Durante un momento Anton permaneció de pie, indeciso. ¿Debía seguirlo al interior de la cripta? ¿Quién le decía que no era una trampa? Por otro lado…, ¿no había sido siempre el vampiro sincero con él? ¿Y no era mucho más peligroso estar allí solo en medio de la noche y en el cementerio? Si, por ejemplo, volviera en ese momento uno de los vampiros… ¡No! ¡En cualquier caso era mejor confiar en Rüdiger, que conocía todos los peligros del cementerio, y bajar!
Anton metió sus piernas en el agujero y resbaló lentamente hacia abajo. Al principio era una sensación excitante deslizarse así en el interior de la tierra, pero cuando ya sólo su cabeza y sus brazos asomaban fuera del agujero y tenía que decidirse a saltar, se sintió incómodo. ¿Qué ocurriría si el pozo era mucho más profundo…? ¿Podría volver arriba alguna vez?
Pero entonces oyó muy cerca la voz del vampiro:
—¡Salta, Anton! —Y se dejó caer.
Aterrizó sobre una plataforma. Por encima de él, todavía al alcance de sus manos, se encontraba el agujero de entrada. Se puso de puntillas y colocó la piedra sobre el agujero. Ahora estaba completamente oscuro a su alrededor y no vio nada hasta que sus ojos se acostumbraron lo suficiente a la oscuridad como para poder reconocer los escalones que conducían al interior de la cripta. Un débil resplandor subía hasta él y olía a podredumbre y a moho.
—¿Estás ahí? —exclamó Anton con voz temerosa.
—Sí, ven —respondió el vampiro.
Con pasos inseguros, Anton fue hacia abajo escalón por escalón hasta llegar de repente a una gruta. Era una habitación baja, sólo iluminada débilmente por la delgada vela que estaba encendida en un nicho junto a la entrada. A excepción de los ataúdes apoyados en las paredes, estaba completamente vacía. Encima del primer ataúd estaba de pie el pequeño vampiro mirando de frente a Anton con una resplandeciente sonrisa.
—¡Bienvenido a la Cripta Schlotterstein! —exclamó, y preguntó orgulloso—: Bueno, ¿qué dices ahora?
—Yo… —dijo Anton quedándose cortado.
¿Podía acaso confesar que encontraba horrible la cripta y que temía asfixiarse debido al repugnante olor?
—Un sitio estupendo, ¿no te parece? —dijo entusiasmado el vampiro.
—¿Y por qué… Schlotterstein? —preguntó Anton con voz débil.
—¡Porque —informó el vampiro— éste es el último retiro de la familia Von Schlotterstein!
—¿Tú también te llamas Schlotterstein? —preguntó Anton.
—¡Efectivamente! ¡Soy Rüdiger von Schlotterstein, por favor!
Al decir esto hizo una ridícula reverencia durante la cual Anton vio su delgado y rugoso cuello.
—¡Y ahora —exclamó el pequeño vampiro saltando desde el lugar en donde estaba— voy a enseñarte los ataúdes!
Cogió la vela, tomó a Anton del brazo y entró con él en la cripta. La trémula luz de la vela arrojaba fantasmagóricas sombras que bailaban en la pared. Anton sintió que se le secaba la boca.
—Aquí puedes ver el ataúd de mi querida abuela —aclaró el vampiro, de pie ante un ataúd grande y adornado con muchas tallas en la madera—. Sabine von Schlotterstein la Horrible.
—¿La Horrible? —preguntó Anton.
—Bueno, eso fue antiguamente —lo tranquilizó el vampiro—. Al fin y al cabo ella fue el primer vampiro de la familia y tenía que adquirir fama en todas partes.
Anton observó el ataúd con espanto. ¿Qué podría yacer allí dentro durante el día?
—Y éste —dijo el vampiro al lado del siguiente ataúd— es de Wilhelm, mi abuelo. Sabine, naturalmente, lo mordió a él primero y así él la siguió muy pronto y pudo protegerla enérgicamente en sus salidas nocturnas. Se llamaba entonces Wilhelm el Tétrico —añadió riéndose para sí.
—¿Tuvo también él que… adquirir fama? —preguntó Anton.
—No —respondió el vampiro—, pero siempre tenía un hambre tremenda.
Anton sintió que le corría un escalofrío por la espalda.
—¿Y de quién es éste? —preguntó rápidamente señalando el tercer ataúd.
—Éste es de mi padre —aclaró el vampiro—, Ludwig von Schlotterstein el Terrible, el hijo mayor de Sabine y Wilhelm von Schlotterstein. Juntó a él yace mi madre, Hildegard la Sedienta. Mi padre, naturalmente, ya era vampiro cuando se casaron. Mi madre, ciertamente, no sabía nada. Sólo estando ya en el Castillo de Schlotterstein…
No siguió hablando, sino que hizo una mueca y castañeteó sus dientes.
—Sí, y éste —continuó— es mi ataúd. Puedes incluso meterte en él.
—No, gracias —murmuró Anton—, mejor no.
—¿Por qué no? —exclamó el vampiro apresurándose a levantar la tapa. El interior del ataúd estaba revestido de terciopelo negro, que, en ciertos sitios, parecía ya bastante gastado. En la cabecera había un pequeño cojín negro sobre el cual descubrió Anton sus dos libros.
—¿Eso es todo? —preguntó decepcionado.
—¿Por qué? —exclamó el vampiro.
—Bueno —dijo Anton—, yo me lo había imaginado algo más confortable.
