Hora crepuscular

—¿Tenéis algo en contra de que me vaya a mi habitación? —preguntó Anton.

—No —dijo la madre—. Pero ¿por qué?

—Es que aún tengo que hacer cosas para el colegio —murmuró.

Eso no era cierto, pero siempre resultaba una buena disculpa que los padres aceptaban de buen grado. En su habitación se tumbó en la cama.

«Ese estúpido Udo —pensó—, ¡¿qué se habrá creído?!» Naturalmente, Anton estaba contento de que, en general, hubiera colaborado; y, con todo, lo había hecho tan bien que los padres no habían advertido nada. ¡Pero la forma en que se había comportado en la mesa…! Bueno, ahora sus padres sabían al menos quién era Rüdiger y en el futuro ya no le pondrían nervioso con que cuándo podrían conocer a su amigo… ¡Ahora ya lo conocían!

Anton debió de dormirse, pues cuando abrió los ojos ya estaba oscureciendo. La casa estaba completamente en silencio. ¿Habrían salido sus padres? Anton fue a la puerta y escuchó atentamente. Tampoco oyó nada. Cuando los padres estaban en casa estaba encendida la televisión o puesta la radio; o se les oía hablar entre ellos. «Probablemente han ido de paseo», pensó Anton.

Tenía sed. Quizás aún quedaba algo del cacao que su madre había preparado para Udo. En la nevera encontró un trozo de tarta de requesón, pero para beber sólo había zumo de naranja. Puso el trozo de tarta en un plato, se sirvió un vaso de zumo y regresó a su habitación. En el pasillo advirtió un peculiar olor a moho que no había notado antes. ¿Vendría de la capa? Pero ésa olía mucho más a moho. ¡Rüdiger no podía ser porque siempre olía a algo chamuscado! Entonces… ¿otro vampiro?

Anton había dejado abierta la ventana…

Abrió temeroso la puerta y preguntó:

—¿Hay alguien ahí?

En lugar de una respuesta oyó una suave risita solapada.

—¿Rüdiger? —exclamó él en la oscuridad.

—No —contestó, risueña, una voz femenina.

—¿Anna? —exclamó Anton.

—¡Exacto! —llegó la respuesta, y se encendió la lámpara de noche de Anton. A su luz vio a Anna sentada en su cama, sonriendo de buen humor. Había cambiado: su pelo, que el domingo le caía desgreñado en mechones sobre los hombros, estaba ahora cuidadosamente peinado y brillaba. Sus ojos relucían y sus mejillas se habían teñido de rosa por la excitación, de forma que no estaba ya tan mortalmente pálida.

¿Qué podía querer de él? No sería…

Anna tuvo que haber adivinado sus pensamientos porque empezó a reírse con toda su alma.

—¿Has olvidado que me llamo Anna la Desdentada? —exclamó.

Anton se sintió bastante estúpido. Por decir algo le tendió el vaso y preguntó:

—¿Quieres zumo de naranja?

Ella sacudió la cabeza.

—Pero si tienes leche…

—Un momento —dijo Anton, y poco después volvió con un vaso de leche.

—Gracias —sonrió ella, y mientras bebía a pequeños sorbos miró a Anton de un modo que le desconcertaba.

—¿Quieres… llevarte otro libro prestado? —preguntó Anton tosiendo.

—¿Un libro? —dijo—. No.

—¿Y por qué…? —se detuvo—. ¿Por qué has venido?

—¡Sólo quería visitarte! —dijo ella con una sonrisa radiante—. Tú no tienes nada en contra, ¿no?

—¿Yo? No —murmuró.

—¿Y qué te parezco hoy? —preguntó.

—¿Eh…?, ¿tú…? —tartamudeó—. ¡Bi… bien!

—¿De veras? —dijo satisfecha, tirándose el pelo—. Fue tremendamente difícil —explicó—. ¡No me lo había vuelto a peinar desde hacía aproximadamente setenta y cinco años!

Con un gesto de descontento sacudió violentamente su capa.

—¡Qué cosa tan odiosa! —increpó—. ¿Sabes?, antes me daba completamente igual mi aspecto. Pero ahora… Seguro que te gustaría aún más con ropa normal, ¿no te parece?

—Bueno —dijo Anton—, tú necesitas ésa para volar.

—¡Pero es injusto! —se enojó—. ¡Las niñas-persona pueden ponerse lo que quieran; sólo las niñas-vampiro tienen que llevar siempre estos andrajos!

Apretó los dientes y parecía reflexionar.

—¿Puedo preguntarte algo? —quiso saber después.

—Claro —dijo sorprendido Anton.

—¿Qué te parecen los vampiros?

—¿Los vampiros?

Con esa pregunta no había contado él.

—Bien, naturalmente —contestó él.

—¿Y… las niñas-vampiro? —quiso saber ella.

—¿Las niñas-vampiro? —dijo él—. Es que sólo te conozco a ti.

—¿Y qué te parezco yo? —preguntó Anna, riéndose.

—Guapa —dijo Anton, sintiendo cómo se ponía colorado.

En el rostro de ella se pintaba la decepción.

—¿Sólo guapa? —exclamó—. ¡Yo a ti te encuentro mucho, pero que mucho más que guapo!

Al decir esto contrajo la boca como si fuera a llorar.

