12

María Inés Bustamante y Bulnes me recibió enfundada en un deshabillé perfecto. Los larguísimos cabellos y los ojos eran de un negro intenso que torcían la atmósfera en torno de ellos.

—Yo le avisé —dijo el comisario inspector—. Bustamante y Bulnes no se cortan.

Me hizo pasar a un pent-house de lujo desatinado que oscilaba entre el atelier algo rústico y el aguantadero psicodélico: la puerta de entrada se abría directamente a una enorme habitación de forma irregular y ángulos peligrosísimos, sobrecargada de plantas y helechos enormes, entre los que asomaban timoratos algunos caballetes con telas a medio terminar, y fragmentos de esculturas en distinto proceso de formación. Abundaban los instrumentos de música, los atriles y los almohadones. Pilas de libros y discos jalonaban el impresionante espectáculo. No había lógica ni coherencia en los adornos ni en los pocos muebles, que incluían un piano de cola, arremolinándose en un extremo, que, frente a toda esa avalancha, parecía un final. Partiendo de algún lugar difuso un corredor sugería más y misteriosas habitaciones, y por un amplio ventanal se veía la terraza, la punta de un invernadero recortándose sobre un cielo limpio, y un fragmento de cornisa que limitaba una visión panorámica de Buenos Aires y el río. El conjunto íntegro producía la mareante impresión de estar a punto de precipitarse al abismo.

—Perdóneme —dijo María Inés—, pero estaba trabajando. Tendrá que disculparme.

Como sé por experiencia que sólo los que no trabajan recalcan con énfasis que están trabajando, la perdoné sin esfuerzo. Moví los ojos un milímetro para admirar el esplendor de María Inés bajo las explícitas formas del deshabillé, y en una esquina del salón sorprendí un par de piernas masculinas desnudas que asomaban por debajo de unos helechos gigantes.

—¿Quiere una tacita de café? —María Inés interrumpió mi súbita resignación—. Es que una se lo pasa viajando y así se arruinan las plantas del invernadero —ante mi gesto de comprensión, arremetió—. Es que las plantas sienten la ausencia de una, la sienten —y acto seguido se sentó ante una mesita donde brillaba una elegante cafetera de plata, y dos tacitas de porcelana que se erguían en un estado de absoluta disponibilidad. Daba la sensación de que María Inés estaba constantemente esperando a alguien a punto de llegar. Mientras ella volcaba el café en la tacita que me había tocado en suerte, dirigí una ojeada al par de piernas que brotaban de los helechos gigantes, con un culposo sentimiento de usurpación. María Inés siguió mi mirada.

—Es un Rhododendra Pythagorea Mastabus —dijo—. Una planta muy, muy delicada. Según algunos botánicos, data del terciario, y quedó muy sensibilizada por los constantes cambios geológicos —y como yo no dije nada, porque no sabía qué decir, siguió—. Dios santo, prácticamente acabo de llegar. Usted verá que ni tiempo tuve de cambiarme. Tuve que cerrar el chalet así no más, y vaya a saber cómo voy a encontrar el invernadero, cuando vuelva.

—¿El de allá? —pregunté.

—Sí —afirmó con énfasis—. Yo, esté donde esté, tengo que tener un invernadero. Tengo que estar rodeada de plantas. Soy una artista.

La explicación era plausible. Los artistas deben vivir entre las plantas; eso todo el mundo lo sabe. Me pregunté si María Inés necesitaba siempre estar cerca de una rhododendra mastabus con un par de piernas asomando entre los pliegues geológicos.

—¿Y a qué rama del arte se dedica? —pregunté, sinceramente interesado. No me imaginaba cuál sería la rama del arte predilecta de María Inés.

—¿A qué rama? —el asombro se asomó a sus dientitos entreabiertos—; a todas, por supuesto —dijo con una sinceridad que me dejó frío—. Yo soy una mujer de acción. Si no creo, me muero, ¿me entiende usted?, me muero. Sin decir más, hoy durante el viaje tomé notas para una cavatina y tres contradanzas austríacas, que pienso ensayar esta noche, si el maestro Farnetti, supongo, supongo que usted lo conoce, está libre. Y aquí, en el poco tiempo que tuve, tomé apuntes para unos poemas que vamos a trabajar con el grupo de teatro esta noche si es que Atrizzi tiene tiempo, y hasta pude adelantar algo en el boceto de un mural en el que estoy trabajando desde hace ya diez días. Pastik y Mandel, me imagino que habrá oído hablar de ellos, están entusiasmadísimos. Además, toco todos los instrumentos, con excepción del fagot. —Semejante fervor artístico debía datar del terciario, como los helechos—. Siempre consideré que el fagot es un instrumento obsceno. En cuanto al resto, soy una virtuosa —obviamente la modestia y la moderación no se contaban entre las principales y numerosas virtudes que adornaban a María Inés. La ignorancia me abrumó: ¿A quién pertenecerían las piernas que la rhododendra mastabus protegía con tanto cariño? ¿A Farnetti, a Atrizzi? ¿A Pastik y Mandel?

—Comprendo —dije—. Yo venía a verla a raíz de la muerte de su ex marido.

—Qué horrible tragedia, ¿verdad? —se emocionó ella—. Estoy absolutamente desconsolada. Apenas recibí el llamado del señor Mallman, tomé apuntes para una Oda Fúnebre con doble coro. Ulises Cano, supongo que usted lo conoce, quedó francamente fascinado.

