—No quiero que molestes al chico con interrogatorios —me advirtió Ana mientras caminábamos unas cuadras hasta la plaza—, ya tiene bastante de qué preocuparse.
Fernando caminaba en silencio, entre los dos. Me sorprendió la forma en que preguntaba sobre todas las cosas, las marcas de los autos, los detalles de las vidrieras, como si los viera por primera vez. ¿Qué es esto? ¿Qué es aquello? ¿Por qué algunas calles son mano y otras no?
Ana y yo nos sentamos en un banco, mientras Fernando se perdía entre los canteros. Al rato lo vi aparecer, junto a una pequeña pared que contenía un terraplén. Sacó una tiza y se puso a dibujar algo. Fui a ver qué hacía. Estaba tan abstraído que no me oyó llegar. No eran dibujos:
diastasis, mares quebrándose,
ay de mí, palomas, ay
y mi papá, y mi papá, ¿y mi papá?
Me corrió un escalofrío. Fernando advirtió mi presencia y se dio vuelta.
—Son poesías. Escribo poesías. A mamá le gusta que escriba.
—Hey —le dije—; ¿por qué no te trepás a la pared?
Fernando miró la pared como puede mirar un impedido a un grupo de hamacas.
—Yo te ayudo —y lo sostuve para que se agarrara con las manos de una saliente. Después apoyó los pies en un agujero del cemento, y, con grandes esfuerzos, empezó a trepar. Por momentos me pareció que iba a caerse, pero a medida que subía, se afirmaba más, se adhería como una ventosa a la pared. Al final, todo enrojecido, se agarró del borde del terraplén, y logró encaramarse. Se sentó con una expresión de total felicidad, y empezó a balancear las piernas en el aire.
—¿Viste cómo pude hacerlo? —me dijo.
—Bárbaro. Ahora te juego una carrera.
Corrimos por un rato de una punta a otra del parque. Cuando volví al banco donde estaba Ana, me derrumbé, cansado y pleno. Fernando se sentó en el pasto al lado nuestro.
—¿De veras vos eras amigo de mi papá? —me preguntó, clavándome los ojos.
Eludí la respuesta. —Vamos a salir a pasear muchas veces —le dije—. Vamos a salir a pasear muchas veces los tres.
—¿Ya te vas? —adivinó Fernando con tristeza.
—Tengo que irme —cobardemente opuse a la confianza ilimitada que él había depositado en mí, esa excusa adulta e inverosímil—. Pero vamos a vernos mañana mismo, ¿estamos?
—¡Estamos! —dijo Fernando, parándose y lanzando al aire su grito de guerra: Ahó… oooó… oooó. El grito siguió sonando en mis oídos cuando volví al café donde el comisario inspector estaba esperándome, Y seguía sonando cuando empecé a contarle el argumento de la ópera escrita, a medias, por Fernando de Bree.