Esta vez me abrió la puerta Frau Verbotten, el ama de llaves de María Inés e institutriz de su hijo Fernando de Bree: era una inmensa mole wagneriana que parecía ocupar todo el espacio disponible en el pent-house. De su cuello, colgaba un enorme medallón, emblema de la orden de las Hijas de Wotan, tallado en piedras negras y verdes y rodeado de esmeraldas con forma de pájaro. Un pájaro proveniente de otros mundos, regidos por dioses más antiguos y crueles que los nuestros.
No existía en el universo nadie más a propósito para vigilar la composición de la ópera, ni tampoco lugar más apropiado que el pent-house de María Inés. Estaba tal como yo lo había dejado, incluyendo el par de piernas asomando debajo de la Rodhodendra Mastabus, geológicos helechos del terciario. Había poca luz, flotaba en el aire una curiosa sensación de penumbra que chocaba contra la luminosidad del aire que venía de la terraza, donde se adivinaba el invernadero. Expliqué que quería ver al pequeño Fernando, autorizado por la mismísima María Inés.
—¡Fernando! ¡Fernando! —gritó Frau Verbotten desde su walhalla particular, con vozarrón de héroe.
—Déjeme a mí —dije, asustado, y me interné en la casa. Rocé la Rodhodendra sin que el par de piernas se moviera, y accedí a un corredor silencioso que me obligó a caminar en sigilo. Probé un par de puertas: la primera se abría a un prodigioso dormitorio matrimonial, decorado con brutales rayas amarillas y negras desde el piso hasta el techo, sábanas y colchas incluidas. La segunda puerta después de un recodo del pasillo daba a un dormitorio más pequeño, donde se veían las trazas de la titánica lucha entre el espíritu infantil y el ímpetu mastodónico de María Inés: cajas de pinturas y oboes alternaban con tímidas revistas de historietas, una máquina de escribir, un equipo reproductor de alta fidelidad y un diseño en perspectiva del complejo polideportivo se mezclaban con las piezas dispersas de un meccano. Una caja de autitos de juguete desaparecía casi bajo una pila de partituras.
Por lo visto, Fernando había aprovechado la ausencia de su madre para interrumpir sus deberes creativos. Encima de la mesa de trabajo, la apretada escritura se interrumpía de repente sobre el papel pentagramado.
—¿Y adivina cuál era el título de la ópera? —pregunté.
—Boris Godunov —contestó sin vacilar un instante el comisario inspector—. Por un lado entronca con la literatura rusa, que está de moda en esta historia, y, por el otro lado, muestra que Fernando está copiando óperas famosas en lugar de escribirlas él mismo, lo cual, sin duda, es un rasgo de inteligencia.
—Y de paso burla las intenciones de su santísima madre, a quien usted tanto aprecia. Pero no. El título era: «La saga de Ramiro de Bree», letra y música de Fernando de Bree.
Me entretuve leyendo el argumento de la truncada ópera, y luego salí por la puerta-ventana que daba a la terraza del piso veinticinco, y crucé la entrada del mitológico invernadero.
Me interné en los corredores flanqueados por las plantas extravagantes, combinadas con mycaendra bonitae y azaleas. Afilados polítopos de hojas acanaladas me interrumpían el paso una y otra vez, hasta que logré encontrarlo. Un chico de diez años, lánguido como la adolescencia que ya parecía amenazar en él, estaba parado delante de un ficus predilectocus, que se enredaba sobre una magnolia perorata amenazada por tres plantas carnívoras.
—Fernando —silbé bajito—, Fer, Ferny.
El chico se sobresaltó, y me miró con miedo, con ojos que parecían salidos de la profundidades de Bree.
—¿Quién es usted? —preguntó con la más infantil de las voces—; ¿qué quiere? —retrocedía, escondiéndose entre los potus y las Afgalia, de dulces tallos, suaves como juncos, apartándose de las maccabea tiphoidea, que se tendían para devorarlo.
—Soy… un amigo de tu papá —inventé—. Fer, no me tengas miedo, soy también un amigo tuyo.
Fernando corrió hacia el fondo del invernadero, y se ocultó detrás de una hilera de árboles frutales que rodeaban un arrayán.
