Una mañana más en Bagdad. Era festivo. Bajamos temprano a desayunar, aunque la noche había sido corta de sueño y descanso. Abbas, la noche anterior, no había concretado nada sobre la posibilidad de encontrarse con el embajador para firmar el documento. Decidimos pasear por los inmensos jardines del hotel a la espera de noticias. El jardín no era ningún paraíso. Estaba flanqueado por grandes muros, acabados en altura por sacos terreros y alambre de espino. Cada pocos metros se veían torretas fuertemente custodiadas por mercenarios de distintas nacionalidades, con armas de guerra. Este era el jardín del que fue un lujoso hotel de cinco estrellas. En la fachada de las habitaciones, plagado de antenas parabólicas de los clientes fijos del hotel, aún se podían ver los destrozos de los últimos bombardeos. No en vano el hotel está próximo al que fue palacio presidencial de Sadam Husein, muy cerca de varios ministerios de la actual administración.
Las noticias que recibimos fueron las de esperar, esperar y esperar. Abbas no se fiaba mucho. Era reacio a montar en el coche de la embajada, acompañado por los geos para que nos reuniéramos en el hotel con el embajador. La gestión de Asad fue bastante definitiva para convencerle. Abbas sabía también de los riesgos que corría al franquear los controles en la Zona Verde, pero alguien le tuvo que decir que viajando a bordo de un vehículo con matrícula diplomática estaba exento de identificación.
A media tarde, Leticia y yo tomábamos un té en el hall del hotel. Repentinamente aparecieron los geos, fuertemente armados como siempre, haciendo una solemne observación del espacio y haciéndose notar también, como medida preventiva. Siempre era igual. Apostados estratégicamente, rodeaban el lugar donde escasos segundos después aparecería el embajador, acompañado del cónsul y escoltado por el simpático capitán, jefe del equipo de seguridad. Y digo simpático porque, al contrario que el resto de su equipo, siempre sonreía y respondía al saludo.
«Abbas está viniendo hacia el hotel, con Asad, y en unos momentos firmaremos el documento. El problema ahora es que nos pide que lo firme también un representante del Ministerio de Exteriores iraquí y hoy es fiesta. Mañana también. No sé si será posible contactar con alguien que nos quiera hacer este favor», dijo el embajador visiblemente preocupado.
Nos quedamos callados y pensativos. Dudábamos si el embajador, a la vista de las cláusulas imposibles y delirantes que exigía Abbas, iba a firmar el documento y sobre todo en categoría de qué. Nos faltaba por saber cómo habría sido la redacción final del contrato, con la intervención de un tercer intérprete, como impuso Abbas.
Con todo el respeto del que fui capaz, les transmití a los dos diplomáticos mi temor de que aquel encuentro con Abbas no iba a ser una reunión fácil, que estuvieran preparados para encontrarse con un individuo frío, manipulador y capaz de sacar de sus casillas al más templado; con una capacidad innata para malograr todo en el último minuto. Les supliqué que, escuchasen lo que escuchasen, no rompieran la posibilidad de recuperar a Sara que estaba tan próxima. Leticia se frotaba las manos, en un gesto puramente nervioso, por el inminente encuentro. Esta vez todo apuntaba a que podía ser el final feliz de una triste historia. O todo lo contrario, el inicio trágico de una historia peor, con el resultado de volver nuevamente sin su hija. Nosotros queríamos creer que teníamos a Abbas cogido por las manos, pero realmente, el que dominaba la partida era él. Todavía tenía a Sara en su poder.
De repente apareció junto a Asad. Con su caminar lento, quizá cansado, con aspecto sonriente, voz suave y ganas de agradar. Saludó cordialmente al embajador, al cónsul y a los que nos encontrábamos presentes. Después de pedir un té se mostró solícito y expectante, como si él estuviera allí única y exclusivamente para ayudar. Le dijimos a Asad que sacara los papeles traducidos del acuerdo y comenzamos a leerlos, artículo por artículo. El texto árabe original estaba tan mal traducido al castellano que no quisimos mencionar nada al respecto porque podía ser motivo de defensa, en el hipotético caso de que hubiera algún día un litigio por incumplimiento. Yo observaba las caras del embajador y del cónsul, al dictado de las condiciones del contrato. En sus rostros no conseguía ver ni un asomo de contradicción u objeción. Abbas, por su parte, se mostraba tranquilo, al no escuchar la más mínima observación sobre sus pretensiones. Cuando todo estuvo leído y medianamente contrastado, llegó el momento de la verdad. Llegó el momento de las firmas.
El embajador tenía un plan perfecto. Juan José Rubio de Urquía, ejerciendo su papel de notario, como una de las funciones que le corresponden al cónsul de la embajada, dio fe, con su firma y sello, de que las dos personas que ante él firmaban el contrato eran quienes decían ser. Que Leticia era Leticia y que Abbas era Abbas. Afortunadamente, Abbas no era un hombre leído o instruido en los formularios legales y no se dio cuenta de que ni la embajada ni el embajador se comprometían en absoluto en el articulado del contrato y mucho menos en su cumplimiento. Para llevar a cabo el pequeño ceremonial, el cónsul se sentó en mesa aparte, pidió una coca-cola muy fría y citó individualmente a los firmantes para hacerlo ritualmente, de manera discreta y en privado. Cuando todo estaba firmado, Abbas hizo dos puntualizaciones: «Me gustaría que quedase bien claro el nombre de la abogada, a la que Leticia cede todos los derechos, para que en su nombre retire la denuncia formulada contra mí en Basora. En segundo lugar, ¿no vamos a estampar nuestra huella con tinta, junto a las firmas, que es como se hacen aquí en Iraq estas cosas?», dijo.
Las caras de incredulidad del embajador y del cónsul me recordaron a las que se nos quedaron a Leticia y a mí en la comisaría de Basora, cuando ella tuvo que «digitalizar» su firma con la huella bañada en tinta. Todos nos miramos sonrientes, pensando de dónde podíamos sacar un tampón para cumplir la última exigencia de Abbas. Asad, el hombre de las mil soluciones, trajo uno inmediatamente de la recepción. Se pactó también, ante mi insistencia, que la documentación firmada quedaría en poder del embajador y no sería entregada a Abbas hasta que este no entregase a la niña definitivamente. Ya solo faltaba un requisito: encontrar al funcionario que legalizase el acuerdo en el Ministerio de Asuntos Exteriores iraquí. El embajador se mostró optimista y nos emplazó a las ocho de la mañana, con el fin de que fuéramos todos juntos al ministerio, situado también en la Zona Verde y próximo al hotel. Abbas, por su parte, accedió a entregar a la niña a la mañana siguiente en el hotel donde se encontraba hospedado. Consentía que pudiéramos volar inmediatamente para España junto a Alí, su hijo, al que también se le entregaría su pasaporte con un visado válido para tres meses.
Esa noche, cuando todos se fueron, comenzaron las horas más eternas de toda nuestra estancia en Iraq. Leticia, como siempre, necesitaba combatir sus ataques de ansiedad comiendo. Estuvimos cenando y analizando la reunión. ¿Se daría cuenta Abbas de que todo era una farsa legal? ¿Estaba totalmente convencido de lo que iba a hacer? Si todo salía bien, en menos de veinticuatro horas podíamos estar en Madrid, lejos del infierno y con Sara libre de su cautiverio. Si no era así, el golpe podía ser definitivo…