La gente brotaba del cine en oleadas confusas. Salían formando grupos compactos, que se apretujaban entre ellos, protegiéndose los unos a los otros como un ganado inerte y ya sin vida. Un gran cartel anunciaba «La elección de Sofía», y debajo de las letras torneadas, y del nombre de los actores, y de los Oscar, se recortaba Meryl-Streep-Sofía, eligiendo, contra un fondo de barracones de Auschwitz. El comisario inspector se desprendió de la multitud, deslizándose, con una cierta aureola de invulnerabilidad, entre el amontonamiento silencioso. Lo abordé con precipitación.
—Necesito pedirle un favor.
—Ajá.
—Esta noche tengo que encontrarme con mi editora.
—¿Esta noche? —dijo el comisario inspector—. Usted sí que corre rápido.
—Se hace lo que se puede —traté de aparentar modestia—, pero, por favor, por favor, desdesmáyelo, sálvelo a Lapaña. Si no, peligra mi novela.
—Déjela que peligre —dijo con indiferencia—. Toda la literatura universal se basa en el peligro. ¿Acaso Gide no rechazó «A la búsqueda del tiempo perdido»?
—Rechazarlo fue una pérdida de tiempo —quise parecer ingenioso— ¿lo va a salvar a Lapaña?
—No lo creo. ¿Va a sacar el párrafo ignominioso sobre el sillón, y que yo no pensaba?
—Entiéndame, no puedo sacarlo así nomás —supliqué—, es el arte el que está en juego.
El comisario inspector no ocultó una expresión desdeñosa, no sé si sobre el arte o sobre mí. — ¿Quiere un café?
—Claro, claro, yo lo invito —me apresuré. Entramos en un café algo modernoso, con grandes ventanales verde oscuros que se volcaban sobre la avenida.
—¿Y qué pasó con Leonor Omarman? —preguntó súbitamente el comisario inspector mientras probaba su café.
—¿Y yo qué sé lo que pasó con Leonor Omarman? O mejor dicho: ¿cómo quiere que lo sepa?
—Ah, no sé, a veces usted da la impresión de saberlo todo. ¿Y Federico? ¿Qué pasó con Federico?
—De eso puedo decirle un poco más, pero ¿lo va a resucitar a Lapaña?
—Usted dígame. Yo después decido —el comisario inspector terminó su café y pidió otro.
Federico Alejandro, pues, expulsado de su ciudad natal, llegó a la nuestra de Santa María de los Buenos Aires. Pero ocurre que Federico no sólo había perdido su ciudad, sino que también había perdido a Leonor. No podemos saber qué extraños mecanismos actuaron en su mente no habituada aún a este nuevo escenario, pero lo cierto es que uno de sus primeros actos en la capital fue concurrir a un prostíbulo de la calle Junín, que gozaba de justa fama en todo el territorio de la patria.
—No es muy difícil imaginarse esos extraños mecanismos —comentó el comisario inspector.
—¿Qué le parece? Así enganché las cosas y todo encaja: ahora sabemos lo que buscaba Álvarez en la calle Junín. Estaba rastreando los pasos perdidos de Federico.
El comisario inspector me dedicó una mirada burlona. —Tendría que haberlo hecho mejor —dijo—. Piense que se trata de un barrio comercial. Imagínese si a cada señora que va a comprarse un vestido le dijeran que está entrando en un prostíbulo.
—Álvarez no fue a comprarse un vestido.
—Ya lo sé. Pero nuestro ponderado commendattore entró en un lugar cualquiera. De lo cual podemos deducir, sin ninguna sombra de duda, que una señora que entra en un lugar cualquiera a comprarse un vestido, está entrando, efectivamente, en un prostíbulo. Siempre que ese lugar cualquiera quede en la calle Junín, claro está.
Me quedé callado, sin saber si creer, o no creer, o qué. A través de los vidrios, Corrientes parecía verde.
—Me parece claro como el agua —remató el comisario inspector—, así que no me venga con razonamientos retorcidos.
—De ninguna manera —dije—. No quiero enturbiar su lógica cristalina. Pero como usted sabe, pretendo actuar científicamente, y, en consecuencia, estoy acostumbrado a la duda y a la imperfección. La policía ve las cosas desde otro ángulo: exige que todo sea preciso y claro. Y en eso se parecen a los filósofos, a los poetas y a los militares.
—Y no se olvide de los ingenieros —dijo el comisario inspector—. Ni de los curas.
—En el prostíbulo de la calle Junín, Federico conoció a una prostituta a quien apodaban la Chola y que le hizo experimentar, con igual y misteriosa intensidad, las delicias del amor que hubiera debido sentir en el lecho nupcial de Leonor Omarman. Federico (que seguramente buscaba borrar por medio de un acto sórdido la nostalgia de un acto sublime) fue víctima de la sorpresa que genera siempre la repetición de los actos aunque hayan cambiado los lugares y los personajes. Federico dijo a la Chola que de ninguna manera podía dejar de agradecerle que hubiera calmado de aquella manera extraña y fatal las urgencias de su cuerpo. Ella le pidió entonces una colaboración a beneficio de una red de escuelas en las márgenes del Paraná Medio, y Federico le prometió una generosa donación. La Chola, conmovida por este desprendimiento en pro de la cultura, arrastró nuevamente a Federico a la cama, donde le hizo conocer secretos nunca revelados de su difícil y noble profesión. Federico, impresionado por esta lección de amor, se enamoró perdidamente de ella.
