El lugar era magnífico: casi media manzana de la mejor zona de Acasusso, entre la avenida Libertador y el río. Era un chalet de dos plantas antiguas, entre jardines y parques que las hacían parecer pequeñas. Atravesamos los grupos de gente arracimada en la verja de entrada, vimos dos o tres patrulleros amontonados a la buena de Dios, caminamos por un senderito de grava adornado de pequeñas flores que crecían a la sombra de un gigantesco invernadero. Hacia la izquierda se veía una pileta de natación y una cancha de tenis a medio terminar, con parte del alambrado caído sobre las piedrecitas rojas. Sobre el cantero que flanqueaba la entrada al chalet, una cortadora de pasto se erguía inmóvil, como sorprendida en medio de algún sortilegio. Dos grandes puertas de madera imitación Bernini abrían paso a un interior de película que me asaltó como una ráfaga de envidia. Esto es lo que yo necesito, me dije: una casa así, un living así, una vida en paz, el orden básico que hace falta para escribir una novela, acábela con su novela, dijo el comisario inspector. Los sillones se distribuían como personajes alrededor de una enorme chimenea. Algunas armas en desuso colgaban de las paredes, alternando con cuadros de poderosas firmas. Sobre la repisa de la chimenea, plaquetas y trofeos proclamaban triunfos deportivos con cierta artificialidad. Y en el centro de la alfombra, rompiendo o creando ese preciado equilibrio, un cuerpo tendido en el piso, cubierto con una sábana; parecía un matambre arrollado en posición fetal, un muñeco detenido de repente en un ademán de súplica. Pobre tipo, dije yo.
—Mírelos, mírelos —dijo el comisario inspector, señalando a los policías de diversos grados y colores que pululaban por el living—. Mírelos ahí, tomando impresiones digitales. La verdad es que me dan lástima. —Al advertirnos, un policía con insignias se desprendió del menjunje y vino hacia nosotros.
—Viene a presentar su informe —dijo el comisario inspector—. Qué se le va a hacer. No hay más remedio que escucharlo y seguirle la corriente.
—Permiso —dijo el policía con insignias—. Lo del suicidio no parece nada claro.
—¿Cómo se produjo la muerte?
—Una herida de bala, en la cabeza, pero…
—Así es como muere la gente —dijo el comisario inspector—. Una bala, una pequeña bala, que apenas cabe en la mano. —El policía lo miraba atónito. Las insignias colgadas del uniforme tenían algo ridículo, como el símbolo de una autoridad pasada de moda—. ¿Se pudo determinar la hora?
Se adelantó un forense totalmente insignificante, tan insignificante que volverá a aparecer en el curso de los acontecimientos. Un triste forense que andaba por ahí, dando vueltas en su propia insignificancia.
—Hará unas tres horas. Para confirmarlo, naturalmente, habrá que esperar la autopsia.
—¡La autopsia! —se escandalizó el comisario inspector—. ¡La autopsia! En este país todo el mundo se cree Quincy.
Pobre forense, dije yo.
—¿Y por qué dudan de que haya sido un suicidio? —pregunté.
—Hay indicios de lucha. Mejor dicho, recibió una buena paliza inmediatamente antes. Aunque para la gente de la casa se trate de un suicidio sin lugar a dudas, no parece muy convincente.
—Tienen el arma, naturalmente —dijo el comisario inspector.
—No señor, no la encontramos.
—Ustedes nunca encuentran nada.
—Entonces, la hipótesis del suicidio es un disparate —dije.
—En efecto. Además, se escucharon varios disparos, según el testimonio de los vecinos. Y encontramos un segundo proyectil incrustado en el marco de aquella ventana.
El comisario inspector miró distraídamente hacia la ventana en cuestión y bostezó ruidosamente.
—¿Lo mandaron al laboratorio?
—Todavía no, señor. Lo estábamos esperando a usted.
—Entonces, mándenlo, y que lo comparen con los archivos que tienen, si es que todavía les queda algún archivo. Total, para lo que va a servir.
—¿Y quién era? —pregunté—. ¿Qué se sabe de él?
—Ésa es una pregunta inteligente —dijo el comisario inspector—. Hasta cierto punto, es importante saber quién es el muerto, si uno quiere averiguar quién lo mató, y si es que no se mató por su cuenta —y dirigiéndose al policía de las insignias—: ¿Ya hicieron la ficha del occiso?
