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El Commendattore tenía pinta de haberse escapado de la película «El Padrino» veinte minutos antes que terminara. Era tan gordo que costaba imaginar cómo lograba caber en una silla, fuera ésta como fuera. Una dentadura postiza de dudoso aspecto avanzaba y retrocedía en su boca como una segunda naturaleza. No parecía lo más apropiado para el negocio editorial, aunque en cierta forma me ayudó a entrar en el clima de la novela negra: agregaba un toque de realismo imprescindible para exorcizar las calles doradas y los héroes homéricos. Álvarez no era un héroe homérico ni podría llegar a serlo.

—Por suerte —dijo el comisario inspector—. Usted sabe que la policía no se lleva muy bien con los héroes homéricos. Es un problema de competencia. En la Argentina, todos los policías se creen héroes, y eso pasa, primero, por nuestra inestabilidad política, que nos arrastra a los regímenes policíacos autoritarios, y segundo, por mirar demasiadas series televisivas norteamericanas. Lo único que nos falta son héroes homéricos. Ya tenemos bastantes héroes del Atlántico Sur. La oficina de la Editorial Asturias coincidía con su augusto jefe. Hay cierto barroco y cierto manierismo en todo lo español, y la oficina del Commendattore no escapaba a la regla. Álvarez estaba sentado detrás de un escritorio mugriento, sin ningún papel encima (y ése era el barroco, ver Hauser: Historia Social de la Literatura y el Arte). De hecho, no había ningún papel en el ámbito de las cuatro paredes de la oficina (y ahí estaba el manierismo, ibídem), si se descuenta un afiche fuertemente erótico, clavado con chinches en una pared verdosa, con la parte interesante arrancada. ¿Qué publicaban? ¿Qué editaban? ¿Formularios de impuestos a los réditos, a las ganancias, a las pérdidas? ¿Instrucciones para la instalación de complejos polideportivos? ¿Novelas pornográficas barcelonesas de las últimas cosechas del destape? ¿Quijotes de todas las formas y tamaños? ¿Libritos escandalosos que luego imponían a Las Glorias de Bree? ¿Obscenos manuales de fagot? ¿Escalas y arpegios para el arpa de Carlos Mallman? Al lado del escritorio, de pie, un jovencito de no más de dieciocho años, de aspecto perverso y altísimo, se apoyaba distraídamente contra la pared. Usaba pantalones y camisa de desgastado jean azul, y muñequeras de cuero negras, con salientes y redondeadas puntas de metal. Sus manos jugaban con un cortaplumas de aspecto amenazador, que parecía ser una prolongación de él mismo. Álvarez lo presentó.

—Carlos —dijo—. Mi asesor editorial y querido colaborador.

El comisario inspector me encaró, resuelto. —¿Sabe lo que tiene de malo este asunto? —«¿Qué?» pregunté yo—. Que todos se llaman de la misma manera. ¿Cómo pretende que funcione una novela donde todo el mundo se llama Carlos? ¿No podría haber elegido otro nombre, en beneficio de la sencillez?

—Es la uniformidad que nos impone la sociedad de masas —argumenté.

—Y me trae a este tugurio mugriento —dijo el comisario inspector, paseando una mirada lastimera y hambrienta por las paredes verdosas de la oficina—. Usted se cree que está viviendo una epopeya y sólo está construyendo una historia absurda, donde todas las cosas son mentira y todos los personajes se llaman Carlos. ¡Su asesor editorial! ¿Usted pretende que alguien se lo crea?

—Silencio —interrumpí—. El commendattore quiere hablar.

Álvarez había pescado la apreciación no del todo elogiosa sobre su oficina, porque dijo:

—Bueno. Tal vez tendría que disculparme por el estado… en fin… aquí no nos preocupamos por los aspectos formales de las cosas… El universo sensible, ustedes lo saben mejor que yo, no es más que una vana apariencia.

—Ajá —comenté.

Y nosotros buscamos las esencias —siguió Álvarez—; no los perfumes, claró está —obviamente, el sentido del humor no era uno de los fuertes del commendattore—. Trabajamos con esencias, con el ser profundo y verdadero de las cosas.

—¿Y a qué se dedican?

Álvarez hizo un ademán que podía abarcar el universo entero.

—Libros —dijo— y trámites de libros. Cumplimos una misión muy importante.

