Epílogo

—¡Una chica simpática! —dijo el padre cuando estuvieron de nuevo sentados a la mesa—. ¿A ti qué te ha parecido, Helga?

—¿A mí? Yo la he encontrado un poco rara.

—¿Rara? ¿Por qué?

—La cara tan pálida…, la ridícula capa…, la voz…

—¿Y qué te ha parecido Rüdiger? —preguntó.

—¿Rüdiger? ¡Aún peor! Con sus ojos inyectados en sangre y los dedos huesudos…

—Bueno, pero son niños al fin y al cabo —dijo el padre riendo—. ¡Te dejas intimidar muy fácilmente!

—¿Cómo dices? —se rió Anton.

El padre le echó una mirada de reproche.

—¡Tú no digas nada! —dijo—. ¡Al fin y al cabo fuiste el primero en empezar con las pamplinas sobre vampiros!

—¿Yo? —exclamó indignado Anton—. ¡Vampiros ha habido desde la Edad Media!

—Ah, ¿sí? —dijo el padre—. ¿Y cómo sabes tú eso?

—Lo he leído.

—En tus novelas de miedo, ¿no?

—No. En el diccionario.

—Vaya, eso me interesa —dijo la madre—. ¿Viene en nuestro diccionario?

—Nnnn… no —tartamudeó Anton—; en… en el del colegio.

—Pero de todas formas puedo mirar en el nuestro —dijo ella, yendo a la librería.

Sacó un tomo, lo hojeó y luego leyó en voz alta:

—Vampiros: en la creencia popular, muertos vivientes que salen por la noche de sus tumbas para chuparles la sangre a los vivos.

—¡Sí, sí, en la creencia popular! —dijo el padre—. En la creencia popular, hay sin embargo, no sólo vampiros, sino también…

—… brujas, enanos, fantasmas y hadas —dijo Anton, que aún se acordaba muy bien de la primera conversación que había tenido con sus padres sobre vampiros.

—Ya ves que no debes preocuparte en absoluto —prosiguió el padre—, ¿o tienes miedo de los enanos y los fantasmas?

—No —dijo enfadada la madre.

—Y la próxima vez, seguro que Anna y Rüdiger se ponen algo más bonito, ¿no crees, Anton?

—Bueno… —dijo Anton dudándolo.

—En fin…, tampoco tienen por qué volver pronto —dijo la madre.

—¡Seguro que Anton no está de acuerdo con eso! —rió el padre.

—¡Exacto! —exclamó Anton.

Casi se había atragantado con el bocado de queso que se acababa de meter en la boca.

—Y, además, creo que es una guarrada que me queráis prohibir jugar con Anna y Rüdiger.

—No queremos prohibirte absolutamente nada —aclaró la madre—, pero sí que podemos hablar sobre tus amigos, ¿o no podemos?

—Sí —gruñó Anton.

—A mí, de todas maneras, me inquietan —dijo— y si pensara que existen realmente los vampiros… —aquí hizo una pausa y Anton vio cómo se estremecía—, ¡entonces, seguramente, que tendrían la misma pinta que Anna y Rüdiger!

El padre se rió como si su mujer hubiera contado un buen chiste.

—Pero los vampiros no existen —dijo— y por eso ellos no son más que dos niños absolutamente normales que, simplemente, han hurgado demasiado hondo en el baúl de la abuela.

Dicho esto, cogió dos bocaditos de queso y se los comió. Durante un rato no habló nadie. Entonces dijo Anton:

—¿Por qué os empeñasteis en conocerlos?… ¡Ya os había prevenido!

—¡Sí, nos habías prevenido! —dijo la madre riéndose—. Quizá con el tiempo me acostumbre a ellos —dijo finalmente.

—Y Anton no contará ningún disparate más sobre vampiros y cosas por el estilo, ¿verdad? —dijo el padre.

Anton contrajo la boca y se rió irónicamente.

—Si tú quieres… —contestó.

¡El padre seguía, como antes, sin tener la más remota idea, y la madre terminaría por tranquilizarse también! ¡Mejor no podía haber resultado todo!

—Yo…, ahora me voy a dormir —dijo alegremente—. Buenas noches.

—Buenas noches —contestaron sus padres.

Sintiendo una profunda satisfacción se metió en la cama y se tapó la cabeza con el cobertor.