Uno busca incentivos, y sólo encuentra ciudades. Uno quiere hundirse hasta la raíz de los acontecimientos, y sólo encuentra ciudades. Ciudades cálidas, ciudades que protegen. O si no, las otras, las decididas prisiones, donde nada florece. ¿Y entonces, cómo empezar? ¿Qué música escuchar, qué música resuena, qué frases y deleites buscar? ¿Cómo empezar? Podría empezar más bien triste, podría empezar más bien lírico, podría empezar solemne:
Oíd, mortales, el grito sagrado,
libertad, libertad, libertad,
y no serían más que palabras. Así que es mejor empezar tal como fue. Porque uno busca aventuras, y sólo encuentra ciudades. Digamos entonces que yo estaba durmiendo cuando sonó el timbre, aquella mañana. Digamos que tengo treinta y cinco años, por ejemplo. O por ejemplo, también, que estaba sin trabajo. Digamos que mi jefe era un imbécil, y que yo se lo dije.
—Fue una estupidez —me dijo mi novia de entonces, agitando la mano a través de la ventanilla, mientras se alejaba para siempre en su Toyota. Y mi jefe me echó. ¿Qué otra cosa podía hacer mi jefe? ¿Y yo? ¿Qué música escuchar, qué música?
Y ahora, que no tenés nada que hacer, ¿por qué no te sentás y escribís una novela? ¿Por qué no escribís tu novela de una vez? ¿Por qué, en vez de cerrar ojos y oídos, te levantás, sonámbulo y extrañado, vas a abrir la puerta, preguntás quién es y reconocés la voz amiga del comisario inspector Díaz Cornejo?
—Caramba —dijo mientras entraba—, ¿le parece que éstas son horas para estar durmiendo?
—Cualquier hora es apropiada para estar durmiendo —contesté, con perfecta conciencia de que ignoraba por completo la hora que era—. Dormir, al fin y al cabo, es una manera como cualquier otra de combatir el desaliento. Siéntese un momento, que voy a cambiarme.
—¿Y para qué quiere combatir el desaliento? —preguntó el comisario inspector—. Es una batalla perdida. Lo mejor de todo es aprender a convivir con él.
Cuando volví, el comisario inspector estaba en la cocina, tratando de prepararse una taza de café.
—No entiendo cómo puede vivir así —dijo—. El café no aparece por ningún lado.
—No es raro que no aparezca. No hay café.
—No lo crea. A menudo, por no decir siempre, uno encuentra precisamente las cosas que no están. O que no existen.
—No me venga con ésas —dije bostezando—. Recuerde que yo estoy justo en la época en que el pasado deja de parecer glorioso y el futuro deja de parecer promisorio. «Nunca diré que tener veinte años es lo mejor de la vida», decía Nizan. Y bueno. Yo digo que tener treinta y cinco es mucho peor.
—Nadie lo duda, aunque no entiendo qué tiene que ver.
—Nada.
—Ah, bueno. Voy a tomar un whisky. ¿Whisky tiene?
—Sí. Pero sin hielo. La heladera se descompuso.
—En la Argentina todo se descompone —dijo el comisario inspector mientras se servía el whisky—. No tiene que alarmarse por eso. Y además, que una heladera se descomponga es lo más apropiado para un período de deshielo. ¿No probó hablarle de buenas maneras y exhibirle muestras de respeto mutuo, convencerla de que su deber cívico es seguir enfriando?
—No sirve —dije—. Ella se está quieta ahí, muy segura de su tecnología, y esperando su oportunidad, como los militares y los banqueros.
El comisario inspector hizo girar el vaso en la mano, haciendo tintinear el hielo inexistente.
—¿Y qué hacía durmiendo a las once y media de la mañana?
Me encogí de hombros. — No tenía nada que hacer.
—Dormir, morir, tal vez soñar —dijo el comisario inspector—. Hamlet, acto tercero, escena segunda.
—Primera —corregí.
—Primera —aceptó—. Veo que conserva sus reflejos. ¿Qué le pasó? ¿Lo echaron del trabajo?
—En efecto, hace unos meses.
—Me lo imaginaba. Hace tiempo que no veo sus artículos en el diario.
—Ya es casi una vieja historia. Tarde o temprano, a todos nos echan del trabajo.
—Tal vez tenga razón. Sin embargo, a mí nunca me echaron del trabajo. Y si me hubieran echado, esté seguro de que no me acordaría —El comisario inspector Díaz Cornejo es un partidario inflexible del olvido, de borrar todo aquello que se asemeje a la memoria.
—¿Qué sentido tiene acordarse de lo que ocurrió hace dos meses —me dijo después que le reseñé mi heroica gesta— en un país donde nadie se acuerda de lo que pasó hace dos días, y sigue actuando como si nada? Créame: seguramente ese tipo que lo echó es un hijo de puta. Aceptémoslo. Pero aceptemos también que las cosas son así. Eso es lo que usted no ha terminado de comprender. Usted cree todavía en las posibilidades, y ése es su mayor error. Puede ser que existan las posibilidades, y puede ser que no existan las posibilidades, pero en cualquiera de los dos casos, es irrelevante.
Y yo me pregunté: ¿Cómo conocí a semejante personaje?