—Ya lo creo —intervino el comisario inspector—. La vida de la gente, y en especial la de los escritores, se agota en trámites, y libros, que sólo sirven para resolver eficazmente otros trámites, y libros. Sólo la policía, que odia los trámites, escapa al círculo vicioso.

—Veo que me comprende —dijo Álvarez—. Cuando alguien tiene problemas de libros, o de trámites de libros, acude a nosotros.

—¿Y quiénes somos nosotros? —pregunté.

—¿Que quiénes somos nosotros? —Álvarez hizo un gesto de sorpresa que bien podía pasar por auténtico, y la dentadura postiza bailoteó en su boca la danza del asombro—. Él —señalándolo a Carlos—. Y yo —señalándose a sí mismo— y ustedes —señalándonos obviamente a nosotros dos— y todo este generoso pueblo argentino, y si usted quiere, cualquiera de los millones y millones de personas que componen esta pobre y triste humanidad.

—Debe gastar una fortuna pagando sueldos —dije—. Espero que compense los gastos.

—Ah, no se preocupe —el commendattore sonrió mientras la dentadura postiza se movía a un lado y a otro, y los ojitos acerados titilaban—. En general, nos manejamos con personal temporario. Y ese personal temporario, por temporario que sea, pertenece también a la humanidad.

—Depende —terció el comisario inspector—, depende. No, si se lo mira desde el punto de vista del idealismo trascendental.

Me apresuré a intervenir. No era conveniente que el comisario inspector y el commendattore iniciaran una discusión cuyo final era difícil de prever, teniendo en cuenta que Álvarez era nuestro principal sospechoso. No porque hubiera una razón especial para que lo fuera, sino porque no había ningún otro a mano.

—¿Y qué sabe sobre Enrique de Bree?

—¿Sobre Enrique de Bree? —se asombró Álvarez—. Nada. ¡Pobre muchacho!, ¿verdad? Él también formaba parte de la humanidad.

Pertenecer a la misma humanidad que Álvarez no resultaba muy atractivo, pero no quedaba otro remedio. —¿Y cuál es su vinculación con Las Glorias de Bree? —pregunté, mirándolo fijamente.

—Soy uno de los socios, como ustedes ya lo saben. Ayer estuvieron unos policías preguntándome lo mismo. No entiendo esa manía de preguntar tantas veces las mismas cosas, como si los hechos se alteraran a causa de la repetición.

—Por supuesto que los hechos se alteran a causa de la repetición —dijo el comisario inspector—. ¿Usted cree que existe una verdad intemporal, una especie de arquetipo trascendente de la verdad?

—Su pregunta incursiona en el terreno de la ontología —contestó el commendattore —y no tiene sentido, mirada desde el punto de vista del positivismo lógico.

—¿Y cómo llegó a ser uno de los socios? —me arriesgué.

—Eso no puedo decírselo —la dentadura postiza se retrajo, los ojitos crueles se empequeñecieron—. Eso, por supuesto, es un secreto profesional. Y yo no puedo revelar secretos profesionales.

—¿Ser socio de una editorial es un secreto profesional?

—Por supuesto que es un secreto profesional —dijo el commendattore—; el secreto profesional es la base del sistema capitalista. Como ustedes saben, el dinero no es más que la forma encubierta de la plusvalía extraída con malas artes, y que socialmente se manifiesta como poder. ¿Y usted cree que los movimientos de poder no son un secreto profesional? Pero —dijo de pronto—, en mi afán de atender tan sólo a las esencias, olvidé que tal vez ustedes conceden alguna importancia a las apariencias. Carlos, querido hijo —se dio vuelta hacia el muchacho, que seguía jugando con el cortaplumas, impregnando el aire de peligrosidad—, ¿por qué no traes dos cafés a los señores…? No les he preguntado su gracia.

—Ricardo Martelli —dije—. Y éste es el comisario inspector Díaz Cornejo.

—Los nombres son vana apariencia —sentenció el commendattore—. Carlos, baja al café Madrid y pide que envíen dos cortados.

—No, gracias, ya nos vamos —me levanté. Álvarez nos tendió una mano carnosa que merecería un párrafo, y Carlos nos acompañó hasta la puerta de la oficina.

—Ese tipo no me gusta nada —dije, mientras pasábamos frente a la puerta del café Madrid.

—No es muy lindo —reconoció el comisario inspector—; demasiado gordo, aunque sin embargo, tiene su ángel. Lástima que se haya embarcado en una rama tan peregrina del idealismo. Sus posturas harían ruborizar al obispo Berkeley, al comprobar la descendencia que dejó.

