—Y ahora viene una parte crucial —dije—: la caída de Bree.
Como ya vimos, había dificultades crecientes entre la ciudad de Bree y el gobierno nacional. Sin que se conocieran los motivos precisos, la familia era hostilizada, regla a la que no escapó, por cierto, Federico Alejandro. Sin que se supiera de dónde provenían, se planteaban en forma reiterada dificultades rarísimas y ridículamente formales sobre títulos de propiedad y asentamiento de colonos, emplazamiento e historia de Bree, violentas críticas sobre las prácticas de sabiduría hermética que se realizaban en el Observatorio Solar, exigencias insolentes, por parte de las autoridades provinciales, de que una comisión de notables inspeccionara las bibliotecas de la ciudad, intimaciones a los científicos para que se presentaran ante los tribunales de justicia.
—Me imagino de dónde provenían —dijo el comisario inspector.
—¿Y de dónde provenían?
—De las editoriales españolas, por supuesto. ¿No le parece lo más lógico?
—Allá usted.
—Además, hay una cosa sorprendente, ¿no le parece? Y es que un gobierno terreno pudiera algo contra civilizaciones mitológicas, galácticas o aun semigalácticas.
—Tiene razón —dije—. Es sorprendente, pero supongo que alguna explicación encontraré. No creo que las potencias estelares, y eso suponiendo que no haya aquí algo de exageración, quisieran comprometerse con el gobierno argentino. En todos los relatos de ciencia ficción, sólo tratan con el secretario general de las Naciones Unidas. Es lo que haría yo si fuera una civilización galáctica y tuviera que enfrentarme con el Ministerio del Interior, por ejemplo.
—Déjese de divagar —dijo el comisario inspector—. La verdad, no me lo imagino a usted como una civilización estelar y, además, me parece que la cosa está yendo demasiado lejos. Usted quiere convertir un sencillo caso policial con derivaciones mitológicas, en un problema de ciencia ficción que puede arrastrarnos a una guerra de las galaxias. ¿No le alcanzó con la guerra de las Malvinas? Así que vuelva donde estaba.
Ante la gravedad de la situación, Federico pidió y obtuvo una entrevista con el mismísimo presidente de la nación, pero todo fue inútil. Por un infame decreto sin validez legal (ya que no fue tratado por el Congreso) se decretaron de utilidad pública todas las tierras, edificios y adyacencias de la ciudad de Bree, y se designó a un oscuro funcionario, cuyo nombre la historia borró para siempre, para que viajara a tomar posesión de lo que ahora era patrimonio de la República.
La respuesta fue fulminante. El funcionario nunca pudo cumplir su misión, porque aun antes de que se pusiera en camino, Bree fue abandonada. Los habitantes de la ciudad se dispersaron por el país y por el mundo, que es ancho y ajeno, como se sabe, sin que se pudiera jamás averiguar su paradero. Todos los caminos, los mapas y los datos que pudieran conducir a Bree fueron destruidos ante los ojos de los hombres. La ciudad desapareció de la historia y de la geografía nacional.
Y a partir de ese momento, como una postrera venganza hacia el país que no había sabido comprenderlo, el Paraná Medio fue un río imprevisible, con crecidas sorpresivas que inundaban las provincias del Litoral.
La ciudad de Bree, o lo que quedaba de ella, fue buscada con ahínco y desesperación, con la misma tenacidad insensata con que cien años antes los bandos en lucha de las guerras civiles establecían largas treguas para buscar codo con codo el Paraná Medio. Fue buscada con la furia desesperada de un país agrícola que le da más importancia a la vida de sus animales, a la crecida de los ríos y al poder siempre presente de sus vientos, que a las pasiones de los hombres. Cientos de aventureros se dejaron tentar por los tesoros de la ciudad, del mismo modo que cuatro siglos antes su remotos antepasados soñaban con las riquezas de Eldorado entre los recovecos de las fiebres tropicales.
Se efectuaron reconocimientos aéreos y pruebas con fotografías que captaban los matices más inverosímiles del espectro. Miles de hombres fueron lanzados en paracaídas sobre el posible emplazamiento, con la esperanza de que la casualidad o el azar de los vientos condujera a alguno de ellos hacia la ciudad inaccesible. Las costas del Paraná Medio fueron analizadas milímetro a milímetro en busca de las mitológicas rampas de piedra. Y contaban los habitantes del Litoral que cada vez que una de las expediciones enviadas en busca de la ciudad desaparecida retornaba, destrozada y ansiosa, se oían a lo largo del río las risas lúgubres de los científicos de Bree, que llenaban de espanto el corazón de los hombres.
Y así terminaron —¡oh dioses!— el mito y la ciudad de Bree.