La palabra occiso me produjo un íntimo rechazo, pero no tuve tiempo de intervenir para cambiarla. Lo escrito, escrito está.
—¿Qué importa cómo se diga? —el comisario inspector simuló ofenderse—. Occiso, muerto, fiambre, cadáver. Al final, todo es lo mismo.
—Se llamaba Enrique de Bree —entonó el policía con voz gangosa—. Tenía treinta y seis años. Divorciado de María Inés Bustamante y Bulnes. Un hijo de diez años. Dueño de una agencia literaria, y millonario.
—Qué interesante —dijo el comisario inspector—. A ver, a ver, a ver la ficha de este niño mimado de nuestra sociedad —escamoteó el papel de las manos del policía—. Un millonario de treinta y seis años, qué tal. ¿Por qué se suicidarán estos tipos?
—¿Le dice algo el nombre Las Glorias de Bree?
—Claro que me dice. Es una editorial y una agencia literaria bastante importante.
—¿Quién más vive en la casa?
—La madre, señor. La señora Elizalde de Bree, y la servidumbre: tres mucamas, una cocinera, un chofer y dos peones para tareas generales.
—Me imagino que los interrogaron. Al fin y al cabo, eso es lo único que ustedes saben hacer.
—Sí, señor, pero no sacamos nada en limpio. Todos insisten en que fue un suicidio, y de ahí no se mueven.
—Rara unanimidad —dijo el comisario inspector—. Rara unanimidad entre las clases populares y la gran burguesía.
—Dicen que ni siquiera oyeron el disparo.
—Eso es bastante clásico, ¿no le parece?
—Sí, claro —el policía con insignias parecía confundido.
—¿O más bien neoclásico?
—Pue… puede ser.
—¿Barroco tal vez?
—Marroco —el policía con insignias eligió al azar— ma… rroco.
—¿No le dije? —el comisario inspector estaba contentísimo—. Hoy está todo contaminado. Las teorías lacanianas prendieron en la policía, y desde entonces, así funcionan las cosas. ¿A usted le parece?
Contesté que no me parecía.
—¿Algo más?
—Sí, señor. En la alfombra —todos miramos la alfombra, como cumpliendo un ritual—, además de las manchas de sangre…
—Las consabidas manchas de sangre —corrigió el comisario inspector—, no se olvide, las con-sa-bi-das manchas de sangre.
—Las manchas concebidas —tartamudeó el policía, persignándose—, sí, consabidas las manchas, hay otra mancha, también concebida, que parece antigua y que nos llamó la atención.
—¿Y qué le importan a usted las manchas antiguas? —se enojó el comisario inspector—. Pero ya que estamos, saque la alfombra y mándela al laboratorio. ¿Vio? —me dijo—. ¿Vio qué eficiencia? Todo va derechito al laboratorio, como en las series norteamericanas. ¡Y les parecía barroco! ¡Dios mío! —se dio vuelta hacia el policía—. ¿Y el resto? ¿Echaron un vistazo por la casa?
—No, señor, no todavía.
—Bueno, entonces vayan y regístrenla. Pero así nomás, ¿eh? Nada de revisiones exhaustivas, que no hacen más que complicar las cosas.
Mientras los policías se iban escaleras arriba a cumplir la orden, el comisario inspector se sentó en un sillón y encendió un cigarrillo. Daba la impresión de estar concentradísimo en el asunto, pero yo sabía que ni remotamente estaba pensando en la escena que teníamos delante.
Subí a practicar mi propio registro. El piso de arriba era de una simetría exasperante: un pasillo lo recorría como una espina dorsal. Los cuartos que daban a ambos lados me parecieron vacíos y convencionales: en uno de ellos sorprendí a los policías guardando objetos en un canasto de mimbre; por lo visto, los límites entre lo exhaustivo y lo así no más son difíciles de establecer. Abrí una puerta al final del corredor: en una cama, una mujer de edad roncaba rítmicamente, como en un delirio mesiánico. A su lado, dos mujeres jóvenes se inclinaban como adeptas. Pero el rito no era difícil de adivinar: la habitación apestaba a whisky. El cuarto de al lado era el escritorio del muerto. Había dos bibliotecas en perfecto orden, y sobre la mesa de trabajo un par de carpetas abiertas. En una decía: Verídico informe sobre la ciudad de Bree. En la otra: Documentos para el verídico informe sobre la ciudad de Bree. En ese momento, entraron los policías. Forcejeamos un rato por las carpetas, pero al final me las arrancaron y las metieron en el canasto. Cuando bajé, caminaban detrás de mí, siguiéndome como espectros de la ley.