¿Y ahora qué? A Anton toda la conversación le resultaba incómoda; ¡hubiera preferido hablar de otras cosas menos embarazosas!

—¿Dónde… dónde está Rüdiger? —preguntó, para cambiar de tema.

—Rüdiger —sollozó ella—, tú solamente piensas en Rüdiger, ¿no?

—No —contestó Anton—, pero él quería recoger hoy la capa.

—¡Quería! —dijo ella sorbiéndose.

—¿Y bien? —dijo él—. ¿No va a venir?

—No —murmuró—. No puede.

—¿No puede?

—¡No, está enfermo!

—¿Enfermo?

Anton se asustó.

—¿Ha sido… el guardián del cementerio? —preguntó con voz temblorosa.

Ella sacudió la cabeza.

—Intoxicación de sangre —aclaró.

—¿Intoxicación de sangre? —murmuró Anton. ¿No era una enfermedad muy peligrosa?

—¿Y dónde está ahora? —preguntó.

—Con fiebre, en el ataúd.

Anton estaba tan desconcertado que no sabía en absoluto lo que debía decir. ¡Seguro que el pobre Rüdiger estaba completamente solo en el ataúd y nadie se preocupaba de él!

En cambio, cuando él estaba malo venía el pediatra a verle y sus padres le dejaban junto a la cama la más sabrosa fruta.

—¿Puedo ir a… visitarle? —preguntó titubeando.

—¿Visitarle? —rió Arma—. ¿Y si te ven mis padres? ¿O mis abuelos? ¿O mi tía? ¿O mi hermano Lumpi?

—Entonces mejor que no —dijo rápidamente Anton, a quien se le habían puesto los pelos de punta al oír mencionar a los diferentes vampiros.

—¿Está muy enfermo?

—¿Quieres decir si va a morirse? —preguntó Anna.

Anton asintió. No faltaba mucho para que empezara a llorar.

Pero Anna sólo se rió irónicamente.

—¡No te preocupes —dijo—, él ya está muerto!

En eso no había pensado Anton. A pesar de ello encontró la explicación de Anna poco tranquilizadora.

—Pero no se encuentra bien —dijo—. Debemos cuidarle.

—¿Y qué es… cuidar? —preguntó ella.

¡Al parecer no había oído nunca la palabra!

—Cuidar —dijo Anton— es cuando te ocupas de alguien, cuando juegas con él, le lees libros, le cuentas historias, lo consuelas…

Por lo menos siempre había sido así cuando él estaba enfermo. Cómo sería entre los vampiros no se lo podía imaginar.

—A nosotros no nos cuida nadie —dijo Anna—. Mis parientes o están en el ataúd y duermen, o están fuera y… —Hizo una pausa—. ¡Bueno, ya sabes! ¡En cualquier caso, nadie tiene tiempo para nosotros, y a mí nadie me ha leído nada, ni han jugado conmigo, ni tampoco me han contado historias!

Se sorbió la nariz y puso una cara afligida.

«¡Pobrecilla!», pensó Anton. ¡Si eso era verdad, ser niño-vampiro era realmente un castigo!

Siempre había pensado que sus padres tenían poco tiempo para él, ¡pero en comparación con los vampiros a él lo trataban en casa como a un príncipe!

—Pero nosotros sí podríamos cuidar a Rüdiger —propuso él—, tan pronto como se vayan tus parientes.

—¿Y si uno de ellos regresa antes de tiempo? —preguntó Anna.

Anton hizo un ademán denegando.

—Eso es improbable —dijo—. Además, yo ya estuve una vez en la cripta.

—¿Qué…? —exclamó sobresaltada Anna—. ¿Tú estuviste ya…?

—Pues claro —dijo Anton—, con Rüdiger.

—¿Y no os atrapó nadie?

—No; bueno, casi. Tía Dorothee… —dijo él—. Pero no se dio cuenta de nada porque yo me metí rápidamente en el ataúd de Rüdiger.

Anna hizo un ruidito silbante.

—Tía Dorothee… —dijo—, ¿sabes que es la peor de todos?

—¿De… de veras? —tartamudeó Anton.

—¡Sí! —dijo Anna—. ¡A mí una vez me quiso…, incluso a pesar de que yo misma soy un vampiro!

—¡liiih! —se le escapó a Anton, y al acordarse de la chillona voz de Tía Dorothee en la cripta, se tocó involuntariamente el cuello.

—Pero ella es la que está más tiempo fuera casi siempre —lo tranquilizó Arma—. Es la más voraz… Venga —dijo entonces—, ¿nos vamos a la cripta?

—¿A la cri… cri… cripta? —preguntó Anton, a quien, de pronto, le había abandonado todo su valor—. ¿Cre… crees que deberíamos?

—¡Seguro que sí! —dijo Anna—. Tú mismo has dicho que deberíamos cuidar a Rüdiger.

—Bueno —gruñó Anton—, si tú lo crees…

—Ven —apremió ella—. Tienes la otra capa, ¿no?

Nerviosa, se había subido ya en la repisa de la ventana.

—¡Vaya cara que va a poner Rüdiger! —se rió.

—¡Ojalá esto salga bien! —dijo Anton en voz baja mientras se cubría con la capa y se reunía con ella en la repisa.

Después echaron a volar.