XVI

Tras otra noche en vela, bajamos a desayunar con las maletas hechas y un intranquilo optimismo. La proximidad del momento más ansiado y anhelado en los últimos tres años nos aceleraba el corazón a mil por hora. Un cuarto de hora antes de las ocho estábamos esperando la llegada de los tres todoterrenos blancos de la embajada en la puerta del hotel. Leticia y yo nos mirábamos satisfechos. El día había amanecido despejado en Bagdad. El rocío de la mañana cubría las plantas y las flores de los jardines que rodeaban el hotel, emanando un aroma de agradable frescor. Los veinte minutos de retraso de la comitiva se nos hicieron más largos que toda la noche.

«¿Habrá ocurrido algo y no nos han avisado?», pensaba para mis adentros, sin exteriorizarlo para no alterar a Leticia. Ella se mantenía en silencio, posiblemente pensando lo mismo. Cuando por fin aparecieron, el ritual de ponernos el chaleco antibalas, antes de meternos en el blindado, nos pareció una fiesta.

El embajador nos explicó que nos iba a recibir un funcionario de Exteriores, antiguo embajador en Madrid, en tiempos de Sadam Husein. Si todo iba según lo previsto, a las doce de la mañana podíamos estar volando hacia Ammán. Lo que hizo realmente el diplomático iraquí, aunque para ello se tomase una hora y media de tiempo, fue autentificar que la firma del cónsul era del cónsul y de nadie más. El acuerdo que venía detallado en el contrato y la implicación exigida por Abbas de que los Ministerios de Asuntos Exteriores y de Justicia iraquíes fueran los garantes en el cumplimiento del pacto tampoco se contempló esta vez. ¡¡Nuevo éxito del embajador, que supo cómo moverse en las aguas pantanosas de la diplomacia!! Así lo mostraba la amplia sonrisa de complicidad de su rostro, cuando se acercó al coche donde le esperábamos Leticia, Ahmed y yo.

«Todo está solucionado. Vamos a recoger a la niña, a ver si a las doce de la mañana pueden estar ustedes volando hacia Jordania», apremiaba el embajador. No solo se pondría fin a esta pesadilla para la niña y para la madre, también para él y su embajada sería un descanso y un éxito.

Leticia y yo nos estrechábamos las manos porque los duros chalecos antibalas impedían mayor acercamiento. El plan se iba cumpliendo paso a paso. La felicidad nos inundaba. Faltaban pocos minutos para lograr nuestro sueño, pero Sara aún no estaba con nosotros.

Lo que tenía que haber sido un tranquilo recorrido de veinte minutos en coche, a gran velocidad y con los indicativos y las sirenas puestas, se convirtió en un auténtico tormento cuando salimos de la Zona Verde. El día festivo y el buen tiempo habían echado a la gente a calle y nos vimos metidos en un monumental atasco, sin posibilidad además de alterar el recorrido, que nos impedía avanzar. El problema es que los tres vehículos relucientes, con los indicativos y las credenciales del cuerpo diplomático visibles, nos convertían en un blanco perfecto, en una zona absolutamente peligrosa de Bagdad. Éramos conscientes, a través de los cristales tintados, de que nuestra ruidosa y significativa presencia en el atasco no era bien recibida por muchos de los iraquíes que nos rodeaban. La intranquilidad y el nerviosismo controlado de los geos, que se hablaban por radio con los otros coches entre sí, nos daba una idea de la tensión del momento. Llevábamos más de una hora parados. A pocos metros vimos que el motivo del atasco era un control policial. Esto no nos tranquilizaba. En Iraq, seguridad y policía no siempre son términos complementarios. De hecho, al llegar al control, lejos de franquearlo, fuimos obligados a aparcar en el arcén y retenidos sin causa aparente. El propio embajador se bajó del vehículo, en contra de los deseos del jefe de escolta, para acreditarse y pedir una explicación. El responsable del control hizo caso omiso hasta recibir órdenes superiores. Por seguridad no nos permitían bajar del vehículo y el embajador me iba explicando los detalles de lo que acontecía por teléfono. El retraso de otros sesenta minutos fue desesperante. A esa hora ya era imposible tomar el avión rumbo a Ammán, en uno de los dos únicos vuelos que salían a diario rumbo a Europa desde Bagdad.