—¿Más confortable? —preguntó el vampiro poniendo una cara sorprendida—. ¿Cómo?
—Quizá algo más…, es…, espacioso —tartamudeó Anton que sintió que había dicho algo malo.
—¿Más espacioso? —exclamó indignado el vampiro—. ¿Acaso no hay sitio suficiente? ¡Incluso queda espacio para ti si nos apretamos un poco!
Al decir esto se metió en el ataúd, puso los libros a un lado y se estiró cómodamente.
—¿Lo ves? —exclamó—. ¡Todavía hay sitio para ti!
—Es cierto —murmuró Anton—, no hubiera pensado en absoluto que fuera tan…
—No tienes que pensar —exclamó impaciente el vampiro—, ¡sino meterte en él!
—Eh… yo… —dijo Anton acercándose al siguiente ataúd—. Llevo todo el tiempo preguntándome a quién pertenecerá este bonito ataúd.
El vampiro levantó la cabeza y gruñó:
—A mi hermana pequeña. Pero ven de una vez.
—¿Y el de ahí detrás? —exclamó confundido Anton. ¡Nunca jamás se metería con Rüdiger en el ataúd!
—Ése es de mi hermano —dijo el vampiro rechinando los dientes—. Lumpi von Schlotterstein el Fuerte.
—¿Y cómo… se llama tu hermana? —Anton intentó una vez más desviar la atención.
En ese momento oyó una suave llamada que parecía venir de uno de los ataúdes. Se quedó rígido de espanto. ¿No estaban solos en la cripta? ¿Le había mentido Rüdiger? Pero también en el rostro del vampiro se reflejaban la sorpresa y el miedo.
—¡Pssst! —susurró mientras salía ágilmente del ataúd—. Eso no puede significar nada bueno. Tienes que esconderte.
—¿Esconderme? —exclamó asustado Anton—. ¿Dónde?
El vampiro señaló un ataúd cuya tapa aún estaba abierta.
Entonces volvieron a llamar, pero esta vez mucho más alto y con más fuerza, y ahora pudieron reconocer claramente de qué ataúd venían los golpes.
—¡Tía Dorothee! —exclamó asustado el vampiro.
Su rostro parecía de repente aún más blanco y sus dientes castañeteaban como si tuviera escalofríos.
—¡Rápido, a mi ataúd! —exclamó—. ¡Si tía Dorothee te encuentra aquí estás perdido!
A Anton se le había metido de tal modo el miedo en el cuerpo que se dejó arrastrar inconscientemente al ataúd y se metió dentro.
—¡Y sin rechistar! —le recomendó encarecidamente el vampiro antes de cerrar la tapa.
Entonces Anton se encontró solo. Una oscuridad como boca de lobo lo rodeaba, y olía tan repugnantemente que casi se ponía malo.
Procedente de la cripta oyó la voz del vampiro:
—Ya voy, tía Dorothee.
Una tapa de ataúd chirrió y entonces estalló un griterío ensordecedor.
—¡Qué infamia! —aulló una estridente voz femenina—. ¡Me dejáis morirme de hambre aquí dentro! ¡Diez minutos más y me hubiera muerto de debilidad!
—Pero, tía Dorothee —dijo el vampiro—, ¿por qué no has abierto tú misma la tapa?
—¿Por qué? —refunfuñó—. Porque estoy tan agotada que apenas podía llamar. Además, me había desmayado de hambre.
Por los ruidos que siguieron reconoció Anton que la tía se levantaba del ataúd.
—¡Ay, qué débil estoy! —se quejó—. ¡Si al menos tuviera algo que comer!
—Pero ¿qué es esto? —exclamó con la voz de pronto completamente cambiada—. ¡Huelo sangre humana!
A Anton se le paró el corazón. ¡Si ella lo encontraba allí…!
—Pero tía —dijo el vampiro—, eso es completamente imposible. Debes de estar equivocada.
—Yo nunca me equivoco —declaró la tía—. En cualquier caso…, también podría venir de fuera…
—Quizá está paseando un hombre con su perro en este momento —dijo el vampiro—. De todas formas, ¡apresúrate antes de que se vaya!
—¡Tienes razón! —exclamó excitada la tía—. ¡Si no me doy prisa se habrá marchado!
Anton oyó cómo se precipitaba escaleras arriba y echaba la piedra a un lado. Después todo quedó en silencio. Anton contuvo la respiración y escuchó atentamente. ¿Se había ido también Rüdiger? Pero entonces oyó leves pasos escaleras abajo e inmediatamente levantaron la tapa del ataúd.
—Hola —dijo el vampiro riendo irónicamente.
Anton levantó la cabeza y preguntó cauteloso:
—¿Se ha marchado?
—Claro —se rió el vampiro—, está buscando al hombre del perro.
Anton se había sentado en el borde del ataúd. Se sentía muerto de cansancio.
—No tienes una pinta especialmente animada —dijo el vampiro.
—Quiero irme a casa —murmuró Anton.
—¿A casa? —exclamó el vampiro—. ¡Pero si la noche acaba de empezar!
Anton sólo negó en silencio con la cabeza.
—Está bien, si quieres —gruñó el vampiro—, podemos volar de vuelta. ¡Pero no olvides tus libros!
Apenas diez minutos después Anton estaba echado en su cama. Miró una vez más a la ventana que había cerrado al entrar, tras la que la noche se veía negra y extraña. Después cerró los ojos y se durmió.