—Soy amigo de tu mamá también —dije, acercándome—, juguemos.
Fernando se escondió detrás del tronco de una palmera liberata, protegida por azaleas gigantes. —Yo no tengo amigos —dijo.
—Yo quiero ser tu amigo —dije—; yo voy a ser tu amigo. —Fernando se trepó a la altísima rama de un roble, y se quedó allí, balanceando las piernas.
—¿Vas a la escuela? —pregunté.
—Mamá dice que la escuela es para tarados —dijo Fernando—. Frau Verbotten me enseña todo lo necesario.
—Ah, ah —dije—, ¿y no te gustaría que charláramos un rato? ¿Que jugáramos un rato al fútbol?
Fernando seguía hamacándose en lo alto del roble. Los árboles que componían el techo del invernadero, en ese sector configuraban un tupido bosque.
—¿Qué le pasó a mi papá? —preguntó Fernando—. ¿Usted sabe, señor, lo que le pasó a mi papá? Nadie me lo quiere decir.
—Es difícil de explicar —susurré—. Fer, Ferny, bajá de ese árbol. Quiero que conversemos.
—Quiero que me digan lo que le pasó a mi papá —dijo Fernando tercamente—; quiero saber lo que le pasó a mi papá.
En ese momento se agitaron los helechos precámbricos que custodiaban la entrada. Me refugié detrás de una higuera que apenas sobrevivía (y solo gracias a Juana de Ibarbouru) entre un pandemónium de nenúfares aéreos.
—¡Fer! —la voz de Ana rebotó como un soplo de cristalino lunfardo entre todas esas plantas latinas y carnívoras, inundando el invernadero. Fernando saltó desde la rama del roble y corrió hacia ella sobre el tapizado de pasto macrobiótico. Yo también me creí con derecho a hacer mi aparición.
—¡Vos aquí! —dijimos al unísono.
—Siempre vengo —dijo Ana—. Soy su amiga, ¿no es así, Fer? —y Fer asintió.
—Yo quería hablar con el chico —dije.
—Siempre lo sacábamos a pasear con Enrique, arrancándolo de las garras del arte —dijo Ana—. Ahora vine a ver cómo estaba, y por lo visto Frau Verbotten no tiene todavía instrucciones de cerrarme la puerta en las narices. Fer —le dijo Ana—, ¿salimos un rato, con Ricardo?
Fernando se arrojó sobre ella, la abrazó y empezó a llorar como un loco. —¿Qué le pasó a mi papá? —decía—; ¿dónde está mi papá?
—Calmáte, querido —dijo Ana, y siguió hablándole en voz baja. Fernando no dejaba de llorar. Quise dejarlos solos, y salí a la terraza.
Un manzano que estaba junto a la entrada, repentinamente floreció. Vi cómo los azahares se disgregaban, se convertían en muñones y crecían hasta hacerse manzanas rojas y brillantes. Arranqué una y empecé a comerla.
Al rato vinieron. Fernando también mordisqueaba una manzana, y parecía haberse calmado, absorbido por completo en el fruto rojo: en el río de los pequeños acontecimientos, que ya empezaba a arrastrarlo. Nuestras dos manzanas brillaron: dos frutas idénticas, bajo un único sol, que contemplaba con indiferencia la muerte y la desgracia.
—Bueno —me dijo Ana, cansada—. Por ahora se calmó. Vamos a bajar un rato al parque.
Pero no era tan fácil salir. Frau Verbotten obstruía todo el ancho de la puerta, como una masa descomunal que impedía cualquier fantasía de fuga. El medallón de las Hijas de Wotan lanzaba destellos amenazadores.
—¡A componer la óperra! —bramaba Frau Verbotten—. ¡A terminar la óperra!
—Le advierto que estoy armado —fanfarroneé—. Así que apártese —ni se inmutó.
—No se puede salirrrrrrr —rugía—. ¡A terminar la óperra!
—Dejáme, yo sé cómo dominarla —dijo Ana, y deslizándose hacia un aparato estereofónico, empezó a revolver unos discos. Un momento después los acordes de la Cabalgata de las Walkyrias inundaron el pent-house. Frau Verbotten se sumergió al instante en un trance hipnótico, que aprovechamos para escabullirnos.