Inesperadamente todos los geos y los conductores se montaron en los vehículos y nos pusimos en marcha. Los tres coches giraron 180°. Se cruzaron en medio de la carretera y se volvieron a bajar todos. En ese instante llegó un taxi del que se bajaron Abbas y Asad seguidos de Sara y Alí. El embajador y el cónsul salieron al encuentro del padre con un sobre blanco en la mano. Sara miraba a su alrededor con sus ojos verdes muy abiertos y muy serenos, sin saber exactamente qué tenía que hacer. Leticia, desde el interior del coche, observaba en silencio la escena emocionada. El que esto suscribe lloraba de inmensa alegría, mientras apretaba fuertemente con una mano la de Leticia, y con la otra grababa sigilosamente, susurrando: «¡Ya es nuestra, Leticia! ¡Ya es nuestra, Dios mío… por fin!».

En ese mismo momento, un geo tomó a Sara suavemente por el hombro y la acompañó hasta el coche, la ayudó a subir al interior y cerró a continuación, asegurándose de que la puerta estaba bien cerrada. Leticia, con el chaleco antibalas puesto, era incapaz de abrazar a su hija. Sara, con una media sonrisa de circunstancia, quizá asustada, reposaba su cabeza sobre el hombro de su madre. Su sueño estaba a punto de cumplirse. El embajador y el cónsul entregaron a Abbas el sobre con una copia del estéril contrato firmado. Le estrecharon la mano y volvieron al coche. Alí era introducido en el tercer coche junto a Ahmed, el segundo intérprete. La operación duró apenas tres minutos, pero ahora el atasco paralizaba la circulación en ambas direcciones.

Con las sirenas e identificativos luminosos nuevamente en funcionamiento pusimos rumbo al aeropuerto. Esta vez por vías alternativas, direcciones prohibidas y autovías en sentido opuesto. Había que llegar como fuera. Y salir del país cuanto antes. El único vuelo que quedaba desde Iraq rumbo a Europa era vía Estambul. Había otras opciones vía Damasco o vía Teherán, pero no eran opciones recomendables para viajar, yendo la niña documentada únicamente con un salvoconducto expedido por la embajada española. Tener que hacer escala en un Estado policial como Siria o fundamentalista como Irán no era aconsejable. Si había que dar explicaciones, mejor darlas en Europa.

«Nos vamos a España, mi amor», le decía Leticia a Sara, sin estar muy segura de que la entendiera. Ella, con una sonrisa serena, se mantenía callada, tal vez pensando: «¿Quién será ese tío que va ahí sentado junto a mi madre, que no hace nada más que mirarme y llorar?».

La emoción era incontenible. Sara ya era nuestra. Era lo único que me repetía y le repetía a Leticia. A lo largo de casi tres años habíamos vivido momentos muy duros, grandes decepciones, traiciones, engaños. Mi desahogo a tanta amargura era el llanto de felicidad que no dejaba de sorprender a Sara, a la que realmente acababa de conocer, pero a la que llevaba queriendo hacía ya mucho tiempo. Sara ya era nuestra. La historia de su secuestro y su liberación también. Llamé a Mon, mi mujer, para decirle que Sara ya era libre. Creo que tuvo que intuir lo que le decía, porque no fui capaz de articular palabra alguna.

La llegada al aeropuerto fue inmediata. Antes de entrar nos abrazamos cariñosamente a Asad y a Ahmed, los intérpretes. Nos despedimos de los geos que se quedaron en los coches. El jefe y otro miembro de la escolta acompañaban al embajador y al cónsul, pero les obligaron a ir desarmados después de ser registrados, como exige la seguridad aeroportuaria de Bagdad. Solo quedaba una barrera que franquear: la policía fronteriza iraquí.

