Cuando Federico vio delante de él al orgulloso Ramiro, comprendió al momento que no lo movía el deseo de venganza sino la ambición, y la ambición es fácil de manejar.
—¿Y qué tiene de malo la ambición, si puede saberse? —preguntó el comisario inspector—. Yo también tengo ambición. Ambiciono jubilarme.
Ramiro no era ya más aquel alto y decidido adolescente que semejante a un ángel malo asaltara alguna vez las torres y los santuarios de Bree. Sus rasgos afilados se habían desdibujado, su mirada cruel había perdido el vigor que tanto asustaba a Diego, su abuelo. La decisión irreflexiva que lo llevó a alzarse contra los grandes de Bree había cedido paso a la astucia, el impulso heroico había sido sustituido por el cálculo frío y solapado. Federico, que leyó todo esto en la expresión de Ramiro, no se negó a entregarle sus temibles secretos, porque sabía que en ese caso Ramiro indefectiblemente lo mataría sin darle tiempo. Le pidió un plazo de tres días para pensarlo. Ramiro se marchó haciendo un gesto de amenaza.
Esa misma noche, Federico se sentó durante largas horas frente al espejo que colgaba en el living de su casa. Sin embargo, aunque probó repetidas veces con las fórmulas rituales, no consiguió que el espejo le revelara el paradero de su hijo Fernando.
—¿Fernando? —preguntó agudamente el comisario inspector—. «A éste no se le escapa nada», pensé.
—Le habían impuesto ese nombre mediante el rito cibernético —dije.
—Ah, ya entiendo —dijo el comisario inspector—. Ese nombre lo debe haber elegido Federico. También empieza con efe. No quiero que nuestros lectores piensen que no tengo poder de deducción.
—A nadie se le ocurriría —dije—. El espejo no podía revelar el paradero de Fernando, porque el enigma del paradero de Fernando excedía las posibilidades tanto de la magia, como de la ciencia o la naturaleza. Cuando aterido y frustrado Federico se miró en el espejo por última vez, conoció las circunstancias precisas de su muerte. Fue entonces cuando lanzó un grito penetrante, que sacudió las casas de alrededor y despertó espantados a su esposa Beatriz Elizalde y a su hijo Enrique. Cuando Federico se dio vuelta, los vio delante de él.
—¡Dios mío! ¿Qué pasó? —preguntó aterrorizada Beatriz Elizalde.
—Nada —contestó tristemente Federico—. Pasó que ya he vivido bastante.
Los tres días transcurrieron velozmente (como siempre ocurre cuando se espera la muerte) y Federico aguardó a Ramiro sentado en el mismo sillón en que usted se sentó a meditar el día del crimen.
—Yo no meditaba —dijo el comisario inspector—. No me creerá capaz de un acto tan inútil.
Me quedé atónito.
—¿No quería que lo arreglara? —pregunté—. ¿Y justo cuando trato de hacerlo me sale con ésas?
Yo quería que lo arreglara —dijo el comisario inspector con luminosa lógica—, no que me hiciera meditar.
—Está bien. De todas maneras, si lo hizo o no lo hizo, no importa. Lo que sí importa es que Federico recibió a Ramiro con toda solemnidad. De su cuello colgaba un medallón donde estaba tallada la figura de un pájaro, símbolo del Poder en Bree, un pájaro que muchos años después los hombres llamarán pájaro guanaco, proveniente de otros mundos, regidos por dioses más antiguos y crueles que los nuestros.
—Ese medallón me suena —dijo el comisario inspector.
Federico ofreció una copa de ragón que Ramiro rehusó con frialdad. Con una sonrisa, Federico volcó la copa y el resto de la botella sobre la alfombra, recalcando que esa bebida irrepetible se perdía para siempre. Ramiro se sirvió un vaso de whisky. Federico no pudo dejar de sonreír ante el espectáculo de la decadencia.
—Bueno, ya sabemos exactamente de qué era la famosa mancha esa de la alfombra —suspiró el comisario inspector—. Desgraciadamente, las cosas se van aclarando.
Federico ofreció a Ramiro el medallón con el pájaro si Ramiro renunciaba para siempre a reconquistar la ciudad dorada. Ramiro contestó que el medallón le resultaba inútil, pues lo obtendría de cualquier manera. Entonces Federico le dijo que había escondido las llaves de Bree de tal manera que permanecerían ocultas a los ojos de los hombres, pero no a los de la naturaleza.
Ramiro se levantó también.
Cuando escuchó el disparo y descendió rápidamente, Beatriz Elizalde encontró a su esposo tendido en la alfombra con una bala en la cabeza. Nadie prestó atención al puñal de acero que había a su lado, pero sí al pequeño revólver con las impresiones digitales de Federico. El suicidio es o infamante o glorioso. — Y más fácil, aclaró el comisario inspector. En este caso, se prefirió ocultarlo, aunque quedó grabado en las tradiciones de la familia.
En cuanto a la botella de ragón y al medallón con la imagen del pájaro guanaco, emblema del Poder de Bree, nadie percibió su falta, porque nadie, entre los que intervinieron en el lento proceso del luto tenía la menor idea sobre su existencia.
Y así quedan, dicho sea de paso, aclaradas las circunstancias de la muerte de Federico.
—Así que no se suicidó, como dijo Carlos Mallman en los primeros capítulos, y como sostiene la versión oficial —dijo el comisario inspector—. Muy interesante.
—No sólo no se suicidó, sino que supo con anticipación cuándo y quién lo iba a matar.
—Ese espejo parece el de la madrastra de Blancanieves. Sólo le falta hablar —dijo el comisario inspector—. Y a propósito. ¿Se acuerda que yo pedí que lo revisaran? Bueno. Apenas un hombre lo movió, estalló en un polvo finísimo que se mantuvo suspendido en el aire durante unos instantes, y luego salió formando una nube por la ventana y se perdió en el espacio.