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Salí a la calle desolado, destruido, hecho papilla. ¿En qué quedaban mis pequeñas pretensiones, mi moderado entusiasmo, al lado de la furibundia artística de María Inés? Esa mujer me arruinó para siempre, pensé. Hasta una novela parece poco. Y las preguntas me acosaban y me invadían, y las respuestas huían de mi modesto horizonte: ¿por qué el fagot es un instrumento obsceno? ¿Quienes serán Pastik y Mandel, Atrizzi y el otro no me acuerdo cuánto? ¿Cómo será el complejo polideportivo que piensa construir María Inés? ¿Todo poblado de Rhododendras Mastabus, que impidan la alienación? ¿Cuántas ramas del arte y de la ciencia se verán hoy afectadas por su actividad incansable? ¿Por qué y de qué se disculpa a cada rato? ¿Qué es lo que puede un cheque, especialmente cuando está lleno de ceros? ¿Quién toca el arpa de Carlos Mallman? El comisario inspector notó al instante mi desazón, la repentina toma de conciencia sobre mi propia insignificancia. ¿Acaso soy algo más que una miserable cucaracha en el regazo de María Inés?

—No se deje abrumar —dijo paternalmente—. Siga adelante con sus cosas.

—¿Qué cosas? —la voz me salía como para la Oda Fúnebre de María Inés—; ya no quedan cosas —me senté en esa mesa de ese café de la Avenida de Mayo, como si se tratara del último rincón de la tierra. Llamé al mozo y decidí ahogar mis penas en coca cola.

—Quedan bastantes cosas —dijo el comisario inspector—. Y ahora, no se me deprima. La depresión es un sentimiento oscurantista y retrógrado. Es lo contrario del olvido.

—¿El olvido es progresista? —pregunté con curiosidad.

—Por supuesto. El olvido está en la base del progreso. Solamente si usted se olvida de todas las imbecilidades que ocurren a su alrededor, puede llegar a hacer algo que valga la pena. Si usted se clava en la historia, sonó. La historia sólo surte efecto cuando se ha convertido en mito, o en fábula. Y ahora, con María Inés Bustamante y Bulnes o sin ella, siga con su rollo literario, a ver si se consuela. Espero que cuando se lo publiquen tenga la decencia de regalarme un ejemplar.

—Todos los que quiera —¿qué me costaba ser generoso?—. Aquí va —dije, haciendo un esfuerzo—. Diego de Bree, hijo de Antor el Grande, fue el jefe de la segunda dinastía de la ciudad. Con él, Bree creció en esplendor y poderío. Como ya vimos, dos torres altísimas se agregaron al Observatorio Solar, y se multiplicaron por mil los laboratorios y las construcciones cibernéticas.

—El hijo de Antor el Grande —comentó el comisario inspector—. Mucho oro, mucho progreso, pero parece que la sucesión es la sucesión. Nada de democracia.

—¿Cómo va a haber democracia en un mito? Los mitos son monárquicos por naturaleza.

—Usted está equivocado —dijo el comisario inspector—. Y como buen argentino, experto en mitologías y en disparates político-constitucionales, debería saber que en muchísimos casos el héroe, después de cumplir sus hazañas, llega a una ciudad donde lo e-li-gen rey.

—Sí, pero siempre por aclamación. Y además, usted sabe perfectamente lo que ocurre en los mitos con las fracciones opositoras. Volviendo a Bree, Diego tuvo, a su vez, dos hijos: Alvaro y Federico Alejandro. Para la época en que alcanzaron la madurez, se decidió que Federico Alejandro, el mayor, se casaría con Leonor Omarman, heredera de la segunda familia de la ciudad en poderío y riqueza. Era ésta una mujer de belleza pavorosa, de decisiones bruscas y terribles, propensa a embarcar a los demás en temerarias aventuras. Cuando contaba apenas quince años, acaudillando una decidida parentela, había osado disputar el poder en las mismas barbas de Diego de Bree, y durante los años que siguieron, agitó permanentemente el fantasma de la lucha de facciones. Con esta boda, pues, se esperaba asegurar por largo tiempo la paz y la quietud en Bree, amenazada por las intrigas y la voluntad imperiosa de Leonor Omarman.

