Durante el viaje comenté con Leticia el nuevo problema «que llevaba puesto» y que iba sentado en el avión, junto a Sara. Alí, en casa de Leticia, podía convertirse en una auténtica bomba de relojería para la estabilidad del hogar. Si llegaba como guardián de Sara, para imponer las leyes musulmanas tal y como quería su padre, se iba a encontrar con la oposición frontal de Carlos, el hijo de Leticia, hasta ese momento hombre de la casa, que, aunque de carácter tranquilo, no vería lógico que vinieran de fuera a imponerle unas normas. Sobre todo las normas de Abbas. La falta de libertad sexual y la lógica represión de Alí tendrían que convivir con Laura, la hermana de Carlos y de Sara, una jovencita de veinte años —dos años menos que Alí—, bonita, sexy y en pleno despertar a la vida. Por si todo esto fuera poco, tendría enfrente a Carmen, la madre de Leticia. La suegra que odiaba a Abbas y vería a su hijo Alí como la reencarnación de todos sus odios. Pero lo que realmente generaba tensión era la sospecha de que Alí fuera, o hubiera sido, un terrorista de las milicias chiitas de Al Mahdi. Tiempo después supimos que Alí llevaba en su equipaje un pequeño álbum de fotos en el que guardaba, con celo y orgullo, unas imágenes donde aparecía armado y vestido con el uniforme negro de las milicias. Aquellas fotos que un día Sara estuvo buscando en el pequeño cobertizo del jardín de su casa en Basora y no encontró.
Nuestra llegada a Estambul, felices por estar en un país europeo, aunque en el que también se rezaba a Mahoma, nos iba a deparar muchas sorpresas. Nada más bajar del avión una azafata con un cartel en el que llevaba escritos nuestros apellidos reclamaba la presencia de Leticia y mía. Cuando nos identificamos marcó un número en su teléfono móvil y me lo pasó. Una voz femenina, hablando en un correcto español pero con acento extranjero, me informaba de que al señor Alí le estaban esperando para embarcarle en un avión de Iberia con destino a Madrid. Nosotros, Sara, Leticia y yo, posiblemente tendríamos plaza en ese mismo vuelo, pero debíamos esperar diez minutos para concretarlo. Si no era posible volar con Iberia a Madrid, embarcaríamos una hora después con destino a Frankfurt, para tomar otro vuelo que nos llevaría finalmente a Madrid. Esa voz también nos indicó que llamásemos a los familiares del señor Alí para que fueran a buscarle. No era cuestión en ese momento de explicar lo que ocurría y que el señor Alí no tenía familia que pudiera esperarle. Me acerqué a él y le invité a acompañar a la azafata, diciéndole con gestos que nos veríamos en un rato. Él, amablemente, sonrió y se fue con la auxiliar. Antes de que pasaran los diez minutos, fuimos informados, por la misma mujer que decía llamar en nombre del consulado español en Turquía, de que definitivamente tomábamos el avión rumbo a Frankfurt.
Cuando recién acabábamos de pasar el control de inmigración turco, escuchamos cómo del ordenador del puesto por donde habían pasado Leticia y Sara saltaba una alarma. El policía se levantó rápidamente, las llamó y les pidió de nuevo la documentación. En segundos llegaron otros dos policías que nos invitaron a los tres a pasar, con mucha educación pero distantes, al despacho policial. Allí, un policía de paisano nos explicó, con cara de extrañeza, que había saltado la alarma porque la niña estaba buscada por Interpol. Les explicamos que si leían la orden entera verían que se buscaba a la niña para entregársela a su madre o a las autoridades consulares del país donde se encontrara. Añadí que por fortuna Sara viajaba ya con su madre hacia España. Sin más aclaraciones, los policías hicieron firmar un documento a Leticia en el que se hacía responsable de su hija y nos dejaron marchar. Pero surgió un pequeño contratiempo: el avión que nos debía llevar a Frankfurt y enlazaba con Madrid había salido ya. Los sobresaltos no acababan de finalizar en este viaje. Ya no había forma de llegar a España hasta el día siguiente, en un vuelo directo de Iberia. Tendríamos que hacer noche a orillas del Bósforo.
Viendo que el asunto de Alí empezaba a complicarse —en tres horas estaría en Madrid—, o a solucionarse, las circunstancias le estaban alejando de Leticia y de su familia cada vez más, le pregunté qué estaba decidida a hacer respecto a él.
«No le quiero acoger en mi casa. Todos van a ser problemas y lo mejor es cortar de raíz. ¿Podemos impedir de alguna manera que Alí entre en España?».
