cadáver, eventualmente un asesino. Los únicos que estábamos de más éramos el comisario inspector y yo. Y, como respondiendo a mi pensamiento, Carlos Mallman se dejó caer sobre uno de los sillones que enfrentaban la chimenea, exactamente el mismo que había ocupado el comisario inspector, a quien no le gustó nada esta usurpación.

—Yo lo preveía, yo lo preveía —Carlos Mallman se balanceaba, sentado, ensayando una extraña síntesis entre el dolor y el movimiento—; parece una maldición en la familia. El padre de Enrique murió de la misma forma.

—¿De la misma forma?

—Se suicidó.

—Qué interesante —dijo el comisario inspector—. Como una enfermedad hereditaria.

—¿Y por qué lo preveía? —pregunté.

—Últimamente Enrique estaba muy nervioso.

—¿Nervioso por qué? —yo mismo empezaba a ponerme nervioso.

—Cuestiones de negocios con la editorial. Las editoriales españolas nos estaban acogotando.

—Nadie se suicida sólo porque está nervioso, ni por una editorial española.

—Nadie sabe por qué se suicida la gente. Aparte de eso, no había problemas. Por lo menos a la vista.

—Muchas veces es la gente sin problemas a la vista la que oculta problemas terribles —dije.

—¿Y ustedes van a tratar de encontrar problemas que expliquen el suicidio? —dijo Carlos Mallman, clavando la mirada en la carpeta que yo tenía en la mano, como si se tratara del objeto robado a un patrimonio que él debía custodiar.

—Mire —contesté—; francamente, la hipótesis de un suicidio es completamente inaceptable —y le expliqué que faltaba el arma, y la lucha previa a la muerte.

—¿Y entonces? —Carlos Mallman no había dejado de balancearse, pero de repente, se quedó inmóvil.

—Entonces, señor —dijo el comisario inspector con frialdad—, se trataría de un asesinato.

—Un asesinato no tiene sentido.

—Nunca se sabe qué tiene y qué no tiene sentido —dijo el comisario inspector—; y justamente trataremos de averiguarlo. En general, las cosas no tienen mucho sentido. Nunca lo tuvieron, y no veo por qué van a empezar a tenerlo ahora. Pero, en todo caso, para eso estamos nosotros aquí.

—No entiendo —Carlos Mallman estaba ahora sentado rígidamente en el borde del sillón, mirando como al azar los trofeos de la repisa de la chimenea.

—Ya va a entender —dijo el comisario inspector.

—¿Por qué no nos habla un poco de su amigo? —me apresuré a distender el ambiente—. Tal vez le resulte duro, pero necesitamos tener algún dibujo del personaje, si es que queremos sacar algo en limpio.

—Sí, sí —Carlos Mallman contestó en un tono automático, escolar—. Claro que les puedo hablar de Enrique. Todo lo que necesiten saber —un teléfono empezó a sonar en medio del calor. Mallman Falcón se levantó como un resorte y se apresuró a atender. Casi tira todos los trofeos al suelo. Lo oímos bisbisear junto al tubo sus inefables cosas.

—Corre rápido la noticia. Ya empiezan a preguntar cuándo es el entierro —volvió fastidiado—. Miren, me parece que es mejor que conversemos en otro momento. En realidad, a partir de ahora, tengo que hacer trámites y diligencias que si yo no hago, no veo quién va a hacer. Hay que avisar a la ex esposa de Enrique y al chico, que están en Mar del Plata, que se vengan. No sé qué decidirán hacer. ¿Cuándo entregan el cuerpo?

—Mañana, probablemente —dijo el comisario inspector.

—Bueno —dijo Mallman Falcón—, no sé qué urgencia tendrán ustedes… ¿Qué les parece vernos esta noche, en mi casa? —y alargó una tarjeta. En el centro figuraban su nombre y dirección, de la casa y del estudio. En las esquinas, retratos de diversos líderes del tercer mundo, unidos por trazos azules y rojos. Al trasluz, escrito en marca de agua, se leía: «Si los pueblos no buscan su camino, no lo encontrarán». Carlos Mallman se creyó en el deber de dar explicaciones—. El tercer mundo es el camino que han elegido los pueblos —dijo—. Tenemos que volver a lo popular. Es hora de que las culturas dormidas despierten y tomen conciencia de la orfandad en la que las han sumido los imperialismos. La negritud, la latinoamericanidad y el ínclito sentimiento nacional nos prometen un futuro venturoso. Hay que estar a la altura de los tiempos —y como si se hubiera dado cuenta súbitamente de que corría el riesgo de sobrepasar la altura de los tiempos, se calló, y empezó a balancearse en el borde del sillón.

—Bueno —dije. Yo también había empezado a balancearme—. Su tarjeta es realmente curiosa, y Martínez es un barrio que me gusta, así que no tengo inconveniente. A eso de las nueve, más o menos.

—Perfecto —dijo Carlos Mallman levantándose—. Ahora discúlpenme, pero tengo que empezar —levantó el tubo del teléfono y pidió una comunicación con Mar del Plata.