—Como usted de Ana.
¿Como yo de Ana? La verdad es que no sabía si estaba perdidamente enamorado, aunque tenía la rara sensación de estar o enamorado o perdido. ¿Qué sería mejor? Por las dudas, no dije nada y volví a Federico.
Federico se propuso (y logró) rescatar a la Chola del prostíbulo y se instaló con ella en un pequeño departamento cerca del centro de la ciudad. Con el correr del tiempo, la imagen de la Chola fue sustituyendo el recuerdo de Leonor Omarman: Federico llegó a pensar que había sido una suerte su expulsión de Bree, y no lograba entender cómo había sido capaz de matar a su hermano por un sentimiento que le parecía completamente chirle.
—Se acordó tarde —objetó el comisario inspector—. Hubiera sido mejor que pensara eso antes de clavar el cuchillo en el cuerpo de su «radiante y sediento hermano». Ésas son las consecuencias de la sed y la radiación, después se pasan y uno no entiende nada.
Bueno. Sea como fuere, la Chola fue la única persona en quien Federico confió verdaderamente alguna vez, aunque en rigor de verdad, Federico no supo hasta mucho más tarde todo aquello de que la Chola era capaz.
—¿Y de qué era capaz la Chola?
—No lo sé, pero supongo que si Federico no lo supo hasta mucho más tarde, nosotros tampoco lo sabremos hasta mucho más tarde.
—En fin —comentó el comisario inspector—. Esto es bastante raro.
—Tiene razón. Pero la literatura es así. Algunos años más tarde, cuando la Chola partió para Europa, durante mucho tiempo le siguieron llegando postales con los canales de Venecia, la torre Eiffel, o la torre de Pisa (o la torre de Londres, podría ser, acotó el comisario inspector) donde la Chola le comentaba con frases desvaídas las alternativas de su profesión, que para ella nunca fue más que un pretexto para reunir fondos para la instalación de escuelas a lo largo de los ríos. Y así trabajó en favor del Rhin, del Volga y del Guadalquivir, y hasta regenteó un sórdido prostíbulo en Viena para costear una cadena de escuelas a lo largo del Danubio.
—¿Solamente a lo largo de los ríos? ¿Nunca le interesó instalar una escuela en medio de una llanura, o en la montaña, por ejemplo? —preguntó genuinamente asombrado el comisario inspector.
Fui taxativo: —Solamente a lo largo de los ríos —tal vez fui demasiado taxativo.
—¿Así decía exactamente Federico Alejandro?
—Bueno —casi me sonrojé—, no… no exactamente. En… en los papeles se hablaba de «propensión escolar», y entonces yo pensé.
—Ajá —dijo el comisario inspector—, «propensión escolar». Me parece una novela muy edificante, ésta.
Las cosas fueron bien, o por lo menos parecieron ir bien, hasta que empezaron a suscitarse todo tipo de inconvenientes entre el gobierno y la familia de Federico Alejandro. Una de las primeras medidas de aquella guerra sorda e implacable fue prohibir y, por ende, paralizar el plan de construcción de escuelas a lo largo de los ríos. Lo cual tuvo un doble efecto. Por un lado, logró reconciliar a Federico con su poderosa familia, que gobernaba la ciudad de Bree. Y, por el otro, hizo que la Chola partiera para Europa. No descartemos el hecho de que las dos cosas podrían estar conectadas.
—Yo nunca descarto nada —dijo el comisario inspector—, pero no me opongo a que los demás las descarten.
—Entonces, no lo descartemos. Vayamos a la Chola. Ante la prohibición, cuando ella decidió irse, Federico intentó por todos los medios detenerla, sin éxito, más aún si se tiene en cuenta que para esa época tuvo un bebé. Y en cuanto a Federico, se reconcilió con su familia, y hasta viajó a la ciudad secreta, pero el destino de Bree estaba sellado.
—Siempre pasa así. Mucho ragón, mucho oro, bebidas sagradas, antibióticos generalizados y lo que usted quiera, pero por hache o por be, todo se va al diablo. Eso les pasa a las civilizaciones mitológicas por comprometerse con un gobierno sudamericano. ¿Usted se imagina al ministro del Interior de turno, que en una de esas es el general tal y cual censurando cada una de las piedras de oro de las calles? Totalmente imposible —el comisario inspector sacudió la cabeza—. Totalmente imposible.
—Nada más cierto —dije—. Después de la partida de la Chola, Federico olvidó y se casó nuevamente, esta vez con Beatriz Elizalde Ríos, dama de alcurnia, que empalma con los datos que tenemos, y todo el mundo en paz.
Ese matrimonio, sin embargo, estaba signado por un elemento trágico. El enfrentamiento entre el gobierno y la ciudad de Bree, entró muy pronto en el terreno de la abierta hostilidad. Pero ya es hora de que me encuentre con Ana en el restaurante. ¿No lo piensa reanimar a Lapaña? —pensé que, usando la palabra «reanimar», el comisario inspector iba a conmoverse.
—¿Reanimar? ¿Y usted cree que el asunto Lapaña se arregla tan solo reanimándolo? No me ofenda, por favor.
—No fue mi propósito. —Y tras echar una rápida mirada a través de los vidrios, Corrientes estaba ahora teñida de un verde esperanza intenso, me levanté y me fui.