El comisario inspector se levantó de su sillón sin demostrar interés ni apuro.
—Qué rápido ese registro —comentó—. ¿Encontraron algo? —Los policías señalaron el canasto de mimbre sintiéndose humillados, despreciados.
—Humillados y ofendidos —corrigió el comisario inspector—. Dostoievsky, como usted lo sabe —los ojos de los policías y del forense brillaron con la conclusión: Dostoievsky era el asesino, prima facie. Todos reconocieron y admiraron la rapidez deductiva del comisario inspector.
—A ver, a ver, vamos a ver qué maravilla encontraron —el comisario inspector vació el contenido de la canasta sobre el piso. Los tesoros policiales rodaron en una apretada mezcla. Una colección completa de pipas de espuma de mar, un cortaplumas enchapado en plata, una computadora de bolsillo sin pilas, una camisa algo deshilachada, doce pares de zapatillas de tenis, siete cajas de fósforos sin usar, un encendedor con monograma, un traje completo de andinista, un ejemplar del Antidühring, un mazo de cartas con misteriosos signos, un lápiz automático y las dos carpetas. La sirena de una ambulancia perforó el aire húmedo y caliente. Nos detuvimos, expectantes. Sólo el cadáver se quedó quietecito, impasible, encerrado en su propia muerte. Dos camilleros entraron con parsimonia, y con ellos entró algo del aire de afuera. La luz, del jardín.
El comisario inspector rompió el encanto. —¡Doce pares de zapatillas! ¿Para qué puede querer alguien doce pares de zapatillas de tenis, quiere decirme? Cómo andarán las cosas, si lo único que se encuentra en la casa de un hombre asesinado son zapatillas y pipas —dijo, optando en forma pública por el asesinato—. Lleven todo al laboratorio. —Como respondiendo a la orden, los camilleros recogieron el cuerpo y lo sacaron. Viendo cómo se lo llevaban, no pude dejar de sentir cierta desazón ante ese desconocido, cuyo cuerpo inmóvil había asistido en un silencio hermético a las policiales ceremonias de su muerte. Pobre occiso, dije yo.
—Un momento —interrumpí a los policías que estaban llenando de nuevo el canasto de mimbre—. Hay algo que quería mirar.
—¿Quiere un par de zapatillas de tenis? ¡Cómo no! Elija nomás.
—Quiero las dos carpetas.
—¿Dónde las encontraron?
—Sobre el escritorio del occiso, señor —dijo uno de los policías, mirándome con odio.
—¿Bien a la vista?
—Bien a la vista.
—Mmmmmm —dijo el comisario inspector—. Ustedes sí que son hábiles. Y bueno. Vamos a ser ecuánimes. Mitad y mitad. Una de las carpetas para el laboratorio, y la otra para el señor —ante la mirada sorprendida y algo derrotada de los policías, explicó—, quiere ser escritor, busca argumentos, me sigue a sol y a sombra a ver si encuentra algo. Bien, elija una de las dos.
Después de un instante de vacilación opté por el Verídico informe. El comisario inspector levantó los ojos al cielo de madera del chalet. —Zas —dijo—. Me temo que empezó la novela. Y estas novelas se sabe cómo empiezan, lo que nunca se sabe es cómo, y sobre todo cuándo terminan. No debería dejarle esa carpeta. Pero como yo no tengo nada contra la literatura, puede quedársela. Al fin y al cabo, la literatura es sólo una de las formas en que se manifiesta la inutilidad, y yo, como buen policía, soy un enamorado de lo inútil. A ver, ustedes —encaró a los policías, que escuchaban sin poder creer lo que escuchaban—, junten las zapatillas y las pipas para que las examinen nuestros geniales expertos del Departamento, así después nos cuentan sus brillantes conclusiones.
Con reverente temor, los policías alzaron el canasto y salieron protestando. —Si ya se sabe que fue Dostoievsky, para qué tanto lío —decían en voz baja.
Pobres canas, dije yo.
—¿Y? —preguntó el comisario inspector—. ¿Qué piensa de todo esto?
—Que si se trata de un suicidio, tenemos que explicar por qué desapareció el arma, y que si se trata de un asesinato, tenemos que explicar por qué desapareció el asesino.
—Brillante conclusión. Perfecto. Me parece que esto es todo por ahora.