XIII

Al llegar a Bagdad paramos en un lugar próximo al barrio de Samarra, una zona que alberga la suntuosa mezquita de Al Askari, uno de los santuarios musulmanes más importantes del mundo de peregrinación chiita. Allí están enterrados dos importantes imanes y el lugar llama poderosamente la atención por la impresionante cúpula de oro macizo que corona la mezquita. En esa zona estaba situado el hotel donde había decidido hospedarse Abbas, con su hermano Haider y sus hijos Alí y Sara. Era un lugar próximo a la vivienda de Asad, que iba a ser el encargado de acompañar a Abbas y a su familia durante su estancia en Bagdad, hasta que se firmara el contrato en presencia del embajador.

La noticia nos dejó ciertamente descolocados a Leticia y a mí. Nuestra intención era llegar todos juntos a la embajada española y llevar a cabo el plan establecido. No fue posible. Abbas sabía muy bien lo que hacía y era normal que tomara precauciones antes de ir a la embajada. La despedida fue de lo más cordial. Leticia se separó de su hija con la naturalidad de verla al día siguiente.

El segundo jarro de agua fría fue cuando llamé al embajador para decirle que ya estábamos en Bagdad con la niña y que íbamos directos hasta la embajada Leticia, Ahmed y yo.

—Señor Preciado, no estoy ahora mismo ahí, así que les emplazo a que nos veamos mañana por la mañana.

Se me hacía difícil hacerme a la idea de que nos quedáramos otra vez solos, tirados en las calles de Bagdad. Nuestra escolta acababa su misión y regresaba a Basora en cuanto nos bajáramos del coche. No quería ni pensar en la posibilidad de volver al hotel Palestine de mis pesadillas. Sin los avales diplomáticos correspondientes no podríamos entrar a la Zona Verde para alojarnos en el hotel Al Rasheed.

—Señor embajador, vamos hacia la embajada y le esperamos el tiempo que sea necesario. Por favor, tengo que hablar con usted personalmente con la máxima urgencia —le rogué con más miedo que vergüenza.

Ante la respuesta del diplomático de que le esperáramos en la cancillería, nos dirigimos al barrio de Al Mansur, una de las zonas residenciales más exclusivas de Bagdad. «La Moraleja iraquí», la llaman algunos españoles que la han visitado, aunque no está exenta de peligro. Llegamos a la puerta de la embajada —con más apariencia de búnker— escoltados por los policías y los militares iraquíes. A través de la megafonía instalada en el exterior oímos una voz de acento extranjero que solicitaba única y exclusivamente la presencia de Leticia y mía. Entramos rápidamente y con la misma presteza fuimos informados de que aguardáramos la pronta llegada del embajador. Leticia pidió permiso para ir al cuarto de baño. El personal de seguridad, muy educadamente, se lo negó dado que el embajador estaba a punto de llegar a la puerta. Debíamos subir a otro coche e ir todos juntos hacia el hotel. No había tiempo que perder. Nuestra deseada visita a la embajada española en Bagdad no pasó de la zona de seguridad.

La salida en el coche de la embajada, rumbo a la Zona Verde, no hizo más que recordarme lo peligroso de la situación que estábamos viviendo. A través de los cristales tintados y blindados del todoterreno, pude observar cómo tres geos, rodilla en tierra y apostados en distintas posiciones, cubrían con todo el celo posible la salida de los vehículos, apuntando sus subfusiles de asalto a la nada o hacia el todo. En Bagdad nunca se sabe de dónde puede surgir el disparo o atentado enemigo. Hasta ese momento habían muerto en manos de insurgentes iraquíes quince españoles o trabajadores de la embajada española. Los primeros, los siete agentes del Centro Nacional de Inteligencia que murieron en una emboscada en el sur de Bagdad hacía seis años. La última, una cocinera iraquí que trabajaba en la embajada y fue tiroteada en las calles de Bagdad, pocos meses atrás. El motivo: trabajar «para los invasores».

