Primeros auxilios

Anton veía ya a lo lejos el muro del cementerio. El cielo estaba completamente despejado y la luna brillaba clara, de modo que el cementerio le pareció mucho menos lúgubre e inquietante. ¿O se debía a que lo visitaba ya por tercera vez? Anna siguió revoloteando por encima del muro y se dejó caer planeando en la hierba. Anton la siguió.

—Allí delante está la entrada —susurró—, pero antes debemos esperar a ver si todo está en calma.

Anton asintió.

—Lo sé —dijo—, el guardián del cementerio…

—¡Pssst! —siseó ella.

Anton vio las lápidas en ruinas que la alta hierba ya casi había cubierto, las viejas cruces mohosas entre la maleza y los oscuros abetos bajo cuya sombra estaba la entrada a la cripta.

Anna escuchaba intensamente. Al cabo de un rato se puso en pie.

—Todo en orden —dijo—. Podemos ir.

—¿No quieres…, ir tú delante? —preguntó Anton.

De repente tenía una sensación rara en el estómago, como si no hubiera comido nada durante días y días.

Anna lo miró sorprendida.

—¿Por qué? —preguntó—. Aparte de Rüdiger, seguro que no hay nadie abajo.

—Pero podrías, como medida de precaución, mirar tú primero —propuso Anton. A lo mejor tía Dorothee había vuelto a caer en uno de sus desmayos. O, tal vez, se había quedado un vampiro en la cripta para atender a Rüdiger. Por ejemplo, la madre…, ¡Hildegard la Sedienta! Anton se estremeció.

—Está bien —dijo Anna—, miraré. Pero tú, entretanto, quédate escondido.

Desapareció en el pozo y Anton se acurrucó a la sombra de un abeto.

En ese momento oyó suaves pasos. Estaban aún bastante alejados, pero en el silencio absoluto que reinaba por doquier podía percibirlos claramente. Un pánico helado lo recorrió.

¿Sería Udo otra vez? Pero ¿cómo le hubiera podido seguir, si él había venido con Anna por el aire? No, sólo había una explicación: ¡el guardián del cementerio!

Anton pudo entonces reconocer a un hombre. Era bastante bajo y se movía, espiando en todas direcciones, con mucha cautela.

Cuando se aproximó, vio Anton su cara gris y rugosa, que, con la nariz puntiaguda y los ojos claros e intranquilos, le recordaba la cabeza de una rata. Y Anton vio más aún: ¡de los bolsillos de la oscura bata de trabajo que llevaba el hombre asomaban varillas de madera y un gran martillo!

Anton apenas se atrevía a respirar. A decir verdad, lo ocultaban las espesas ramas del abeto, de modo que, en cierta medida, podía sentirse seguro, pero Anna… Aparecería en cualquier momento para recogerlo… ¡y el guardián del cementerio ya sólo estaba a unos pocos metros de distancia! ¡En ese momento examinaba los abetos con miradas especialmente concienzudas!

Anton vio cómo se movía la piedra de la cripta; entonces tuvo una idea: cogió del suelo un gran guijarro y lo tiró tan lejos como pudo.

La piedra hizo un fuerte ruido al caer y, como tocado por el rayo, el guardián del cementerio volvió la cabeza y se abalanzó allí donde se había oído el ruido. Al hacerlo aulló:

—¡Al fin os tengo!

Anton vio cómo empezaba a cavar entre la maleza agitando las estacas y el martillo como si fueran un arma. Entonces se acercó a donde estaba Anna; tomando aliento se deslizó en el pozo y cerró el agujero de entrada sobre su cabeza.

—¡Buff! —gimió, apoyándose contra la fresca pared—. ¡A punto estuvo!

—¿Qué? —preguntó Anna.

—El guardián del cementerio —dijo Anton aún sin respiración—, ¡casi te ve empujando la piedra!

—¿El guardián del cementerio? —exclamó ella—. ¿Lo has visto?

—Yo a él sí —dijo—, pero él a mí no.

—¿Y dónde está ahora?

Anton se rió irónicamente.