—Mire, la verdad es que querría saber algo sobre su ex marido, si no le molesta.

—De ninguna manera —parecía entusiasmada—. Soy, y además me considero, una mujer absolutamente liberada. Con un grupo de abogados progresistas estamos redactando un proyecto de ley total para la mujer. No queremos que nos consideren simples objetos.

Si hay algo de lo cual estoy absolutamente seguro, es de que nunca jamás nadie sería capaz de considerar un simple objeto a María Inés Bustamante y Bulnes.

—Volvamos a su marido.

—A mi ex marido.

—Bien. ¿Hace mucho que se separaron?

—Unos seis años. —Coincidía con el ingreso de Ana en Las Glorias de Bree: los celos me descuartizaron.

«También los celos son un intento de recordar», dijo el comisario inspector, «y por ende los celos son un error. Y más cuando se tienen celos de un cadáver».

—Seis años, seis años y medio —seguía calculando con precisión María Inés—, más o menos cuando apareció esa zorrita en la editorial. —Lo dejé pasar y esperé sin decir nada—. Enrique y yo no nos entendíamos. Usted tendrá que disculparme. Yo soy una artista y mi objetivo es la creación. Enrique buscaba otras cosas.

Claro que buscaba otras cosas. Con nombre y apellido. — Sin embargo, él trabajaba en una especie de… novela.

—Querido, Enrique jamás supo lo que es trabajar. Lo único creativo que hizo en su vida fue suicidarse. Es cierto que algo trató de hacer con ese texto que el padre había dejado. Pero él creía estar escribiéndolo, o corrigiéndolo, cuando en realidad no hacía más que cumplir el mandato paterno. —María Inés miraba de reojo los helechos terciarios y tomaba café, pero no me ofrecía una segunda taza—. ¡Una novela! La novela es un género que no da para más, es una especie de manotazo de ahogado de un mundo que se termina.

—Renovación y cambio —condescendí.

—¡Transformación total! —se iluminó María Inés.

—Pues verá. Encontré algunos fragmentos de ese texto, con la descripción de una ciudad que…

El fino olfato artístico de María Inés se despertó al instante: —Me gustaría hacer un boceto de esa ciudad —dijo—. Como recuerdo, ¿sabe? Hay que tratar de convertir la vida en una creación.

—Por ahora está en poder de la policía. Y querría serle franco. No creemos que se trate de un suicidio. De ninguna manera.

—No es justo; ¿por qué no va a ser un suicidio? Si Enrique quiso hacer algo verdaderamente creativo, no tienen derecho a arrebatárselo.

—No queremos arrebatarle nada. ¿Pero no le parece una exageración? ¿Por qué iba a querer suicidarse su ex marido, a los treinta y cinco años?

—Treinta y seis —corrigió María Inés, que se detuvo, como asustada por la cifra—. Es que nadie comprende nada. ¿Quiere que le cuente lo que pasaba con Enrique? —Un teléfono, disimulado entre las hojas de un potus erasmus, empezó a sonar, con suavizada calidez. María Inés se precipitó sobre él.

—¡Querido! —estalló en el teléfono—. ¡Querido! ¿Querés creer que encontré todo mustio el invernadero? ¿Y que no tuve tiempo de cambiarme? Claro que sí, es una horrible tragedia. Sí, claro, querido, claro que sí. De inmediato —y colgó.

—Pongo los teléfonos entre las plantas para que no se sientan tan incomunicadas —me explicó mientras se instalaba nuevamente frente a la cafetera—; usted tendrá que disculparme, pero la técnica y el arte son sólo aspectos diferentes de la cultura, que es una sola.

—No lo dudo —opiné, conciliador.

—Era el arquitecto Hofman, me imagino que lo conoce, que me llamaba para avisar que pasa a buscarme. Tenemos que ir a ver unos terrenos para instalar un complejo polideportivo: queremos que el deporte sea un instrumento de liberación y no alienante. Él lo va a diseñar, y yo voy a comprar los terrenos. Y naturalmente, voy a colaborar en los proyectos. Ahora tengo que ir a cambiarme.

—¿Y le van a dar permiso para construir un complejo de… esas características?

Me dedicó una sonrisa maternal. — Querido, usted no sabe lo que puede un cheque, especialmente cuando está lleno de ceros.

—Bueno, tal vez en otra ocasión podamos hablar un poco más —dije, levantándome.

—Puede quedarse, puede quedarse. ¿Qué importa que yo no esté? Puede visitar el invernadero y hablar allí. A las plantas les hará bien.

—Me encantaría tener una conversación a fondo con las plantas, pero ahora tengo que hacer. Mejor en otra ocasión.

—¿Usted también es un creador? —preguntó María Inés— su razonamiento era diáfano: si alguien tiene algo que hacer, es un creador. Al fin y al cabo, ¿qué se puede hacer en este mundo más que crear?

—Trato de serlo —confesé, mirando de reojo las extremidades que asomaban debajo de los helechos y que ya debían estar agarrotándose, mientras me dirigía hacia la puerta—. También quisiera hablar con su hijo. Supongo que me lo permitirá.

—Por supuesto —dijo María Inés—; pero Fernando está en Mar del Plata y apenas mañana regresa aquí con su institutriz. Nos vemos en cualquier momento. Chaucito, pero tengo que ir a cambiarme.

La puerta se cerró detrás de ese antro de creación, dejándome del lado despreciable y oscuro.