Dicen que la felicidad tiene fecha de caducidad. A la mañana siguiente Abbas nos amargó el día a través de Asad. Le rechazaba y solicitaba otro intérprete jurado y exigía que un notario fuera quien diera fe del articulado del contrato. Otra mala noticia nos aguardaba. Ahmed nos informaba de que el pasaporte de Alí, que se podía haber hecho en apenas una hora por el módico precio de trescientos dólares sobornando al funcionario, era imposible hacerlo. Como era víspera de fiesta, ambos asuntos se podían demorar varios días. La gestión de la embajada solucionó uno de los problemas y Alí tuvo su pasaporte en pocas horas. Sin embargo, el embajador se tomó muy mal las nuevas exigencias del padre. Además, por un problema de seguridad, el embajador no se podía desplazar hasta el hotel donde se encontraba Abbas con Sara, menos si la cita era anunciada con antelación. Conocedor del riesgo que suponía para él, Abbas no estaba dispuesto ni a desplazarse a la embajada española ni a cruzar los controles supervigilados de la Zona Verde de Bagdad, consciente de que estaba siendo buscado por Interpol.
Sara recibía de su alrededor informaciones contradictorias. Aunque estuviera en un hotel, seguía durmiendo con su padre, su tío y su hermano. Ella no entendía de contratos ni de acuerdos ni de Interpol. Sara solo deseaba irse de vacaciones con su madre a España. Se había dado cuenta de que la seguía queriendo tanto o más que antes de ser llevada a Iraq. Lo que más añoraba en ese momento era estar con ella. Tanto que le dijo a su padre que quería hablar esa noche con su madre. Pero la comunicación resultó imposible y sus deseos se vieron incumplidos una vez más.
Ajena a lo que estaba ocurriendo con su hija a pocos kilómetros de allí, Leticia había decidido acostarse pronto, esperando que el nuevo día trajera mejores noticias. Al salir del cuarto de baño para meterse en la cama, escuchó repentinamente unos golpes en la puerta de su habitación. Alguien gritaba violentamente en árabe. Leticia, asustada, me llamó por el teléfono interno a mi habitación. Sobresaltado, fui hasta la puerta, puesto que estábamos en habitaciones contiguas, y empecé a escuchar los golpes y los gritos. Decidí no abrir tampoco. Si era alguien que se había colado en el hotel con malas intenciones, también las tendría conmigo, supuse. Llamé a Leticia y le dije que echase el pestillo de seguridad y que no abriese bajo ningún concepto. Con cierto nerviosismo llamé a Asad para que hablase con su hermano, que trabajaba en la recepción, y le explicase qué estaba pasando. Tras varios intentos, durante los que no cesaron ni los gritos ni los golpes en la puerta de Leticia, conseguí hablar con Asad. Me dijo que exactamente era su hermano el que estaba llamando a la puerta de la habitación, porque Sara y Abbas querían hablar con ella y no podían comunicar con su teléfono. En Iraq, la comunicación con líneas de teléfono móvil extranjeras era difícil. Era más eficaz si la comunicación se producía entre teléfonos del mismo operador iraquí y, por supuesto, mucho más barato. Asad le propuso a Abbas que llamase al teléfono de su hermano, que se encontraba trabajando esa noche en el hotel, y este le llevaría el teléfono a Leticia. El problema surgió cuando Leticia, que se encontraba en el baño, no le oyó. Como el recepcionista tenía absoluta certeza de que se encontraba en el interior, comenzó a aporrear la puerta blindada de la habitación y subió más el tono de su voz. El pánico que vivimos Leticia y yo durante unos larguísimos minutos se debió, principalmente, a que para el oído occidental, un árabe hablando alto es un árabe cabreado.
La llamada de Abbas a Leticia tenía como excusa que Sara quería hablar con su madre. En verdad, lo que Abbas quería probar era la resistencia de Leticia y saber cuáles eran realmente sus intenciones. En tono muy amable y seductor fue desgranándole a Leticia las múltiples inconveniencias de que Sara se fuera en ese momento, haciendo alusiones al colegio y a su plena integración en la familia y en la sociedad árabe. Por su parte, también reconocía que su detención podía ser un problema importante. Apenas llevaba tres meses casado con su nueva esposa y había conseguido un trabajo estable. Todo se podía ir al garete si no llegaban a un buen acuerdo.
—¿Me prometes que si os vais, vas a tratar bien a mi hijo Alí y que la niña va a seguir educándose según el mandamiento del islam?
—Por supuesto que sí, Alí. Tu madre, tu hermano y tú mismo habéis vivido en casa y sabes que siempre me he desvivido por vosotros. ¿O habéis tenido alguna queja?
Leticia, consciente de todo lo que estaba en juego, adoptó el mismo tono de entrega y sumisión que algún día enloqueciera de amor a Abbas. La libertad de su hija dependía de esa conversación. Incluso se permitió el lujo de aconsejar a Abbas sobre su nuevo matrimonio. Necesitaba establecer complicidad verbal con su interlocutor. Toda una lección de cinismo. Su rostro en nada acompañaba su tono. Yo, que escuchaba la conversación con el manos libres, aplaudía gestualmente su intervención.
—Alí, ahora tendrás más tiempo para dedicarle a tu nueva esposa. Podrás venir con ella a España a ver a la niña cuando quieras. Tenemos que darle un aire de normalidad a esta relación y olvidar todo lo malo que ha pasado.
—¿Cuándo pensáis iros? —preguntó Abbas.
—Si mañana estuviera todo listo, mañana viernes mismo.
—No, yo quiero despedirme de la niña y no podrá salir de Iraq antes del domingo —afirmó tajante Abbas.
Esta nueva negativa nos hizo sospechar que ocultaba alguna maniobra de despiste. Era su forma de actuar. A las buenas palabras le seguía una exigencia imposible. Pero ante la posibilidad de que Abbas quisiera retrasar la salida, ya habíamos preparado una réplica que pudiera ser convincente.
—Escucha, Alí. Pedí en el trabajo diez días de permiso para venir a ver a la niña y tengo que volver a trabajar el lunes —se excusó Leticia, a pesar de llevar cinco meses en paro—. Ahora que vuelvo con la niña y con tu hijo a casa, mi economía se va a resentir. No debería andar jugando con el trabajo. Por eso sería mejor salir cuanto antes hacia España.
La conversación telefónica nos dejó buen sabor de boca. El tono y los términos en los que se había llevado a cabo hacían presagiar un buen final. Leticia había mantenido el tipo sin perder los nervios. Pero la amenaza y la sospecha latente de que Abbas pudiera tirar todo por tierra en cualquier momento seguían rondando por nuestras cabezas.