La gran escena de Udo

—Tu Rüdiger no es precisamente muy puntual —dijo la madre el miércoles, cuando Udo, a las cuatro y media, no había llegado aún.

—Bah —dijo Anton—, no importa.

—¿Que no importa? —exclamó la madre—. ¡Mi café se va a quedar frío!

«Han puesto la mesa como para una visita oficial», pensó Anton. La vajilla buena, las cucharas de plata, candelabros…, y no había que olvidar la tarta de requesón que la madre había preparado después de comer y que tenía un aroma tan tentador; además, merengues, que a Anton tanto le gustaban, y, por último, las redondas galletas de chocolate con relleno dulce, que, al parecer, en otras ocasiones siempre eran demasiado caras.

—¿No quieres que llamemos por teléfono? —propuso la madre.

Y sin esperar la respuesta de Anton, cogió la guía telefónica. Pasó el dedo sobre las columnas leyendo:

—Schlotter, Schlotterbacke, Schlotterbein, Schlottermann, Schlotterzahn…, no viene Schlotterstein —dijo mirando a Anton.

—Si me hubieras preguntado, te lo hubiera dicho —aclaró Anton.

—¿Sabías que no tienen teléfono? —preguntó ella.

—No —dijo Anton—. Sólo me lo he… imaginado.

—¿Y por qué? —preguntó, frunciendo el ceño, su madre.

En ese momento sonó el timbre. Aliviado, Anton se levantó de un salto.

—¡Ése es él! —exclamó, corriendo hacia la puerta.

«¡Ojalá sea él de verdad!», pensó. Pues ¿qué iban a decir sus padres si Udo le dejaba en la estacada?

¡Era Udo! Anton casi no le había conocido: tan raro estaba con los pantalones oscuros y la camisa negra sobre la que, según lo acordado, llevaba la capa.

—Hola —se rió irónicamente—. ¿Qué aspecto tengo?

Anton miró temeroso hacia atrás.

—¡Pssst! —susurró—. ¡No debemos descubrirnos!

Dijo en voz alta:

—¡Hola, Rüdiger! Entra.

Ahora apareció también la madre en el pasillo.

—¡Qué agradable! —dijo ella—. Buenas tardes, Rüdiger. Me alegro de conocerte.

—Buenas —dijo Udo haciendo una profunda reverencia.

—La casa ya la conoces —dijo observando atentamente a Udo—, ¡pero no nos hemos encontrado nunca! Aquella vez te habías escondido en el armario, y cuando tuve preparado el té ya te habías vuelto a marchar.

Udo estaba de pie ante ella sonriendo amablemente.

—Por cierto —dijo la madre—, ¿qué te parece la capa?

—¿La capa? —dijo Udo—. ¡Bien!

—¿Y no has notado absolutamente nada?

—¿Notado? —preguntó Udo mirando desconcertado a Anton—. ¿Qué?

—Bueno, los agujeros —se rió la madre—. ¡Que los he zurcido!

—Ah, pues vaya —murmuró Udo—. Muchas gracias.

—Anton pensaba que no querías que los zurcieran.

—¿Sí? —dijo Udo—. ¿Y por qué no?

—¡Pues porque tenía que ser un auténtico disfraz de vampiro! —salió Anton en su ayuda.

—¡Ah, sí! —dijo Udo llevándose una mano a la cabeza como si sólo entonces se hubiera acordado—. ¡Mi disfraz de vampiro, naturalmente! ¿Sabe usted? —se dirigió a la madre—. ¡Sin zurcir parecía mucho más horrible!

La madre se rió.

—Dejemos eso, venid.

«¡De cualquier forma —pensó Anton—, el primer obstáculo estaba superado! Udo no representaba nada mal su papel. ¡Los tres marcos de deuda de la apuesta, que Anton le había perdonado, eran realmente un bajo precio!»

—Espero que te guste, Rüdiger —dijo la madre, sentándose a la mesa para tomar el café.

—Sí, gracias —gruñó Udo, que primero se había comido un trozo de tarta de requesón y ahora se estaba metiendo un merengue en la boca.