Tal vez el mal menor para todos, incluido él mismo, sería que Alí fuera devuelto a Iraq desde el mismo aeropuerto. Alguien —prefiero omitir su nombre— que entendía perfectamente el problema nos sugirió la idea de llevarle al centro de Madrid y abandonarle. Esa solución no me parecía ni civilizada ni cívica. Además, si Alí era capaz de empuñar un arma por una idea, también podía ser capaz de hacerlo por un plato de comida en cuanto le faltara. El visado que le habían concedido era para tres meses.
A partir de ese momento comenzamos una carrera contrarreloj para tratar de impedir que Alí entrase en España, de la manera menos traumática posible para él.
Cuando llegamos a la oficina de Iberia, para conseguir un billete para el día siguiente, fuimos recibidos por la intérprete del consulado en Estambul, la misma persona que nos había ido dando instrucciones telefónicamente. Nos anunció que el cónsul venía de camino hacia el aeropuerto. Sara se encontraba absolutamente feliz aunque sin apenas pronunciar una palabra. Nos sorprendió cuando le pidió a la delegada de Iberia si podía utilizar el ordenador. No solo nos sorprendió que lo pidiera, sino que lo dijo en castellano. Parecía que iba recuperando el idioma por momentos. Sentada a la mesa, mirando de reojo a los que la observábamos, con pícara expresión, pinchó la palabra Barbie en el buscador y ya no paró de jugar durante un buen rato. Mientras tanto hice llegar un aviso a la comisaría del aeropuerto de Madrid, comunicando la llegada de Alí y las condiciones en que lo hacía y pregunté también si era posible anular su visado. Después de diversas gestiones me dijeron que sí, que era posible anular su visa. Solo debían recibir en la comisaría un e-mail del embajador español en Iraq explicando los motivos y las circunstancias en las que se había expedido el visado de entrada a nuestro país. Al poco tiempo, me llamó Elías de Tejada notablemente enfadado y molesto. Se acababa de enterar de mis propósitos.
«No puedo hacer lo que me están pidiendo desde Madrid, señor Preciado. No puedo anular un visado que he entregado voluntariamente. No sigan por ese camino porque están poniendo en peligro que la niña consiga llegar a España. Se lo digo muy en serio. No estropeen lo que hemos conseguido hasta ahora. Busquen una solución para Alí porque nosotros aquí ya hemos cumplido con nuestro trabajo».
No entendía nada. No entendía qué tenía que ver el hecho de retener a Alí con que Sara no llegase tranquilamente a España, si había sido chequeada por las autoridades turcas y estaba autorizada para volar a España. Sara mientras continuaba tranquilamente jugando en el ordenador con la página Barbie.com. Como la comunicación con Iraq era complicada, como siempre, y el tono del embajador era difícil de interrumpir, no llegué a comprender las razones reales de su terrible enfado. Pocos minutos después recibí la llamada de un jefe de Asuntos Consulares desde Madrid.
—Están poniendo ustedes a nuestro embajador en Iraq en un auténtico aprieto. Si él reconociera ahora que dio un visado condicionado o presionado por alguna circunstancia especial, podría ser acusado de prevaricación y esto es muy grave para un representante oficial del gobierno. Así que, por favor, dejen las cosas como están —me dijo en tono autoritario el representante español de Exteriores.
—Ni por un momento hemos querido perjudicar al embajador, por el que solo sentimos agradecimiento y admiración. Solo pretendíamos solucionar de la forma más viable el problema que se nos presenta ahora —le contesté, hablando en nombre de Leticia.
El problema, visto así, parecía grave en realidad. Faltó analizar que el Derecho Penal entiende que el «estado de necesidad» es una causa de extinción o atenuación de responsabilidad civil y penal. Ya sea de un delito de prevaricación —que es el que comete un funcionario público—, o de cualquier otro tipo. Parece ser que es una práctica bastante habitual entre las fuerzas de orden público, cuando se ven obligados a prometer o acatar exigencias de delincuentes, en casos de secuestros, atracos con rehenes o delitos en los que está en juego la vida de terceras personas. En este caso estaba bien claro, se trataba de la libertad y de la vida de Sara, una niña española de diez años que fue engañada y secuestrada para ser llevada a la fuerza a Iraq, para ser sometida a vivir una guerra, una cultura y una vida que no le pertenecían.
