Me desperté sin saber dónde estaba. Ajusté los ojos a la nueva situación: el dormitorio extraño me pareció familiar, luego más familiar, reconocible después. El vestido azul se extendía sobre un silloncito de mimbre, mi ropa estaba apilada sobre una silla rústica, en el otro extremo. Dos arlequines de Picasso bailoteaban desde la pared de enfrente. Junto a los arlequines había un niño pequeño, vestido de gris. Los arlequines lo habían arrancado de sus desventuras, y ahora lo llevaban a través del desierto para venderlo en un circo lejano. Me revolví en la cama a la búsqueda de deliciosas sensaciones. Adormilado, me vestí a medias. En la cocina, se calentaban la leche y el café. Sentada a la mesa, vigilando el fuego, Ana leía el manuscrito. ¿Entonces era ésta la ciudad dorada?
—Me gusta —dijo Ana por sobre tostadas untadas con manteca y copioso dulce, parte del cual flotaba ambiguamente sobre la superficie telúrica del café con leche—. Me gusta casi todo.
—¿Y qué no?
—La historia de las dos hermanas, Beatriz y Leonor Omarman, es muy enrevesada.
—Pero es así como fue.
—Está bien, pero en beneficio de la lectura, te propongo una solución más novelesca: dejar sólo a una de las dos.
—Sea —dije—. ¿Cuál?
—Leonor.
Me alcanzó la carpeta por encima de la mesa. Pasé las páginas y taché simbólicamente el nombre de Beatriz Omarman, que desapareció para siempre de esta historia, para la cual es lo mismo que si no hubiera existido nunca. No la busquen, entonces. No está. Y es la única corrección que me permití.
Ana me miraba complacida, atravesando ese prístino y copioso desayuno. — Dentro de un rato tengo que estar en la editorial. Me da mucha risa, ¿sabés?, verlo al pobre Lapaña desmayado ahí, en el medio de la oficina. Los empleados lo miran con terror casi sagrado. La esposa viene todos los días con diversos médicos, pero no se deciden a trasladarlo a ninguna parte.
—Pobre tipo. Al fin y al cabo, sólo es una víctima más de la literatura —hice una pausa—. Como yo.
Ana estiró una mano hasta la tostadora, la prendió, esperó expectante hasta que una rubia tostada saltó como un milagro olímpico de la era industrial y la tecnología japonesa. — ¿Por qué vos?
—Soy un detective con su novela a cuestas, y lo malo es que la novela y las cosas que pasan se mezclan de una manera horrenda.
—¿Horrenda? —fingió escandalizarse Ana—; por ahora no me parece que la novela se vuelva demasiado horrenda por cuestiones de mezclado, por los últimos sucesos al menos.
—La parte nocturna no figura —dije, hundiéndome en el café con leche, que para mí siempre tiene sabor a infancia—. Es lo único que me guardo para mí.
—No te quejes de la vida. Creo que las cosas te van más o menos bien. Ya encontraste qué escribir, y ya encontraste quién te lo publicara. ¿O no?
Ensayé una débil defensa. — No es sólo el problema de publicar.
—Vamos —dijo Ana—. Dejá de poner cara de intelectual lúcido, que duda del comunismo y del futuro dorado de la humanidad y se da cuenta de que el presente es lo único que queda.
—Yo no dudo del futuro dorado de la humanidad. Dudo de mi futuro.
Ana me dio un beso en los labios. —Tu futuro inmediato está allí —dijo señalando la carpeta—, y el mío en mi condenado escritorio de Las Glorias de Bree. Y el más inmediato todavía en la ducha. —Se alejó hacia el baño humeante de vapor con pasos de diosa homérica. Yo me dediqué a borrar del manuscrito todo rastro de Beatriz Omarman. Abandoné el café con leche infantil y me serví un café negro y espeso, que destilaba madurez. Cuando Ana salió de la ducha, me arrastró nuevamente a la cama, con perfecta conciencia de que estaba repitiendo el párrafo en que la Chola arrastró nuevamente a la cama a Federico, capítulos atrás.
Más tarde, prendí un cigarrillo y se lo pasé a Ana, luego encendí otro para mí. La vida, pensé, en última instancia, se compone de pequeños cigarrillos que se fuman en circunstancias diferentes. Uno para la vida, uno para la muerte, y así.
Salimos. La ciudad empezaba a prepararse para el día. Ana me dijo: —Nos vemos esta misma noche. A las ocho, en la ópera —chistó un taxi y se fue.