Historias de vampiros

—¿Sabes qué historia me ha gustado más de las de tu libro? —preguntó Anna cuando volaban en la noche juntos—. ¡La del vampiro de nieve!

—¿Qué vampiro de nieve? —preguntó Anton, que aún no había leído todas las historias.

—¿No la has leído? —dijo ella, y con una mirada soñadora empezó a relatarla—: Ocurre en las montañas, en una vieja casa completamente solitaria. Allí, después de la puesta de sol, tienen que cerrarse las cortinas en todas las habitaciones que miran al oeste, ¡y ay de ellos si las abren!

—¿Por qué? —preguntó Anton.

—Espera —dijo ella en un susurro—. Un día hay visitantes en la casa y comienza una tormenta de nieve. Una mujer va a la ventana y corre a un lado la cortina. Afuera ve una figura blanca que pasa lentamente al lado de la casa.

—¡El vampiro! —dijo Anton.

Anna asintió.

—¡Pero los visitantes no creen que es un vampiro! Piensan que es una mujer que se ha extraviado en medio de la tormenta de nieve. Uno sale para hacerla entrar…

—¿Y bien? —preguntó Anton con ojos brillantes.

—A la mañana siguiente lo encuentran. Está apoyado en un árbol. A su alrededor hay pequeños hoyos como si el viento hubiera levantado de un soplo la nieve.

—¡Pero en realidad había sido el vampiro de nieve! —exclamó Anton.

—¡Exacto! —dijo ella.

—A mí me ha gustado mucho la de la mariposa nocturna —dijo Anton—. Comienza en una noche lluviosa y tormentosa. El hombre del que se cuenta la historia está solo. De repente llaman. Va a la puerta. Afuera hay una mujer joven y muy hermosa. Tiene el pelo negro, orejas puntiagudas y labios muy rojos. Su voz es singularmente profunda y ronca…

Anna se rió.

—Él la invita a entrar porque piensa que debe de estar completamente empapada…

—Naturalmente, ella no está mojada en absoluto, ¿no? —preguntó Anna.

—No. Está completamente seca. El hombre, sin embargo, tiene un perro…

—¡Brrr! —dijo Anna estremeciéndose.

—… y ese perro —prosiguió Anton— lanza al verla un aullido de miedo tan terrorífico que el hombre tiene que llevarlo al jardín.

—¿Y entonces? —preguntó Anna.

—Cuando regresa el hombre, la mujer le pregunta por el camino de la ciudad. El quiere guiarla y sale delante de la puerta con el farol en la mano…

—… pero la mujer ha desaparecido —completó Anna.

En voz baja Anton siguió hablando.

—El hombre, sin embargo, tiene un amigo. Le cuenta lo de su visitante nocturna. El amigo le previene y le aclara que la mujer es un vampiro. Pero el hombre no se lo cree. Sólo le pide que se quede con el perro durante un par de días porque éste parece, de repente, tener miedo en su propia casa.

—¡Una suerte! —suspira Anna—. A los vampiros no les gustan los perros precisamente.

—Por la noche aparece la mujer por segunda vez. Se acerca a él y le pone sus manos gélidas sobre los hombros. A él le invade una extraña indolencia…, cuando, de repente, ¡siente entre sus dedos la Biblia!

—¡¿Qué?! —gritó Anna—. ¡¿Y me lo cuentas?!

Las aletas de su nariz temblaban y miraba a Anton con intensa indignación.

—Ahora dirás encima que el hombre…

—… lo atravesó, ¡sí señor! —se rió Anton, que estaba tan inmerso en su historia que no se daba cuenta en absoluto del efecto que causaba en Anna—. ¿Y quieres saber con qué?

—¡No! —chilló ella—. ¡No!

—¡Con una cerilla! —anunció Anton—. ¡Ella se había convertido de pronto en una mariposa nocturna y bastaba una simple cerilla afilada!

Sólo ahora miró a Anna. Tenía un aspecto lívido como el de un cadáver.

—¡Tú…, tú, tío bruto! —gritó, y le corrían las lágrimas por la cara—. ¡Lo has contado sólo para darme miedo!

—¡Nnn… no, claro que no! —dijo él, asustado—. No he pensado en absoluto que el asunto de la cerilla te…

Pero ella sacudió la cabeza en silencio y apresuró el vuelo, de forma que Anton ya no la podía seguir.

—¡Espera! —gritó—. No he pensado eso. No quería asustarte, de veras que no. ¡Perdona, por favor!

Pero ella siguió volando y rápidamente desapareció de la vista de Anton.

¿Y ahora? ¿Debía seguir volando solo hacía la cripta? Pero quizá ella le esperaba allí, y quién podía saber de qué espantosas acciones era capaz un vampiro indignado. ¿Y si volaba de regreso a casa? Pero ¿no era eso una traición a Rüdiger, que estaba en el ataúd con una intoxicación de sangre?

Mientras Anton aún reflexionaba, vio acercarse una pequeña sombra. Al principio se asustó, pero luego reconoció la cara de Anna.

—Lo he estado pensando —dijo ella en voz baja—. Ya no estoy enfadada contigo, ¿y tú?

—Yo tampoco —dijo tímidamente Anton.

—¡Ven, volemos entonces! —se rió y le cogió del brazo—. ¡Enseguida llegamos!