—No pareces muy despierto —dijo el padre por la noche.
Estaban sentados en el sofá esperando el comienzo de un documental sobre animales.
Anton bostezó.
—Me voy a ir a la cama enseguida.
—Tu paseo de ayer debió de ser agotador, ¿no?
—Hoy hemos hecho un examen de Mates —declaró Anton. ¡Como si el colegio fuera un placer!
—¿Y bien? —preguntó la madre—. ¿Lo sabías todo?
—Bueno… —dijo Anton.
En ese momento sonó el teléfono. El padre fue al aparato.
—Bohnsack —dijo con voz enérgica. Pero un momento después se pintó en su cara una expresión de sorpresa.
—¿Con quién quiere hablar? ¿Está seguro de que ha marcado bien?… Un momento.
Tapó el auricular con la mano.
—Están chalados —dijo susurrando—, no puedo entenderlos en absoluto. ¡Jadean tanto! ¿No serán alumnos tuyos?
—¿Qué? —exclamó indignada la madre cogiendo el auricular—. Bohnsack —contestó—. ¿Quién está ahí?… ¿Con quién? ¿Quiere hablar con Anton?
Miró a Anton con el ceño fruncido.
—Para ti —susurró.
—¿Quién es? —preguntó el padre.
La madre se encogió de hombros.
—Ni idea. Hablan como si se pusieran la mano delante de la boca.
Entretanto, Anton había cogido el auricular.
—Hola —dijo.
Al otro extremo del hilo se oyó una risita.
—¿Quién es? —exclamó.
—¡Soy yo, Anna! —la respuesta llegó muy baja y débil, pero claramente comprensible.
Anton sintió que se ponía pálido.
—Tú…, tú… —murmuró.
¡Valiente sorpresa! ¡Y los padres estaban junto a él escuchando cada palabra que decía!
—¿Quién es? —siseó el padre.
—Anna —informó Anton de mala gana.
—¿Y qué quiere? —preguntó la madre.
—No lo sé —se quejó Anton—. ¡No oigo nada!
—¿Sigues enfadado conmigo? —preguntó ahora Anna—. Quiero decir por lo de ayer… Porque yo no…
—No, no —dijo rápidamente Anton—. En absoluto.
—¡Tengo una sorpresa para ti!
—¿Una sorpresa?
Por el rabillo del ojo vio cómo los padres cambiaban una mirada significativa.
—¿Y qué… qué es? —preguntó.
—Una historia —dijo ella—. Una auténtica historia de amor de vampiros.
Al decir las últimas palabras se rió tan fuerte que apenas pudo entenderla.
—¿Puedo leértela esta noche?
—Ho… hoy mejor que no —tartamudeó—. ¿Mañana quizá?
—Bien —dijo ella—, mañana. ¿A qué hora?
Anton miró a sus padres y reflexionó.
—Mi abuela tenía veintiún relojes —dijo entonces, y se rió en silencio de las caras estupefactas que ponían sus padres. ¡Eso les pasaba por escuchar conversaciones ajenas!
Pero Anna le había comprendido.
—¡Entonces, a las veintiuna horas! —dijo.
—Y… ¿qué hace Rüdiger? —preguntó Anton.
—Ya está volando otra vez —dijo Anna—. Tenía un hambre tremenda.
—Ah, ¿sí?
Como siempre que se hablaba de las costumbres gastronómicas de los vampiros, le invadió una sensación extraña.
—Entonces…, salúdalo de mi parte —dijo, porque no se le ocurría otra cosa.
¡¿Por qué tenían que estar los padres de pie a su lado como si hubieran echado raíces?! ¡¿No podían irse a la cocina?!
—Entonces…, adiós —dijo.
—¡Hasta mañana! —contestó Anna.
Después colgó.
—¿Qué? —dijo el padre con fingida sorpresa—. ¿Ya has terminado?
—Sí —gruñó Anton.
—¿Qué es lo que decías? —preguntó la madre—. ¿Una abuela que tenía veintiún relojes?
—Un pequeño chiste.
—¿Y por qué no has invitado a Anna? —quiso saber el padre.
—Porque… no se me ha ocurrido.
—¿Y a Rüdiger? —dijo la madre—. ¿Ya le has avisado?
—No.
—¿Y por qué no?
—Porque todavía no lo he visto.
—¿No está en tu colegio?
Anton tuvo que reírse.
—No.
Ahora la madre parecía sorprendida.
—¿No?
—Le dan… clases… particulares —murmuró Anton.
¡Había oído una vez que existía algo así!
—¿Clases particulares? —se maravilló la madre—. ¿Es que está enfermo?
—En realidad, no —dijo Anton—. Es sólo porque duerme mucho.
La madre sacudió incrédula la cabeza.
—¡Hay que ver lo que te inventas! —dijo.
—Sí, sí —se rió el padre—, ¡a nuestro Anton no le falta fantasía!
—Vosotros debéis saberlo —dijo ofendido Anton, y se marchó.
Dio un ruidoso portazo al salir. Primero lo espiaban, luego lo interrogaban…, y al final se reían de él… ¡Si eso no era un motivo para encolerizarse!