—¿Y ahora qué hacemos?
—Usted, no sé —dije—. Yo, me voy a casa. Quiero seguir trabajando —traté de que la palabra «trabajando» me saliera tal como la hubiera pronunciado María Inés—. Estoy muy ansioso.
—Usted está ansioso por ver publicada una novela que todavía no fue escrita. Me parece más que elocuente sobre el futuro de nuestra literatura.
—Ana me dijo que tenía interés en verla y no puedo desperdiciar la ocasión.
—Vaya nomás —se lamentó, algo teatralmente—. Héme aquí, en el medio de una novela donde todo el mundo se llama Carlos, viniendo de seguir a un commendattore, y solo. Ya sé lo que voy a hacer. Voy a ir al cine. Voy a ir a ver «La elección de Sofía».
—Me parece muy bien; se va a divertir. —Y con el mismo gesto con que le dije hasta luego, llamé a un taxi. El taxista parecía no saber nada sobre Bree ni sobre las mitologías preexistentes. Estaba dale que dale con el aumento de la nafta, y con todas las cosas que le pasaban ahora y que no le pasaban antes, cuando trabajaba de arquitecto, así que me desinteresé de él y de su cháchara por completo, embargado como estaba por el perfume de la ciudad de Bree.
El teléfono sonó antes de que tuviera tiempo de ordenar los papeles sobre la mesa. Era Ana.
—¡Hola! —le dije, tratando de poner voz de escritor jovial y promisorio—. ¿Cómo estás?
—Bien —me dijo en un tono que traslucía a gritos que estaba mal—, tratando de manejar esta editorial que se quedó sin su timonel. Decíme: ¿qué pasó con Lapaña?
—Bueno… no lo sé muy bien. Tal vez recibió una impresión muy fuerte.
—¿No podés hacer algo? —suplicó—. Es realmente imprescindible para que la editorial funcione.
Me mató. Yo no podía hacer nada. Era como la lanza de Aquiles (nuevamente los héroes homéricos). Sólo el comisario inspector podía despertarlo. ¿Pero cómo resistir los pedidos de una diosa?
—No califique tanto —dijo el comisario inspector—. Recuerde que las diosas rara vez se entregan a los mortales.
—No te preocupes, me voy a ocupar —dije, rogando que me preguntara por la novela.
—¿Y qué tal anda tu trabajo? —preguntó, cronométricamente. Ana no pronunciaba la palabra «trabajo» como la pronunciaba María Inés, la pronunciaba de manera completamente distinta, y, sin embargo, en sus labios la palabra «trabajo» quería decir lo mismo que si lo hubiera dicho María Inés.
—Anda bien —contesté, con calculada ternura—. Justamente, estaba trabajando en eso —traté de que la palabra «trabajando» sonara como sonaba cuando la pronunciaba Ana—. Me gustaría mostrarte lo que hice hasta ahora. ¿Podríamos…? —dejé la frase en el aire para que ella la completara. De lo que viniera, dependía todo. Pero lo que vino fue bueno.
—Claro que sí —dijo Ana—. Yo me voy de la editorial a las ocho. ¿Por qué no pasás a buscarme?… o mejor no… nos encontramos a cenar, ¿qué te parece?
—Sí, claro —me corrió un escalofrío: ¿cuánto costará una cena a la medida de una asesora editorial con dos apellidos? ¿Podría pagarlo con mi anticipo de derechos de autor?
—¿Qué te parece en Guillermo Tell a las ocho y media? Me encanta la comida suiza.
—Magnífico —desfallecí.
—A las ocho y media.
—Hasta luego, entonces.
Traté de armar como fuera los capítulos siguientes, busqué un diario viejo, localicé el cine donde daban «La elección de Sofía», salí y tomé el subterráneo.