Pero, según la mejor tradición de los mitos —y podemos suponer que Bree tenía una elevada autoconciencia mítica—, Alvaro, el hermano menor, fue sorprendido abandonando los aposentos de Leonor Omarman a horas completamente desusadas.

—Una historia de polleras. Cuándo no.

—Sí, pero en este caso se trataba de algo serio, porque involucraba a la familia gobernante. Como resultado, los hermanos debieron enfrentarse en un duelo mortal.

Tres días duró la lucha, cumplida según las leyes sagradas. Durante tres días y tres noches, los habitantes de la ciudad se encerraron en sus casas y consultaron a los espejos, pero los espejos permanecieron en blanco, porque el resultado del duelo superaba a las decisiones mismas de la naturaleza. Durante tres días y tres noches, el ragón, la bebida ritual, más dulce que la ambrosía y el néctar que bebían los dioses homéricos —¿otra vez los dioses homéricos?, dijo el comisario inspector, ¿cuándo la va a terminar con los dioses homéricos?—. El ragón, decía, no fue probado y dormitó en los estantes. Las antenas y los sofisticados aparatos detuvieron la emisión de sus mensajes cifrados, y la ciudad se sumió en una muerte más terrible (más voluntaria) que la muerte misma (la que sobrevendría años después), para que los dos radiantes y sedientos hermanos lucharan cuerpo a cuerpo, se acosaran y se persiguieran por las calles empedradas en oro y se ocultaran en las esquinas diseñadas por una geometría sobrehumana.

Eso de los dos radiantes hermanos me gustó —dijo el comisario inspector—, «radiantes y sedientos». ¿Suena bien, no es cierto?

Claro que suena bien. Escuche entonces —¿cuándo dije yo que no quería escucharlo?, se defendió el comisario inspector, ¿sabe usted cuánto hace que lo estoy escuchando?

Cuando el sol del cuarto día empezaba a insinuarse tras los ángulos extravagantes del Observatorio Solar, el cuerpo de Alvaro de Bree yacía junto al manantial de la eterna juventud —los antibióticos generalizados, apuntó el comisario inspector, ¿para qué nos vamos a andar con eufemismos?— atravesado por cinco heridas mortales. A su lado, se encontró un puñal, forjado en una hoja de acero común. Leonor Omarman, que había subido a las altas torres para presenciar el duelo, dejó oír un llanto que sonó como una lúgubre profecía.

—¿Ahora llora, después de haber sido la causa de todo? —dijo el comisario inspector — Hágame caso y corrija esa parte.

No le hice caso y seguí. — Pero durante los funerales se desmayó. La llevaron a la cámara nupcial de Antor el Grande, y allí los médicos confirmaron el embarazo.

El comisario inspector hizo un gesto de desagrado. — Lo malo con usted es que a veces tiene mucha fantasía, pero después cae en los lugares comunes. En las novelas siempre pasan esas cosas: la chica queda embarazada justo en el momento más inoportuno.

Federico Alejandro no fue castigado por la muerte de su hermano, ya que se trataba de un duelo, pero fue expulsado de la ciudad. A los veinte años debió abandonar las cúpulas y los altos miradores de Bree, las sofisticadas salas de mármol y las altas torres del Observatorio Solar, los jardines y los frescos pórticos de la mansión construida por Antor el Grande, con sus terrazas con almenas y sus rampas de piedras que bajaban hacia el río. Debió emigrar en busca de las luces ficticias de la ciudad de Buenos Aires. Y como dato adicional, agreguemos las últimas palabras de Alvaro de Bree, tal como Federico las transmitió al tribunal que decretó su expulsión: «Tendré un hijo que tendrá un hijo que me vengará. Esto es una profecía. Stop».

—¿Stop? —preguntó el comisario inspector.

—Stop.