El embajador se presentó serio. Nuestro optimismo por haber conseguido traer a Sara y a su padre hasta Bagdad parecía no merecer eco en sus reflexiones. Se mostraba enfadado y comencé a intuir el porqué. El día anterior había recibido una llamada de Mercedes Milá, interesándose por nosotros y por el tema. Durante la conversación le hablé de la confesión que, acerca de su persona, me había hecho el embajador durante la comida en el restaurante chino. Le sugerí que no estaría de más una llamadita de cortesía, por lo bien que lo estaba haciendo el señor Elías de Tejada. Mercedes le llamó. A pesar de su vehemencia televisiva, la Milá es toda una señora, que para algo es condesa de Montseny y tiene muy buenas relaciones con el mundo diplomático. Su objetivo era saludarle y contarle que éramos muchos los que deseábamos un final feliz para Sara, a la vez que le agradecía lo que estaba haciendo por la niña y por nosotros. Pero el embajador entendió la llamada como un elemento de presión y pensó que Mercedes estaba entrevistándole en directo, lo que le había provocado, sin razón, un enorme berrinche y preocupación, hasta que le aclaré el auténtico sentido de la llamada.

De nuevo en el hotel Al Rasheed, Leticia y yo sentados frente al embajador y al cónsul, rodeados por los geos, contamos con todo el entusiasmo posible mi desesperado y disparatado plan. El primer paso lo habíamos conseguido: Abbas y Sara estaban en la ciudad.

—Embajador, es el momento de actuar. Sara y su padre están en un hotel aquí, en Bagdad. Usted puede ir a encontrarse con ellos y que los geos hagan su trabajo: rescatar a Sara, que es una ciudadana española secuestrada. Una vez en el coche de la embajada, la niña estará en suelo español y pueden llevarla hasta la embajada. Esto es lo que dice la orden de Interpol, entiendo yo.

Mi entusiasmo y mi plan se fueron al traste cuando escuché la respuesta al unísono del embajador y del cónsul. Posiblemente sabía muy poco de relaciones internacionales y mucho menos de diplomacia.

—Esto no es tan sencillo como usted lo ve. Nosotros ni podemos ni debemos realizar ninguna acción que no sea consentida por el padre de la niña en estos momentos —afirmó rotundo el embajador.

—Es que la otra posibilidad, la de que ustedes den el visto bueno al contrato que ha redactado Abbas, con su abogado y su familia para que nos devuelva a la niña, es imposible de cumplir. ¡El pliego de demandas es imposible de llevar a cabo! —expliqué, hundido por la doble inviabilidad: la de llevar a cabo mi plan y la de cumplir con las condiciones leoninas impuestas por Abbas. Cuando acabé de detallarles punto por punto el contrato —Leticia escuchaba la lectura en silencio—, el embajador soltó por su boca lo que nunca imaginé que escucharía.

—Vamos a ver qué podemos hacer. De momento, Alí, el hijo de Abbas, necesita un pasaporte para poder hacerle el visado, así que mañana Ahmed irá con él a hacérselo. Mientras, Asad, que es traductor jurado, puede ir traduciendo el contrato al castellano. Ya veremos cómo vamos resolviendo lo demás.

Leticia y yo nos quedamos gratamente sorprendidos con la actitud colaboradora y valiente del embajador. Eso no era óbice para que siguiéramos desconfiando de Abbas. No entregaría a la niña tan fácilmente. Esa noche nos retiramos a dormir con ciertas dosis de felicidad. La proximidad de Sara, haber llegado sanos y salvos después de recorrer seiscientos kilómetros infernales y la posibilidad de poder dormir siete horas seguidas, confortablemente y sin escuchar ladridos de perros, nos auguraban un futuro inmediato maravilloso para el cansancio de nuestros cuerpos. Eso sí, en el silencio de la noche escuchamos algún que otro disparo y explosiones desde las ventanas blindadas del hotel.