—Busca piedras.

—¿Qué haceeee?

—He tirado una piedra —aclaró Anton— y él está buscando ahora allí donde ha caído.

Anna respiró aliviada.

—¿A que tiene pinta de rata? —se rió ella.

—O de ratón —dijo Anton—. Sea como sea, es repugnante.

—¿Sí, verdad? —exclamó Anna—. En comparación, los vampiros somos bastante guapos… ¿Sabes cómo se llama? ¡Geiermeier!

—¿Cómo? —preguntó Anton.

Anna se rió saltando alternativamente sobre cada uno de sus pies.

—Geiermeier, aun con bata te pareces a una rata —cantó ella.

Desde la cripta subió hasta ellos una ronca tos.

—¡Rüdiger! —exclamó sobresaltado Anton—. ¿Qué tal está?

—¿Él? —dijo Anna—. Bien. Ya se ha vuelto a levantar. Pero ahora es Lumpi el que está acostado.

—¿Lumpi? —exclamó Anton ¿Quién era Lumpi? Ah, sí, ¡el hermano mayor!—. ¿Y sabe que yo…?

—Claro —Anna sacudió la cabeza—. No te preocupes por él. Los niños-vampiro se llevan bien.

—Y…, ¿no me hará nada?

—No —se rió Anna—, ¡entre amigos no!

Bajaron los escalones. Había una vela encendida y a su luz vieron a Rüdiger sentado en su ataúd leyendo, mientras en el ataúd que estaba a su lado daba vueltas un vampiro grande y fuerte. Rüdiger levantó la vista de su libro y se puso un dedo en los labios.

—Está durmiendo —susurró, haciéndoles señas de que se sentaran con él en el borde del ataúd.

—¿Qué tiene? —preguntó Anton.

—Gripe —aclaró Rüdiger—. No es tan raro, cuando se sale únicamente de noche.

Anton observó furtivamente al dormitorio de Lumpi. Un cierto parecido con Rüdiger era innegable, pero la cara de Lumpi se veía aún más pálida y sus ojos yacían en cuevas aún más oscuras.

—Parece realmente enfermo —susurró.

—¿Verdad que sí? —asintió Rüdiger—. ¡Completamente exangüe, el pobre!

Lumpi lanzó entonces un profundo gruñido que hizo retroceder asustado a Anton… ¡Ojalá fuera cierto lo que Anna le había contado sobre el supuesto carácter inofensivo de su hermano mayor!

—Ci… ciertamente quería visitarte, Rüdiger —dijo— pero ahora, ya que estás sano…

—¡¿No irás a marcharte tan pronto?! —exclamó Anna.

—Yo… debo irme a casa a pesar de todo —murmuró Anton—. No tengo llave…

Lo principal era salir de allí antes de que Lumpi se despertara…

Pero ya era demasiado tarde, pues Lumpi abrió en ese momento los ojos. Refunfuñando se levantó y miró fijamente a Anton.

—¿Quién es éste? —dijo con voz profunda.

—Pero Lumpi —dijo Anna tranquilizándolo—. ¡Si éste es Anton, del que ya te hemos hablado!

—¡Ah, vaya! —dijo decepcionado Lumpi—. Anton… ¡Pero a pesar de todo tengo hambre! —rugió él.

—Mañana podrás volar de nuevo con los demás —lo consoló Anna.

—¡Uaaah! —dijo Lumpi bostezando.

Para ello abrió bruscamente la boca con tanta vehemencia que Anton vio las relucientes y blancas filas de dientes de las que sobresalían los colmillos al menos dos centímetros. Anton tuvo escalofríos.

¡Si pudiera salir de la cripta…! Naturalmente, no debía tenerle miedo a Lumpi, pues alguien que tiene miedo es siempre una presa fácil…

Lumpi sonreía ahora.

—No te acerques tanto a mí —le dijo a Anton—, si no te voy a contagiar.

—Eh…, sí —dijo Anton, a quien, de todos modos, le horrorizaba acercarse a Lumpi—. Quizá lo mejor sea que me va… vaya en… enseguida a casa.