—Al principio no sabía qué ofrecerte —sonrió la madre—, pues Anton ha contado cosas tan extrañas sobre tus costumbres gastronómicas…

—Ah, ¿sí? ¿Qué? —preguntó Udo.

—Bueno —dijo la madre sirviéndose café—, ¡que tú no comes ni bebes nada a excepción de una cosa que nosotros no tenemos en casa!

—¿Cómo dice? —dijo Udo.

La madre sonrió satisfecha.

—¡Pero según veo tienes un apetito excelente!

Udo asintió y cogió otro merengue.

—Siempre he tenido buen apetito —masculló con la boca llena—. Mi madre siempre dice: «Udo, te vas a tragar hasta el último pelo de la cabeza».

—¿Cómo dices? —quiso saber la madre sorprendida—. ¿Udo?

—Bueno, sí —dijo Udo—, mi segundo nombre, ¿sabe usted? Rüdiger-Udo von Schlotter…

Se detuvo y miró a Anton buscando ayuda.

—¡Schlotterstein! —le sopló Anton moviendo los labios.

—Schlotterschrein —dijo Udo, que no le había entendido correctamente.

—¿Cómo? —dijo confusa la madre—. ¿Schlotterschrein?

—Quería decir Schlotterschwein —se corrigió Udo.

—¡Ah! —dijo la madre—. ¡Vosotros queréis volverme loca!

—No, no, de veras que no —aseguró Udo mientras cogía el tercer merengue.

—¡Eh! —exclamó Anton—. ¡Déjame alguno!

—Pero, Anton —le reprochó la madre—, ¿se habla así a un invitado?

—¿Qué significa invitado? —exclamó indignado Anton—. Y además…, ¡ningún invitado se come tres merengues seguidos!

—Cierto —dijo Udo, cogiendo con la mayor tranquilidad el cuarto y último merengue—, ¡pero sí cuatro!

Anton se quedó mudo. ¡Le conseguía a Udo una invitación para comer pasteles y él engullía como si durante una semana no hubiera comido nada! Y además, ¡qué iba a pensar su madre de sus amigos!

—Rüdiger —dijo Anton, y de repente su voz sonó completamente ronca—, creo que ahora debes irte.

Pero Udo no pensaba en irse. Sonrió de forma desvergonzada y se llenó el plato de galletas de chocolate.

—¿Y eso por qué?

—Porque… —empezó Anton.

Entonces llamaron al timbre.

—Ése será papá —aclaró la madre levantándose.

—¿Papá? —preguntó sorprendido Anton.

—Iba a venir algo más pronto —dijo la madre.

Cuando estuvo en el pasillo, Anton se echó encima de Udo.

—Si crees que aquí puedes hacer lo que quieras… —bufó.

—Sí, ¿qué pasa? —preguntó Udo con fingida amabilidad.

—Entonces, entonces… —resolló Anton.

Pero antes de que se le hubieran ocurrido las palabras adecuadas ya estaba el padre en la habitación.

—¡Hola, Rüdiger! —dijo.

Udo se levantó a medias y gruñó:

—Buenas.

—Al fin nos conocemos también nosotros —dijo el padre sentándose.

«A mí ni me saluda —pensó Anton—. ¡Pero es que yo tampoco soy ninguna visita!»

—¡Y tú eres el que siempre celebra el carnaval! —dijo el padre a Udo.

—¿Quééé? —preguntó Udo.

—Anton nos ha contado que tú celebras el carnaval ininterrumpidamente, por así decirlo.

—¡Ay! —gritó Udo, pues Anton le acababa de pegar un fuerte pisotón por debajo de la mesa—. Carnaval —murmuró—, ¡sí, naturalmente!

—¿Y —preguntó el padre— dónde lo celebras, ahora, en pleno verano?

—¿Dónde? —Udo puso cara de estupidez.

Como no se le ocurrió ninguna respuesta, cogió otro par de galletas.

—En algún sitio tienes que celebrarlo, ¿no? —se rió el padre.

—Déjalo —dijo Anton—, quizá no quiera descubrirlo.

—¡Exacto! —dijo Udo asintiendo.

El padre señaló la capa y dijo:

—Ya llevas puesto el disfraz. ¿Acaso vas hoy también de carnaval?

