El fresco aire de la noche hizo volver en sí del todo a Anton en un instante. Respiró grandes bocanadas y estiró los miembros, que se le habían quedado agarrotados.
Anna lo miró sonriendo.
—¿Pasaste un mal rato? —preguntó.
—¿Quieres decir en el ataúd? —dijo Anton—. No.
Se sentía bien otra vez, ¡y ni un Lumpin, ni una tía Dorothee, podían ya ser peligrosos para él!
—Sólo resultaba algo estrecho —dijo— y un poco… sofocante.
—¿Sofocante? —se rió para dentro Anna—. Bueno, no podemos airearlo nunca. Y además las viejas capas…
De repente pareció recordar algo y miró intranquila a su alrededor. Susurró:
—Deberíamos irnos: ¡¿quién sabe por dónde merodea Geiermeier…?!
—¿Lo has visto?
—No. Pero a pesar de ello es mejor que nos vayamos.
Se elevó en el aire y, tras algunos aleteos inseguros, Anton la siguió.
—Lo que siempre te había querido preguntar —dijo ella— es si realmente hay también historias de amor con vampiros.
—¿Historias de amor? —Anton reflexionó—. La de la mariposa nocturna era una…
—¡liiih! —bufó Anna—. ¿A eso lo llamas tú historia de amor? ¡Si al final muere el vampiro!
Durante un rato volaron uno junto al otro sin decir palabra.
—Una vez leí una historia que terminaba felizmente —dijo de pronto ella, con entusiasmo.
—Ah, ¿sí? —dijo Anton—. ¿Cómo terminaba?
—¡Al final los dos fueron vampiros y vivieron juntos para siempre!
—¡¿Qué?! —exclamó Anton—. ¿A eso lo llamas tú feliz?
—¿Tú no?
Ella lo miró con ojos grandes y resplandecientes.
—¿No quieres que tú y yo…?
¡Ahora Anton debía tener cuidado para no decir nada que la ofendiera!
—¿Sabes? —empezó.
—¿Sí?
—¡Es que yo no puedo volverme vampiro!
—¡¿Cómo que no?! —exclamó ella—. Si yo te…
Hizo una pausa porque no estaba completamente segura de si convendría iniciar a Anton en todas las particularidades de la vida de un vampiro. Quizá lo iba a espantar.
—Pues bien, si yo, tan pronto como tenga mis dientes, te… —añadió ceremoniosamente.
—¡Pero es que yo no quiero ser un vampiro! —exclamó Anton.
—¿No? —exclamó incrédula Anna.
—¡No! —dijo él, indignado por la desfachatez con que pretendía hacer de él un vampiro—. ¡No tengo ninguna gana de serlo!
¡Era realmente demasiado para él!
Irritado, siguió volando sin mirar a Anna. Sólo cuando oyó detrás de sí un sollozo dio la vuelta.
—Tú… tú no me quieres —balbuceó ella—. ¡Tú tienes otra novia!
—No —dijo Anton—. ¡Claro que no!
—¿De veras que no?
—¡No!
Ella suspiró aliviada, pasándose la mano por los ojos.
—No me importa que no seas un vampiro —dijo—. ¡Lo principal es que nos queremos!
Al decir esto, volvió a reírse.
—Es… estamos llegando —tartamudeó Anton, a pesar de que aún faltaban por lo menos quinientos metros para llegar a su casa…
Pero ¡¿por qué Anna hablaba siempre de cosas que a él le desconcertaban?!
—Creo que veo luz —exclamó, y empezó a volar más deprisa.
Otras veces nunca tenía prisa por llegar a casa, pero con Anna al lado… ¡¿Quién sabía qué más preguntas delicadas le podía hacer?!
En la sala de estar de sus padres estaba encendida la televisión. Anton confiaba en que sus padres aún no hubieran advertido su ausencia. Entonces podría sencillamente entrar a hurtadillas en su habitación.
—La ventana está cerrada —susurró Anna, cuyos ojos veían de noche mucho mejor que los suyos.
—¡Cerrada! —exclamó asustado Anton.
Y al acercarse comprobó que realmente las hojas de la ventana tenían el cerrojo echado por dentro. Ni siquiera la contraventana estaba abierta.
—Ahora tendré que llamar al timbre —murmuró— y entonces se van a enterar de todo.
—Pues di que estabas de paseo —propuso Anna.
—Diré sencillamente la verdad —decidió Anton—. ¡De todas maneras no podrán creerlo!
Anna lo acompañó hasta la puerta del edificio. Allí Anton se quitó la capa y se la dio. Ella se puso de repente muy triste.
—Adiós, Anton —dijo en voz baja, y sin volverse desapareció en la noche.