En ese preciso instante sonó el teléfono. El inmenso caudal de amor que atesoro en mi cerebro y en mi corazón se tensó bruscamente. ¿Quién sería?
—Tiene que disculparme —una voz impresionante y desconocida, en la que abundaban los bajos exquisitos, y los altissimos celestiales, gorgojeó en el teléfono—: soy María Inés, la esposa de Enrique de Bree.
¡María Inés Bustamante y Bulnes!
—Ah, sí —dije—. Créame que siento lo sucedido. Y créame también que tendríamos que hablar.
—Por supuesto —dijo ella—. Discúlpeme. Acabo de llegar de Mar del Plata, y Carlos Mallman me pidió que me comunicara con usted. Tiene que disculparme.
Tuve ganas de preguntarle de qué se estaba disculpando, pero le pregunté cuándo podíamos vernos.
—Cuando usted quiera —dijo María Inés—. ¿No podría venirse hasta mi casa? Yo no puedo moverme de aquí: usted no sabe en qué condiciones encontré el invernadero.
No tenía demasiada lógica, pero me apresuré a aceptar una invitación tan insinuante. Me dio la dirección y le aseguré que salía inmediatamente para allá.
—Bueno, le agradezco mucho —por seis octavas diferentes se desplegaron los bajos de María Inés—. Y ahora, discúlpeme, pero tengo que ocuparme de las plantas.
Llamé al comisario inspector, postergué la visita a Álvarez. «Magnífico», comentó, «eso es lo que me parece bien, postergar. Es el único camino hacia la verdad».
—Mmmmm —me dije, mirando la dirección y evocando aquella gama increíble de tonalidades de voz—, Belgrano y un piso veinticinco. Esto promete.