La primera noche en libertad de Sara posiblemente no la olvidará en mucho tiempo. Después de recibir la rutinaria visita del cónsul español en Turquía en el aeropuerto, fuimos acompañados por la intérprete a un coqueto y elegante hotel próximo. El cónsul tenía tanto interés en que no permaneciéramos ni un minuto más de lo establecido en Turquía que obligó a la intérprete a pernoctar en el hotel con nosotros para asegurarse de que tomábamos el avión de Iberia rumbo a España a las siete de la mañana.
Cuando Sara entró a la habitación, vio la espléndida vista de Estambul que se vislumbraba desde la planta 15 del edificio y se quedó maravillada con el enorme televisor de plasma, el ultramoderno cuarto de baño y el hecho de que desde un panel de mandos que había en la mesilla de noche se pudiera controlar toda la sofisticada iluminación de la habitación. Incluso subir o bajar las persianas de la ventana. Después de un reconfortante baño con su madre, en el que Leticia pudo comprobar el pelo largo y rizado que había bajo el hiyab de Sara, así como otros datos de interés que una madre siempre desea conocer, ambas bajaron a cenar. En el restaurante Sara dio rienda suelta para satisfacer el increíble apetito que mostraba desde su salida de Iraq. La cara de la niña cuando vio la colección multicolor de postres que tenía delante, en el bufé del restaurante, bien podía ser la imagen de la felicidad absoluta.
En el vuelo de vuelta a Madrid dio tiempo hasta para echar una cabezadita, a pesar de la emoción. El regreso a Europa no nos había reconciliado aún con nuestros hábitos de sueño. Quedaba ya muy poco tiempo para que Sara pudiera abrazar a su hermano Carlos y a su hermana Laura en Barajas. Las azafatas se deshacían por homenajear a Sara en su vuelta a casa y le ofrecían de todo. Les pedí si la niña podía entrar a la cabina del piloto. El piloto, ¡ay! el piloto, el responsable del vuelo de Iberia 3763, con destino a Madrid desde Estambul, no fue capaz de concederle ese honor a Sara.
La noticia de que Sara había sido rescatada de Iraq y volvía a España ya estaba en las redacciones de los medios de comunicación nacionales más importantes. Muchos esperaban en el aeropuerto antes de que aterrizáramos. Leticia y yo nos preguntábamos: «¿Dónde estará Alí? ¿Estará en el aeropuerto esperándonos desde que llegó ayer a las ocho de la tarde?».
Alí había llegado el día antes a Barajas a las ocho de la tarde. Después de estar esperando dos horas en el aeropuerto, llamó a su padre y le comentó la separación de vuelos en Estambul y que no había ido nadie a recogerle. Abbas maldijo a Leticia, acusándola de la maniobra, aunque realmente el único responsable de que voláramos en distintos aviones era el cónsul español en Estambul, en su desmedido afán de que llegáramos lo antes posible a España.
Abbas llamó por teléfono a Kadem, el amigo iraquí que le cobijó antes de secuestrar a Sara, y le pidió que fuera a buscar a Alí al aeropuerto y le ayudara hasta que llegara Leticia. Kadem llevó a Alí a una pequeña pensión del centro de Madrid donde se quedó alojado un par de noches, hasta que decidió llevarlo a su casa. Ante la lógica negativa de Leticia y de su familia para que Alí se quedara en su casa, el joven iraquí estuvo unos días deambulando por Madrid, analizando el ultimátum que le había dado su padre telefónicamente.
«Alí, te han engañado y has permitido cobardemente que nos robaran a tu hermana Sara. Si realmente eres uno de los nuestros, si eres un hombre de honor, un musulmán decente, no puedes abandonar ahí a tu hermana. Ella tiene que volver, viva o muerta, pero tiene que volver a Iraq. Si también eres capaz de hacer justicia con la madre o con el periodista que le ha ayudado, recuperarás tu honor perdido. Si no lo haces así, no vuelvas nunca más y púdrete en el infierno».
Alí no se sentía capacitado para llevar a cabo el macabro encargo de su padre, más propio de su arrebato inicial que de que confiara en que su hijo pudiera hacer tamaña brutalidad. Kadem ayudó también a quitarle esa idea de la cabeza a Abbas, y entre todos decidieron que Alí se fuera a Alemania, para encontrarse con unos amigos iraquíes de su tío Haider. Cuando los dos mil dólares que sacó de Iraq llegaron a su fin y consiguió que le prestasen dinero para pagar el vuelo de vuelta, Alí puso rumbo nuevamente a Iraq. Su vuelta a casa fue dura para él. Muy dura. Allí tuvo que escuchar los insultos y las descalificaciones de todos los hombres de la familia, que le recriminaron la falta de valentía y arrojo por no haberse comportado como un musulmán de honor, como un auténtico guerrero de Al Mahdi.