Anton dormía ya cuando, esa misma noche, llamaron suavemente a la ventana. Esta vez tenía las cortinas cerradas y así, parpadeando adormilado, sólo pudo reconocer los contornos de dos oscuras figuras que estaban acurrucadas delante de la ventana. Enseguida estuvo completamente despierto. Naturalmente eran vampiros, pues ¡quién si no hubiera podido en medio de la noche llamar a la ventana de su casa en un sexto piso! Pero ¿cómo es que eran dos? ¡Rüdiger siempre había venido solo! ¿Sería, quizá, una trampa? ¿Habrían quizá llegado a saber dónde vivía? Pero ¿no le habría prevenido entonces Rüdiger? No, reflexionó Anton, era mucho más probable que fuese el propio Rüdiger…, pero ¿a quién podía haber traído consigo?
Llamaron de nuevo, pero con mucha más impaciencia. Caminó de puntillas hacia la ventana y atisbo entre la cortina: reconoció al pequeño vampiro que se había envuelto hasta por encima de la barbilla en su capa, y junto a él a un segundo vampiro aún más pequeño, que llevaba igualmente una capa negra.
—¡Anton! —oyó entonces la voz ronca de Rüdiger—. ¡Soy yo!
Con el corazón latiendo muy deprisa, Anton echó a un lado la cortina: …¡junto al vampiro había una niña-vampiro! Estaba tan sorprendido que, durante unos segundos, se quedó tan quieto como si hubiera echado raíces.
—¡Abre de una vez! —exclamó el vampiro deslizándose intranquilo de un lado a otro sobre la repisa de la ventana.
Anton se apresuró a abrir la ventana. Casi sin ruido entraron ambos en la habitación.
—Mi hermana —dijo el vampiro señalando a la niña-vampiro—, Anna la Desdentada.
Anna tenía una cara pequeña y blanca como la nieve, ojos de color rosa y una cara redonda. Sonrió amablemente a Anton.
Luego se puso colorada.
—No tienes que decir siempre «Anna la Desdentada» —protestó—. Al fin y al cabo, ya crecerán, y, además, ¡tú a mi edad tampoco tenías!
—Ella es la única de la familia que se alimenta de leche —rió el vampiro.
—¡Pero ya no por mucho tiempo! —dijo orgullosa Anna.
—Ella quería conocerte como fuera —declaró el vampiro.
—¿A mí? —preguntó Anton.
El rostro de Anna se había puesto rojo oscuro.
—¿Y bien? —dijo ella mirando obstinada a su hermano—. ¿Está prohibido?
Dirigiéndose a Anton continuó, sonriendo:
—Es que quería ver tus libros. ¡Él… —Y al decir esto señaló a su hermano— me ha contado que tienes muchísimos!
Fue a la estantería y sacó un libro.
—Éste, por ejemplo: ¡las doce historias más terribles de vampiros! ¿Me lo prestas?
—Eh…, sí —dijo Anton.
—Gracias —sonrió ella haciendo desaparecer el libro bajo su capa. Al hacerlo, le lanzó a Rüdiger una mirada de triunfo.
«Para ser un vampiro, tiene bastante buen aspecto —pensó Anton—. Si no estuviera tan fantasmagóricamente pálida y no tuviera esos cercos tan oscuros bajo los ojos…» Pero ¿cómo se le podían ocurrir semejantes ideas? ¡Él y una niña-vampiro!
Rüdiger, entretanto, se había puesto cómodo encima del escritorio de Anton. Miraba con curiosidad a su alrededor.
—Dime —preguntó—, ¿dónde está mi segunda capa?
Anton había estado temiéndose todo el rato esa pregunta.
—Pues… —dijo mientras observaba con el rabillo del ojo cómo Anna ojeaba un libro tras otro—, no está aquí.
—¿No está aquí? —se sorprendió el vampiro.
—La he prestado —dijo Anton.
—¡¿La has prestado?!
De repente se pintaron el enfado y la desconfianza en el rostro del vampiro.
—¿Y cómo es eso?
—Bueno… —murmuró Anton—, mis padres… —Se detuvo, pues por primera vez pensó que sus padres estaban durmiendo en la habitación de al lado. Siguió hablando en susurros—: ¡Mis padres querían que te invitara!
—¿A mí? —exclamó sobresaltado el vampiro.
—¡Sí, nada menos! —dijo Anton—. ¡Porque he hablado tanto de tí! ¡Por eso tuve que ir hoy al cementerio con la capa!
—¿Al cementerio? —exclamó el vampiro—. ¿Y por qué no nos hemos encontrado?
También Anna aguzó el oído.
—¡Ay —exclamó—, y yo no te he visto, Anton!
—¡Es que era por la tarde! —dijo Anton.
—¡Qué lástima! —suspiró Anna.
—Sí, y cuando estaba en el cementerio —prosiguió Anton— apareció de pronto mi amigo del colegio Udo… («¡Rüdiger no tenía por qué saber de ninguna manera que eran amigos!») ¡Y tuve entonces la idea salvadora!
—¿Qué tipo de idea salvadora? —preguntó el vampiro.
—¡Muy sencillo! —dijo Anton—. ¡Mi amigo Udo te sustituirá!
—¿Sustituirme? —se sorprendió el vampiro—. ¿Cómo?
—Pues… él no vendrá con su auténtico nombre —dijo Anton.
—¿No? —preguntó el vampiro—. ¿Con cuál entonces?
Anna se rió para adentro.
—¡Con el de Rüdiger von Schlotterstein, naturalmente, tonto!