Fue hace algún tiempo, en realidad. Junto a él, había adquirido cierta notoriedad después de resolver el famoso «crimen del bebé», que fue festejado ruidosamente por la prensa sensacionalista. Tuve que soportar algunos tediosos reportajes, después de haber encontrado la solución de un caso que había desorientado por completo a la policía. Y es que en este país hace falta imaginación: a nadie se le había ocurrido que un bebé de apenas seis meses pudiera electrocutar a sus padres por una simple diferencia de opiniones políticas. Pero yo aporté pruebas contundentes, citando un caso famoso y análogo, ocurrido en la Mesopotamia asiática durante el reinado de Nabucodonosor Segundo, cuando un bebé de semanas se libró de sus progenitores arrojándolos desde lo alto de los jardines colgantes de Babilonia. ¿Y por qué? Pues simplemente porque éstos no comprendían sus puntos de vista en el sentido de que era imprescindible (por razones geopolíticas) evitar que el faraón de Egipto abriera un canal entre el Mar Rojo y el Mediterráneo. El bebé mesopotámico se salió con la suya, y el canal no se abrió hasta dos mil quinientos años más tarde. No fueron, sin embargo, tan claras las motivaciones del moderno bebé, que de todas maneras fue absuelto en juicio oral y público. El comisario inspector Díaz Cornejo, a quien salvé en ese momento de una deplorable humillación a manos del intrépido lactante, me guardó un afecto que el tiempo no ha empañado. Desde entonces me asoció a todos los asuntos de alguna resonancia que tuvo en sus manos. Muchas veces nos vimos juntos en peligro de muerte, como cuando el Gran Pánico producido en Canning y Corrientes por el nunca visto ni oído caso del Sátiro Kosher.
—¿Y qué es lo que lo trae por aquí —pregunté— a horas tan insólitas?
—Ah, menos mal que se le ocurrió preguntar. Pero no son horas tan insólitas, y no es nada del otro mundo. Apenas un suicidio sospechoso.
—¡Un suicidio sospechoso! ¿Y a usted le parece precisamente que no se trata de nada del otro mundo?
—¡Bah! —dijo el comisario inspector—. Cuando la gente deja de hablar del tercer mundo, es el otro mundo el que se pone de moda. Es notable cómo el tercer mundo y el otro se alternan en la imaginería popular.
No le faltaba cierta dosis de razón. — ¿Por qué no me cuenta de qué se trata?
—Porque todavía no lo sé bien, y porque tampoco me importa demasiado. Pero como no tengo más remedio que ir para allá y averiguarlo, y además pasaba por aquí, pensé que bien podría acompañarme. —Las invitaciones del comisario inspector eran siempre una tentación, tal vez por curiosidad, ansias de aventuras, aquello de que nada humano me es ajeno, u otras pavadas (literarias o no) por el estilo. Pero, decididamente, no estaba en uno de mis mejores días.
—No puedo —dije—. Hoy pensaba dedicar el día a escribir.
—Ah, me olvidaba de su novela. Pero dígame: ¿a usted le parece que a la Argentina de hoy en día le hacen falta novelas? ¿Más todavía de lo que pasó?
—Es mi novela. No la novela del país.
El comisario inspector dirigió una mirada entre desencantada y cálida a los papeles que abarrotaban mi escritorio.
—Todavía no se me ocurre el argumento —me justifiqué—; son… son ideas sueltas, que en algún momento…
—Que en algún momento piensa colgar de un hilo argumental —completó él—. Entonces, si posterga las cosas por un día, no pasa nada —tomó un trago de whisky—. Hay una cosa que yo no entiendo: en vez de sudar la gota gorda escribiendo su novela ¿por qué no copia una novela famosa? Por ejemplo, yo qué sé, copie La Guerra y la Paz. No necesita corregir, no necesita luchar para que se la publiquen, tiene el éxito garantizado de antemano. Hágame caso: escriba La Guerra y la Paz.
—Es muy larga. Jamás podría escribir una novela de mil quinientas páginas.
—Busque una más corta. Las hay a montones. —No dije nada—. ¿Y? ¿Me acompaña o no?
Uno busca novelas y sólo encuentra ciudades. Uno busca argumentos, y sólo encuentra ciudades. ¿Y ahora?
Vamos, Ricardo, andá. ¿Qué te espera aquí, sobre tu escritorio y tu novela inconclusa, inempezada? Vamos, ponéte otra vez a develar un crimen, juntá ideas. A lo mejor alguna vez encajan con tu fantasía de un libro que te condense y te transmita, que te permita decir tus cosas, tan originales ellas, como si creyeras en realidad que estás diciendo, o dando, algo nuevo, o aunque no sea nuevo, distinto. ¿Qué escribiste, o qué hiciste, en estos años de terror y de muerte? ¿Dónde están esas ideas que creías simplemente paralizadas, acorraladas por el miedo? Vamos, corré tu aventura, andáte a investigar un suicidio sospechoso, un crimen tal vez. ¿Acaso hay algo mejor que un crimen para fortalecerte, inducirte a la vida? Si ya crece el pasto sobre las tumbas N.N., si el esplendor en la hierba sólo brilla en los cementerios clandestinos. Vamos, dejá de una vez tu mundo, tu mezquino, tu querido, tu pequeño mundo, vamos.