Nosotros también nos levantamos y salimos. Ya hacía un largo rato que estábamos allí, y esa atmósfera de riqueza y muerte mezcladas empezaba a pesarme como una jalea pegajosa. Salimos de la casa entre una marejada de vecinos entre quienes ya se había difundido la noticia: «fue Dostoievsky, fue Dostoievsky; vamos a organizar un pogrom».

Pobres gentes, dije yo.

—Hay algo que quiero advertirle —dijo el comisario inspector mientras ponía el coche en marcha—. Si usted quiere escribir una novela, hágalo. Eso es cosa suya, al fin y al cabo. Pero lo que no le voy a permitir es la manera en que usted me trata a veces, como, por ejemplo, ese asunto del sillón, que yo estaba sentado, y que no pensaba para nada en el crimen… etcétera, etcétera. ¿Quiere que me echen del trabajo, como a usted?

—Lo escrito, escrito está. Usted conoce bien la irrevocabilidad de la literatura —el sol caía despiadadamente sobre el techo del Ford Falcon, con la calefacción prendida, creando una sólida sensación de irrespirabilidad, doblando las palabras como cuando una varilla se quiebra en el agua, o cuando el aire se estratifica en visiones alucinadas sobre el asfalto. El comisario inspector busca los matices extremos del clima, porque son los únicos que, según él, carecen de significado. El calor paraliza, licúa, derrite el contorno de las cosas, la apariencia de lo útil, y deja al descubierto la verdadera realidad.

—Hay una cosa que no entiendo —dije, pasándome un pañuelo por la cara para detener las gotas de sudor que amenazaban la carpeta con el Verídico informe sobre la ciudad de Bree— ¿por qué insisten tanto con el suicidio?

—Porque el suicidio es más fácil.

—Mantengo la pregunta. En este caso, un suicidio es descabellado. Nadie se autoflagela antes de matarse, ni después de haberlo hecho esconde el arma. Es completamente ilógico.

—Ah, por supuesto que es ilógico. Pero la lógica de las cosas no tiene la menor importancia en nuestro país. ¿En la familia esa hay una cierta tradición de suicidio? Muy bien. Entonces todo lo que ocurra es automáticamente un suicidio. ¿No encaja? No importa, ya va a encajar. Ésa es la teoría.

—Ya veo.

—¿Y qué es una agencia literaria? —preguntó el comisario inspector.

—Algo así como una editorial mayorista. Traficantes de la literatura. Tendremos que hacerles una visita.

—¿Y para qué?

—¿Cómo para qué? Me parece la mejor punta por donde empezar.

—La más literaria —corrigió el comisario inspector—. Veo que usted elige muy bien las puntas. Trate de no pincharse, porque lo veo muy ansioso.

—Además, también hay que hablar con este sujeto Mallman Falcón, esta noche, y con la ex mujer del tal Enrique de Bree. ¿Le sorprende que esté ansioso? ¿Usted no quiere averiguar, preguntar? ¿No quiere saber por qué lo mataron, si es que lo mataron? ¿No quiere saber quién es el asesino?

—De ninguna manera —dijo el comisario inspector—. Esos problemas no me conciernen ni me interesan en lo más mínimo. En primer lugar, yo soy un empleado público, hago mi trabajo, y pare de contar. En segundo lugar, preguntar y averiguar son dos cosas que no sirven para nada. Y, en tercer lugar, no necesito saber quién es el asesino, porque ya lo sé.

—¿Ah sí? ¿No me diga? ¿Y quién es?

—¿Quién es? ¡Pero si eso es justamente lo más fácil de todo! —dijo el comisario inspector—. Mire, cuando yo estaba ahí sentado, pensando en cualquier cosa, según usted, resolví el misterio. Me dije: el asesino será el primero que entre. Usted sabe ese viejo axioma detectivesco, el asesino que siempre vuelve al lugar del crimen, etcétera. ¿Y quién fue el primero que entró? Pues Carlos Mallman Falcón, con sus bigotes tupidos, como dice usted. En consecuencia, ahí tiene usted a nuestro asesino, por más coartadas que se haya inventado, de que estaba en los Tribunales y yo qué sé qué más.

—Según creo, el axioma exige que el asesino vuelva al lugar del crimen, pero no necesariamente que sea el primero en hacerlo.

—Formalidades —respondió vagamente el comisario inspector—. Simples triquiñuelas de la lógica formal.

—O sea, que según usted, Carlos Mallman es nuestro bebé.

—Yo no dije precisamente bebé —trató de disimularlo, pero estaba secretamente herido—. Yo no dije precisamente bebé.

—Está bien —concedí— ¿pero me va a acompañar esta tarde a la agencia? Usted le da a las cosas un tinte oficial que las hace más fáciles.

—Hmmm. Yo no tengo inconveniente en ir en cualquier momento a la agencia. En primer lugar, porque lo considero inútil, y las cosas inútiles me encantan. Y, en segundo lugar, porque no tengo nada que hacer.

—Muy bien, entonces me bajo aquí. Voy a aprovechar para leer un rato el Verídico informe.

—Que le aproveche. Yo tengo que pasar por el Departamento de Policía. Hasta la tarde, entonces.