—Ho… hoy no —dijo Udo—, pero ma… mañana sí. Y, además, me tengo que ir ya.

—¿Ya? —preguntó la madre, que venía de la cocina con café recién hecho.

—Sí, por desgracia —dijo Udo—, todavía tengo cosas que preparar.

—Ah, ¿sí? —sonrió el padre—. ¿Lavar tus dientes de vampiro? ¿O no tienes una dentadura de goma?

—¿De… dentadura de goma? —preguntó Udo.

—¡Sin embargo, un disfraz de vampiro debe tener una dentadura de goma! —dijo el padre—. Si no tienes una dentadura apropiada no eres un vampiro.

Udo se había puesto completamente pálido. Incluso las galletas parecían no gustarle ya, pues se levantó y murmuró:

—Me tengo que ir. —Y se fue hacia la puerta.

—¡Adiós, Rüdiger! —exclamaron sorprendidos los padres.

—Adiós —dijo Udo.

Anton lo acompañó a la puerta… Cuando estuvieron en la escalera preguntó:

—¿Por qué te has ido tan repentinamente?

—¿Por qué? —dijo Udo, riéndose burlonamente—. ¡Porque no tengo ninguna gana de dejarme exprimir como un limón! Además, conozco a tu padre.

—¡Me voy a volver loco! —dijo Anton tomando aire—. ¿Y de qué?

—De la oficina —respondió Udo—; mi padre y el tuyo están en el mismo despacho.

—¿Y no te ha reconocido?

—Creo que no —dijo Udo, riéndose—. Así, con la pinta que tengo…

En voz alta añadió:

—Bueno, Anton, chao.

—¡Un momento! —gritó nervioso Anton cogiendo por el brazo a Udo—. ¡La capa!

—¡Ah, vaya, el trapo! —dijo Udo, sacándoselo con repugnancia por la cabeza—. ¡Aquí tienes! ¡De todas formas no me lo volveré a poner!

Anton la enrolló rápidamente y la metió debajo de su jersey.

—Chao, Rüdiger —dijo en voz tan alta que también sus padres tuvieron que oírlo; después volvió a la puerta de la casa y la cerró.

¡Era una bendición que Udo, ese tipo tan desvergonzado, se hubiera marchado! ¡Ahora sólo tenía que poner a seguro la capa!

Recorrió con precaución el pasillo. La puerta de la sala de estar sólo estaba entornada y oía hablar en voz baja a sus padres. ¡Seguro que estaban sentados a la mesa y hablaban del supuesto Rüdiger!

—Anton —preguntó la madre al pasar él—, ¿estás ahí?

—¡Enseguida! —gritó corriendo rápidamente a su habitación.

—¿Qué pasa? —preguntó la madre.

—Nada —gritó de buen humor Anton mientras escondía la capa debajo de la cama—. Ya voy.

Como había esperado, sus padres estaban sentados a la mesa, con caras preocupadas.

—¿Y bien? —preguntó enérgicamente Anton—. ¿Qué os ha parecido?

—Bueno —dijo la madre—, muy hablador no era.

—Nunca lo es —aclaró Anton.

—Y tampoco tiene precisamente los mejores modales en la mesa —añadió ella.

—Efectivamente —dijo Anton suspirando al pensar en los cuatro merengues que se le habían escapado.

—No puedo imaginarme que ese Rüdiger sea tu amigo —opinó ella.

«¡Yo tampoco!», asintió mentalmente Anton. En voz alta preguntó:

—¿Y a ti, papá, qué te ha parecido?

—¿A mí? —dijo el padre—. No lo he visto apenas. Pero me resultaba en cierta forma conocido. Si supiera por qué.

«Sí, sí —pensó Anton, que no pudo disimular la risa—, ¡si tú supieras!»

—¿Es que tú lo sabes? —preguntó el padre.

—¿Yo? —exclamó Anton poniendo su expresión más inocente—. ¡No!

Una sensación de victoria lo embargaba y casi hubiera gritado de júbilo: ¡Todo había salido exactamente como él lo había planeado! Y era más que improbable que su padre volviera a pensar dónde había visto antes a Udo. ¿O no?