Después de atravesar cinco controles personales y de equipaje nos faltaba únicamente el que daba paso a la sala de embarque para tomar, apenas diez minutos después, el avión rumbo a Estambul. El grupo respiraba felicidad y optimismo. Ninguno nos acabábamos de creer que Sara estuviera libre. Leticia se encontraba abstraída, sobrepasada por los acontecimientos, sin saber qué decir o cómo expresar su felicidad. De repente, cuando Sara, junto a su madre, mostró su salvoconducto y su billete, el policía los observó detenidamente, le hizo una pregunta a la niña y llamó a un superior, con el que habló en voz baja. A continuación, el segundo policía invitó a la niña a pasar a un despacho contiguo, seguida por Leticia y por el embajador. En el despacho del jefe policial el diplomático mostró su condición de embajador y explicó lo que creyó que debía explicar. A los pocos minutos salió contrariado y visiblemente enfadado:

«Estos imbéciles dicen ahora que el salvoconducto no vale», exclamó lleno de ira. En ese momento recordé, con la misma ira, que esto no estaría sucediendo si el comisario de Extranjería y Documentación de Madrid no se hubiera negado a hacer un pasaporte temporal para Sara, cuando le fue solicitado por Leticia un mes antes. El comisario decía que no se podía hacer si la niña no estaba presente. No quiso tener en cuenta que estaba secuestrada. Un año antes, el comisario responsable del mismo departamento había aceptado hacerle un pasaporte temporal a Sara explicando con toda naturalidad: «Esto no se debe hacer, pero una razón humanitaria debe estar por encima de la legalidad».

La tensión en ese momento y en ese rincón del aeropuerto se podía masticar. En cuanto las diligencias se retrasaran más de diez minutos, perderíamos el avión. Era la última oportunidad ese día de volver a Europa. Ese vuelo era la única forma segura de salir. El embajador volvió a entrar en el despacho, el cónsul continuaba dentro. Leticia se mantenía junto a Sara, a la que rodeaba con el brazo, con una expresión perdida en su mirada. Sentía de pronto que estaba despertando del sueño que estaba viviendo, con su hija libre y a punto de regresar a España. Los segundos parecían minutos y los minutos horas. Desde fuera veíamos conversar al embajador y al cónsul con el que parecía ser el jefe de la oficina policial. De repente, empiezan a sonreír, se estrechan las manos y salen con una media sonrisa, mientras el embajador, orgulloso, afirma: «Todo solucionado. Vamos hacia la sala de embarque».

Nos quedamos callados, no queriendo mostrar a los policías la tremenda satisfacción que sentíamos. Disimulando el hondo suspiro que nos provocó la noticia. La situación del momento me hacía sentir furtivo. Como si estuviéramos escapando del país de una manera ilegal. Con las tarjetas de embarque en la mano nos alejamos del control policial. Detrás Alí. Estrenando pasaporte y aventura. Con chaqueta de cuero, camisa y pantalones de domingo. En Iraq sería de viernes. Con su árabe solo podía hablar con Sara y con la expresión de sus ojos, con todo el mundo.

Llegó el momento de las despedidas y de los agradecimientos. Realmente, la gestión del embajador y la ayuda del cónsul fueron decisivas para abandonar Iraq con Sara liberada. El embajador, con la alegría y el orgullo profesional del trabajo bien hecho hasta el último minuto, se mostraba risueño y relajado. Tenía un brillo especial en su mirada intensa, que se adivinaba tras sus gafas valleinclanescas. Después de los abrazos —sinceros y entrañables— de rigor, y la promesa de tomarnos unas cañas con boquerones en vinagre en Madrid, enfilamos hasta el ultimísimo control. Había que presentar la tarjeta de embarque y la documentación personal antes de entrar al avión. Esta vez no hubo problemas. El embarque se realizó sin más contratiempos. Alí, antes de entrar en el avión, se cambió de bolsillo los dos mil dólares que le había regalado su tío Magid, el rico marido de su tía Zeinab.

Alí y Sara se sentaron juntos en el avión. Los dos hermanos mantenían una entretenida conversación. Sara continuaba sin decir una palabra de español y le era más cómodo ir sentada junto a su hermano, con quien podía hablar. Cuando las puertas del avión se cerraron, Leticia y yo volvimos a recibir otra dosis de tranquilidad. Cuando el avión despegó y dejamos de pisar suelo iraquí, Leticia y yo nos estrechamos las manos, soltando algún exabrupto —que es más educado no recordar— sobre el país que acabábamos de abandonar. Alí y Sara nos miraban curiosos, sin entender lo que nuestras palabras significaban. ¿O quizá lo intuían?