—¿Por qué? —dijo Lumpi riéndose irónicamente—. ¿No te encuentras a gusto entre nosotros?

—Sss… sí —tartamudeó Anton—. Lo… lo decía sólo por el peligro de contagio…

—Ahora vamos a jugar una partida de «Vam-piro-no-te-enfades» —declaró Lumpi sacando del ataúd una caja de cartón alargada.

—¡Qué bien! —exclamó excitada Anna—. Ven, Rüdiger, ayúdame a montar la mesa de juego.

Se dirigieron a un pequeño ataúd que había junto a la pared, le quitaron la tapa y lo llevaron a la galería delante del ataúd de Lumpi. Allí le dieron la vuelta, de modo que la parte plana quedaba como superficie de juego.

Lumpi colocó el tablero encima y dispuso las piezas. Los vampiros se sentaron en torno, sobre los ataúdes, y Anton los imitó vacilando.

—Yo cojo las fichas negras —declaró Lumpi.

—Y yo las rojas —dijo Anna.

—¿Y tú qué color quieres? —le preguntó Rüdiger a Anton.

—¿Yo? Eh…, amarillo.

—¿Quién empieza?

—Anton —dijo Lumpi—. Las visitas siempre empiezan.

Le alcanzó a Anton el dado y Anton tiró: salió cuatro.

—Mala suerte —dijo malicioso Lumpi, riéndose entre dientes—, sólo puedes salir con un seis.

Entonces tiró Rüdiger y Anton tuvo tiempo de mirar el juego: era exactamente igual que el «Hombre-no-te-enfades» de casa, sólo que en éste ponía con letras negras «Vampiro-no-te-enfades».

—¿De dónde…, quiero decir, cómo habéis conseguido el juego? —preguntó susurrando a Anna, que estaba acurrucada junto a él.

—Tío Theodor —dijo— lo encontró.

—¿Que lo encontró? —preguntó incrédulo. ¿Dónde podía uno encontrar un juego así?

—Bueno —se rió ella—, quizá lo cogiera simplemente.

En ese momento tiraba Lumpi. Sacó un dos.

—¡Qué guarrada! —rugió, lanzando el dado lejos, con rabia.

Rüdiger corrió tras él y lo trajo. Ahora le tocaba a Anna. Tiró el dado con gran energía. Se quedó muy cerca del borde del tablero: seis.

—¡No vale! —gritó Lumpi—. ¡Está rozando el borde!

—¡De ninguna manera! —chilló Anna—. ¡Está justo encima del tablero!

Antes de que ella pudiera coger el dado, Lumpi había golpeado con el puño encima del tablero, de modo que el dado voló en un elevado arco por los aires.

Anna se puso como un tomate, totalmente roja de ira.

—¡Nunca sabrás perder, nunca! —gritó.

Lumpi puso cara ofendida y no dijo una palabra. Lleno de dignidad volvió a echarse en el ataúd y cerró los ojos. Rüdiger se encogió de hombros y después empezó a buscar las piezas dispersas entre todos los ataúdes y a ponerlas en la caja de cartón. Mientras tanto, desde el ataúd de Lumpi llegó un ronquido satisfecho.

—¿Está durmiendo? —preguntó Anton susurrando.

Anna sacudió la cabeza.

—Sólo finge dormir. ¡Pero ay del que le moleste!

—Sí que es irascible —dijo Anton en voz baja.

—¡Pssst! —dijo Anna—. No lo provoques. Está en la pubertad.

—¿En la… qué? —quiso saber Anton.

—En los años de desarrollo —aclaró Anna.

—Ah, vaya —dijo Anton pensando en la voz de Lumpi, a veces aguda y a veces grave.

—Entonces está cambiando la voz.

—Exacto —dijo Anna—, y por eso es tan sensible y se ofende con tanta facilidad. Pero ¿sabes qué es lo peor?

—No, ¿qué? —preguntó Anton.

—Que nunca cambiará. ¡Murió precisamente en la pubertad!