—Y encima de todo, es el principal sospechoso.

—¿El principal sospechoso?

—No hay otro.

—Ésos son los estragos que producen las novelas policiales.

—Si usted pudo elegir un asesino, déme la oportunidad de elegir un sospechoso —contesté ofendido—. Si usted pudo decidir que Carlos Mallman es el asesino, yo puedo decidir que quien se me dé la gana es el sospechoso. No lo dude, Álvarez, es nuestro bebé.

—Ah —dijo el comisario inspector—. Pero yo lo elegí primero, y además lo elegí científicamente. Y si de elegir bebés se trata, debe reconocer que opté por un bebé menos pesado.

—Ya veo. Pero piense que teniendo al asesino, no vamos a ninguna parte. Usted lo mete en cana, y esta historia se acabó. En cambio, teniendo al sospechoso, tenemos mucha cuerda por delante.

—¿Y para qué quiere ir a alguna parte? —preguntó, incisivamente. Dio en el blanco. Tardé en reaccionar, improvisé una respuesta vulgar, casi sistemática: porque voy a escribir una novela, porque voy a construir una ciudad, porque Ana y yo nos amamos, más allá de los libros y los trámites de libros.

Porque hay ciudades esperando, ciudades donde el aire es puro y el alto viento golpea las torres y los alcázares, desde donde se divisan las fantásticas rampas que bajan hacia el río, y las vastas construcciones cibernéticas, que apuntan sus antenas hacia el cielo.

—No sea retórico. Pero su discurso me conmueve, así que, sea, le voy a dar el gusto con su sospechoso. Me parece que lo estoy malcriando demasiado, pero en algo hay que perder el tiempo. ¿Qué es lo que pretende hacer ahora?

—Seguirlo. Quiero ver adónde va,

—¿Y cómo sabe que va a salir de esa covacha?

—Alguna vez va a tener que salir, aunque sólo sea para entrar en contacto con el resto de la humanidad, a la que tanto ama. Además, nuestra visita lo debe haber alertado seguramente, y se tiene que mover con cierta rapidez.

—Bueno —el comisario inspector abrió la puerta del coche—, pero fijemos un plazo. Media hora, y gracias.

Nos sentamos en el auto a esperar. El comisario inspector buscó en la guantera y extrajo un libro de Borges y una guía Filcar.

—Ya que esto está tan pringoso de literatura —dijo—, ¿no le interesaría resolver el misterio de una manera borgeana?

Lo miré intrigado.

—Fíjese —dijo desplegando el mapa Filcar— aquí está Las Glorias de Bree. Aquí está la editorial Asturias. Son dos vértices de un triángulo. Supongamos que se trate de un triángulo equilátero. Sólo falta ubicar el otro vértice.

—La suposición de que es un triángulo equilátero es demasiado fantasiosa —dije—; pero a ver… un momento. Mire eso —cincuenta metros delante del coche, Carlos salía a la vereda gloriosa de la Avenida de Mayo, moviéndose como un gato y entraba en un estacionamiento vecino. A los pocos instantes apareció el commendattore en persona, tambaleando su increíble y obesa humanidad. Carlos arrimó un Torino, que siguió por la Avenida de Mayo, y luego por Rivadavia hasta Ayacucho, donde dobló a la derecha. Después de unas cuadras de endeble zigzagueo, se detuvo frente a una vieja casa de la calle Junín, aprisionada entre dos tiendas. Bajaron del auto, se acercaron a la puerta y tocaron tres timbres. Después de un rato les abrieron y desaparecieron en un oscuro zaguán.

Esperamos media hora más, no sin que el comisario inspector protestara y refunfuñara sobre la inutilidad de todo esto, ya que sabíamos —demostrado inequívocamente y por el más científico de los métodos— quién era el asesino y etcétera y etcétera.

—Y si ya tiene al asesino, ¿por qué no lo arresta?

—Sería muy vulgar. Sería claro como el agua, y la claridad, usted lo sabe bien, me repugna.

Al fin salieron. Volvimos a seguirlos a cierta distancia. Pero el comisario inspector manejaba sin convicción y en un cambio de luces los perdimos. Algunas miraditas que había lanzado Carlos por el espejito retrovisor, me dieron la certeza de que se habían dado cuenta de que los estábamos siguiendo.