—¿Y eso servirá? —preguntó confundido el vampiro.
—Claro —dijo Anton—, mis padres aún no te han visto. Y, por lo demás, se lo he contado todo a Udo.
—¿Qué es… todo? —preguntó cortante el vampiro, acechando con la mirada a Anton.
—¡Naturalmente, nada sobre la cripta! —dijo rápidamente Anton—. ¡Y sobre tus parientes tampoco! De todos modos, no cree en vampiros.
—¡Es una suerte! —dijo el vampiro respirando aliviado.
—¡Pero Anton sí cree en vampiros! —canturreó Anna dando palmadas alegremente.
—¡Pssst! —siseó el vampiro.
Anna bajó avergonzada los ojos.
—No me regañes siempre —dijo—, ¡qué va a pensar Anton de mí!
—Anton piensa exactamente lo correcto —dijo el vampiro—: ¡que eres una tonta enamorada!
—¿Quééé soy yo? —chilló Anna.
Contraída de rabia se colocó delante de Rüdiger.
—¡Repite eso! —dijo agitando su pequeña mano, que se había cerrado en un puño.
—Está bien —concedió Rüdiger—, perdona.
Sobre el rostro de Anna se pintó una sonrisa satisfecha y mientras echaba a Anton una mirada efusiva volvió sobre la cama.
—¿Y cuándo voy a recuperar la capa? —preguntó el vampiro.
—¿La… la… capa? —tartamudeó Anton.
Temeroso, seguía mirando fijamente a la puerta, que podía abrirse en cualquier momento.
¡En otras ocasiones sus padres se despertaban con la más pequeña tos! Incluso la música de la radio muy bajita los despertaba, de modo que Anton se había preguntado para qué le habían comprado el radio-cassette. ¡Y Anna acababa de encontrarlo!
Giró el botón y, antes de que Anton pudiera intervenir, sonó, alta, música pop.
—¡No! —gruñó Anton; pero ya era demasiado tarde, porque en ese instante se abrió la puerta de la habitación de al lado.
—¡Rápido! —susurró apagando la radio—. ¡Escondeos!
Apenas se habían arrastrado Rüdiger y Anna bajo la cama de Anton cuando su madre estaba ya en la puerta. Su rostro parecía gris y arrugado y el pelo formaba desgreñados rizos alrededor de su cabeza.
—Anton —dijo cansada—, ¿cuántas veces te hemos dicho ya que…?
—Sí, sí —respondió rápidamente Anton—. ¡Lo siento!
La madre lo miró de nuevo con reproche y sacudió la cabeza; después se dio la vuelta para marcharse. Pero se quedó parada en la puerta.
—Anton —dijo ella olisqueando—, ¿qué es lo que huele así?
—Na… nada —murmuró Anton.
—Sí, sí —dijo la madre—, vuelve a oler tan…, ¡a moho!
—¿Cómo a moho? —dijo Anton colocándose delante de la cama.
—¡Algo huele así aquí! —repitió la madre.
Lentamente, caminó por la habitación examinando cada rincón con miradas recelosas. Sólo olvidó mirar debajo de la cama, y se quedó parada e indecisa en medio de la habitación.
—Anton —dijo—, ¿cuándo te has lavado por última vez?
—¿La… lavado? —murmuró Anton—. A… ayer.
Debajo de la cama se rieron.
—¡No tienes por qué reírte! —dijo la madre a pesar de que Anton no había abierto la boca—. ¡Sabes que te tienes que lavar todos los días! —Y mientras, indignada, resoplaba por la nariz, añadió—: ¡Ya sabes lo que pasa cuando uno se lava sólo cada dos días!
De nuevo se oyó una débil risa contenida.
—¡Tú ríete! —exclamó enfadada—. ¡Mañana cuidaré de que te laves!
Dicho esto, fue hacia la puerta y la cerró tras sí dando un portazo. Anton oyó cómo cerraba también la puerta de la habitación de al lado y después se dejó caer agotado en la cama.
—¡Por un pelo! —murmuró.
—¿Qué pelo? —preguntó curiosa Anna saliendo de debajo de la cama.
—Es un dicho —aclaró con desprecio Rüdiger—, ¡pero Anna todavía es un bebé y no lo sabe!
—¡Bah! —dijo Anna sacando la lengua.
—Ahora nos tenemos que ir —anunció el vampiro.
—¿Ya? —exclamó decepcionada Anna.
—Sí —gruñó el vampiro saltando al alféizar—. Pronto será de día. ¡Vamos!
Anna miró suplicante a Anton.
—¿Me dejas volver a visitarte pronto? —preguntó.
—Eh…, sí —dijo sorprendido Anton.
—¡Bien! —gritó ella de alegría, y de un salto salió por la ventana abierta, ante la cual aleteó arriba y abajo como una gran mariposa.
—¿Y mi capa? —preguntó de nuevo el vampiro. ¿Cuándo la tendré?
—El mi… miércoles —respondió Anton.
—Bien —dijo el vampiro, y añadió en voz baja—: Es que no es mía. ¡La he cogido del ataúd de Tío Theodor!
—¿El de la es…, es…?
«Estaca», iba a decir Anton, ¡pero pudo callarse a tiempo! ¡Ya había visto una vez cómo reaccionaba el vampiro cuando le mencionaban las estacas!
Pero de todas formas el vampiro no había oído las últimas palabras de Anton, pues ya estaba volando en la noche.
«¡Lo principal es que Udo no olvide la capa el miércoles!», fue el último pensamiento de Anton antes de dormirse.