—En ese momento empezó a crujir la piedra del agujero de entrada. Lumpi hizo como si durmiera, pero Rüdiger se había quedado parado y miraba fijamente la entrada de la cripta con los ojos dilatados de miedo.

Anna echó a Anton a un lado susurrando:

—¡Tienes que esconderte!

—Pero ¿dónde? —exclamó Anton.

—¡Pues…, en algún ataúd!

—En… entonces en el de Rüdiger —tartamudeó Anton.

Ése, al menos, lo conocía y ya había superado una vez con vida el repugnante olor de su interior. ¡Quién sabía qué sorpresas ocultaban los otros ataúdes!

Anna lo ayudó a meterse dentro y cerró la tapa sobre él. Rápidos pasos venían ya escaleras abajo y una voz demasiado bien conocida para Anton gritó:

—¡Ay, esto sólo podía pasarme a mí!

—¿Qué ocurre, tía Dorothee?

—Mi dentadura —se quejó ella—. Debo haberla olvidado en el ataúd.

Anton oyó cómo corría por la cripta.

—¡Aquí está! —exclamó aliviada—. ¡Imaginaos que hubiera desaparecido!

Al parecer, ya se había puesto la dentadura, pues sus últimas palabras habían sido mucho más claras y comprensibles.

—Bueno, me voy otra vez —dijo, pero de repente se detuvo—. Dime, Rüdiger —exclamó—, ¿cómo es que no estás en el ataúd?

—Ya estoy mucho mejor —contestó Rüdiger.

—¡No! eso no lo puedo permitir —declaró tía Dorothee—. ¡Si se enterase tu madre! Rüdiger, ahora mismo te vas al ataúd.

¡A Anton casi se le paró el corazón!

Se acercaron pasos, levantaron la tapa y una figura se metió junto a Anton en el ataúd.

—¿Lo ves? —susurró Rüdiger—. Es suficiente para dos.

En voz alta exclamó:

—¡Buenas noches a todos! —Y cerró sobre ellos la tapa del ataúd.

Oyeron cómo tía Dorothee subía la escalera y después de algunos minutos, Anna anunció:

—¡Se ha marchado! ¡Podéis salir!

Pero sólo un débil quejido salió del ataúd, y al abrir Anna, llena de ideas recelosas, la tapa, vio cómo Rüdiger se inclinaba sobre Anton, que tenía los ojos cerrados.

Asustada, gritó:

—¡Rüdiger! ¡¿No habrás atacado a Anton?!

Su chillido despertó a Anton.

Apenas vio al vampiro inclinado sobre él, soltó también un salvaje aullido.

Lentamente, Rüdiger levantó la cabeza.

—¿Os habéis vuelto locos? —dijo tranquilamente—. Si sólo le he hecho la respiración artificial…

—¿La respiración artificial? —preguntó desconfiado Anton, tocándose el cuello…, pero no se notó la más mínima mordedura y tampoco parecía sangrar.

—Te habías desmayado —aclaró Rüdiger— y entonces pensé…

—¡Ah, tú —lo increpó Anna—, tú y tu curso de primeros auxilios!

—Bueno, me… me voy —dijo abatido Anton.

Sus piernas se doblaban como si fueran de goma. Lentamente se levantó y salió del ataúd.

—¡Pobre Anton! —dijo Anna, acariciándole la cara para consolarlo—. Te llevo a casa.

—Gracias —murmuró Anton.

Juntos subieron los peldaños. Ya casi estaban arriba, cuando Rüdiger apareció junto a ellos, con cara compungida.

—Perdona, Anton —dijo avergonzado—, yo… yo sólo quería ayudarte. ¿No creerás que…?

—No —dijo Anton tendiéndole la mano—. Ya está olvidado.

—¡Me alegro! —suspiró Rüdiger—. Pensé que no querías volver a saber nada de mí.

—Ven, Anton —exclamó Anna desde la entrada—. No hay nadie.

—Entonces —dijo Anton deslizándose en el estrecho pozo—, hasta el sábado.

No pudo oír la respuesta de Rüdiger, pues Anna tiraba de él hacia arriba.