—Anton —preguntó la madre al día siguiente—, ¿va a venir hoy tu amigo?
Los padres querían ir esa noche al teatro y por ello se habían vestido especialmente elegantes: la madre llevaba el vestido brillante con mucho escote y el padre su traje de terciopelo y la corbata de seda.
Anton, que ya esperaba a la puerta de la casa para decirles adiós, tosió tímidamente y dijo:
—Ejem, quizá…, es decir, en caso de que no vaya al carnaval…
—¿Cómo? —exclamó el padre—. ¿Quién va al carnaval?
Riéndose dijo la madre:
—El nuevo amigo de Anton. Parece que celebra el carnaval a lo largo de todo el año.
El padre puso cara de incomprensión.
—¿Y sabes con qué disfraz? —se rió la madre—. ¡De vampiro!
Ahora el padre tenía tal pinta de estupidez que a Anton le hubiera gustado reírse a carcajadas. Pero prefirió controlarse…, ¡si no iba a haber bronca y a lo mejor su padre se quedaba en casa por el disgusto! Pues ¿quién sabe qué ideas se les ocurren a los adultos?
—En cualquier caso —dijo la madre a Anton—, querríamos conocer pronto a tu amigo. Y a sus padres, naturalmente, también.
—¿A sus padres? —exclamó Anton.
—Claro que sí —dijo la madre—, es que queremos saber con quién tiene amistad nuestro hijo.
—¡Pero si yo no tengo amistad con los padres! —exclamó Anton.
—¡De todas formas! —dijo la madre—. Por cierto, ¿dónde vive tu amigo?
—Nos tenemos que marchar —la interrumpió el padre—. ¡Vamos, Helga!
—Sí, sí, enseguida —dijo la madre.
Anton, que ya tenía esperanzas de haberse ahorrado la respuesta, empezó a tartamudear:
—O sea, él, sí, él vive junto al ce… cementerio.
—¿Dónde? —exclamó asustada la madre; pero el padre la tomó suavemente del brazo y la llevó consigo hacia la escalera.
—No te dejes tomar el pelo —se rió él—; ¿dónde has visto tú algo así? ¡Carnaval en verano, vampiros, cementerio!
En el descansillo de la escalera se volvió de nuevo y dijo adiós con la mano.
—¡Adiós, Anton!
La madre también dijo adiós con la mano, pero parecía intranquila y pensativa. ¿Sospecharía algo?
Anton cerró la puerta y se fue a su habitación. Por la ventana pudo ver cómo sus padres subían al coche y arrancaban.
¡Ojalá no se hiciera esperar mucho Rüdiger!
Entretanto se había puesto el sol. La luna estaba en el cielo, grande y redonda.
En la calle, seis pisos debajo de él, se habían encendido las farolas. Una mariposa grande y negra revoloteaba allí; se aproximó lentamente y empezó a subir con grandes impulsos hasta que estuvo a la altura de la ventana de Anton. En ese momento se produjo en ella una rara transformación: en primer lugar aparecieron dos pies bajo las alas, después asomaron dos manos y, finalmente, vio Anton una horrorosa cabeza que le era muy familiar. Era el pequeño vampiro, que ahora aterrizaba con un hábil giro junto a Anton en la repisa de la ventana.
—¡Hombre, que me has asustado! —bufó Anton.
—¿Cómo que «hombre»? —respondió el vampiro sacudiéndose.
—¿Vuelas siempre así, como una polilla? —preguntó Anton.
—¿Cómo dices? —exclamó el vampiro; los ojos le brillaban de cólera—. ¡Eso no era ninguna polilla, era un murciélago!
—¡Ah, vaya! —dijo embarazado Anton. ¡Siempre tenía que llevarse un planchazo!
Pero el vampiro no era rencoroso. Ya había puesto de nuevo una cara amigable; tanto como le era posible, siendo un vampiro.
—¿Estás solo? —preguntó.
Anton asintió.
—¡Te he traído algo!
Y de debajo de su capa sacó otra de igual corte y también negra. Que era una auténtica capa de vampiro lo reconoció estremeciéndose Anton por las muchas manchas de sangre y el olor a tierra húmeda, madera podrida y rancio aire de tumba.
—Póntela —susurró el vampiro.
—¿Que me la ponga? —preguntó Anton con voz temerosa.
—¡Venga!
—Sí, pero… —murmuró Anton.
Le vino a la memoria la historia de la fiesta de disfraces. ¿No se convertiría quizá él mismo en un vampiro si se ponía la capa? En las historias que él había leído las víctimas debían ser mordidas antes, pero… ¿sabía acaso qué era lo que pretendía hacer con él el vampiro?
Le invadió un fuerte temblor, y, con las rodillas flojas, caminó de espaldas, pesadamente, hacia la puerta.
—¡Pero, Anton —dijo el vampiro—, creo que somos amigos!
—Sss… sí —balbuceó Anton y, tropezando en su nerviosismo con la cartera que estaba junto al escritorio, se cayó al suelo todo lo largo que era.
El vampiro lo ayudó a levantarse.
—¿Crees que yo podría… hacerte algo? —preguntó mirando acechante a Anton con el rabillo del ojo.
—Nnn… no —dijo Anton poniéndose colorado—. Sólo pensaba que quizá la capa… Pero eso, naturalmente, es una i… idiotez —añadió rápidamente.
—¡Efectivamente! —corroboró el vampiro; levantó la capa del suelo y se la alcanzó a Anton—. ¡Toma, póntela!
Anton notó cómo de repente se sentía terriblemente mal, pero, a pesar de ello, cogió la capa y se la metió lentamente por la cabeza. El vampiro lo miraba con ojos brillantes.
—¡Y ahora… puedes volar!
—¿Volar? —preguntó Anton—. ¿Y cómo?
—¡Nada más fácil que eso! —exclamó el vampiro saltando sobre el escritorio y extendiendo los brazos—. ¡Simplemente imagínate que tus brazos son alas! Y entonces los mueves como alas, muy tranquila y suavemente. Arriba, abajo, arriba, abajo…
Apenas había dado los primeros impulsos cuando empezó a flotar.
—¡Y ahora te toca a ti! —exclamó después de aterrizar sobre la cama de Anton.
—¿Y… yo? —tartamudeó Anton.
—¡Pues claro!
Con piernas vacilantes Anton se subió igualmente al escritorio y extendió los brazos.
—¡Y ahora…, a volar! —ordenó el vampiro.
—¡No puedo!
—¡Claro que puedes!
—¡No!
—¡Sí! ¡Sólo tienes que querer!
—¡No!
—¡Sí!
—¡Está bien!
De pronto a Anton le dio lo mismo estrellarse de cabeza contra el suelo sólo con tal de hacer ver al vampiro que él, Anton, tenía razón: ¡Los seres humanos no vuelan!
Dio, pues, un largo salto hacia el centro de la habitación…, ¡y voló! ¡El aire lo sostenía! ¡Era una sensación como la que se siente al bucear…, sólo que mucho, mucho más hermosa!
—¡Puedo volar! —exclamó con júbilo.
—¡Pues claro —refunfuñó el vampiro—, pero ahora ven!
Estaba ya sobre la repisa de la ventana y, vuelto hacia Anton, lo miraba impaciente.
—¡Todavía tenemos muchas cosas que hacer esta noche!
Al decir esto se elevó y voló afuera, en la noche. Anton, que de pronto ya no tenía ningún miedo, lo siguió.