A Leticia por dejarme entrar en su vida y en sus problemas, y a Carlos y Laura, sus hijos, por confiar en mí. También a Carmen, su abuela, por todo lo contrario.
A Pedro Revaldería por creer en la historia, y a Paolo Vasile y Manolo Villanueva por apoyarla.
A mi amigo Emilito, porque me ayudó a ponerme en marcha.
A Basilio y a su fiel Tany por sus ganas de ayudar.
A Mar Olmedilla por hacer de sparring con un autor novato.
A Damian Belloch por hacer tan bien su trabajo desde Exteriores, y a Jesús Riosalido, ex embajador en Kuwait, por su sabiduría.
A Javier Colomina, ex cónsul en Damasco, por demostrar lo que tiene que ser un cónsul.
A Francisco Elías de Tejada, ex embajador en Bagdad, por su valentía; a Juan José Rubio de Urquía, ex cónsul en Bagdad, por su diplomacia, y al jefe de todos ellos, el ministro Moratinos, por habernos dado una de cal y otra de arena.
A Tania, la cónsul iraquí, por su ayuda y comprensión, aunque no se diera cuenta del cariño que le llegamos a coger.
A Jorge Moragas y Valentina, su asistente, por usar pólvora húmeda en sus explosivas intenciones.
A Pepe, jefe de visados de la embajada de Kuwait, por la botella prohibida de rioja que nos trajo al hotel de Kuwait, en plena desesperación.
Al capitán Saad por su amistad y protección desinteresada.
A Adel, el taxista que nos recogió en el aeropuerto de Bagdad, por no habernos secuestrado.
Al general Mohamed y a su gente por cobijarnos y —nunca mejor dicho— «darnos cuartel» en nuestra primera estancia en Basora.
A Assad y Ahmed, los intérpretes, por su excelente trabajo a pesar del riesgo que corrían.
A Neil Peacock y su team por abrirme los ojos.
A Alberto Muñiz por confiar en el último y definitivo cartucho, y a Teresa y a todos mis chic@s de Diario de… «por comerse los marrones».
A Mercedes Milá por estar ahí.
A Juanvi, Alfonso, Aurora, Juanra, Marisa, Sonia y demás gente de producción de Telecinco por velar por mí en los viajes.
A Merche A. por su ayuda anónima.
A Pope y Rafita por ser como son.
A Antón Pedraza por su simpatía y por presentarme a Martínez.
A Martínez por presentarme a Khaled.
A Khaled y a sus hipotéticos primos, porque a pesar de sus fábulas avivó en mí una necesidad irrefrenable de rescatar a Sara.
A Franco Blay por su colaboración amable desde un lugar hostil.
A Clara Isabel Cordero por su diligencia y por sus ojos negros.
A Gisela por su amistad, y a Julián, su jefe, por su celo y profesionalidad, pero sobre todo por su humanidad.
A la Nena y a Fernando, mis hermanos, por haberme cambiado los turnos que ellos saben, y que me han permitido seguir escribiendo.
A Manuela, la sastra, por sus puntadas de artista.
A mi adorada Eva Tribiño, a Pedro Piqueras y a la gente de Informativos Telecinco por el seguimiento de la historia y por prestarme sus chalecos antibalas.
A Fátima Laassairi y a sus padres por su apoyo incondicional, aunque su hija todavía continúe secuestrada en El Aaiún.
A Kumar, el chófer del doctor, por las horas extras que echó con nosotros.
A Ana Rosa, y su equipo, por su interés en el tema.
A Charito Sesma y a Anidris por sus impagables servicios de traducción.
A Quique R. por lo que él sabe y sus jefes no.
A Néstor Barreira, Paco Fernández y Olga Flórez por hablar bien de mi trabajo a mis espaldas.
A los geos españoles por cuidarnos en Bagdad.
Al ejército británico por trasportamos con sus medios hasta Basora.
Al ejército americano por dispararnos cuando íbamos a Basora con los nuestros. ¡Nos quisieron convertir en héroes, pero no lo consiguieron!
Y principalmente a Sara, mi ahora ahijada… ¡¡por existir!!