A partir de ese momento, Abbas, su abogado y los hombres de su familia se desplazaron a una mesa del comedor contiguo a la recepción y empezaron a charlar y a tomar notas, que el abogado iba escribiendo en un folio. La primera noticia que nos hicieron llegar a Leticia y a mí fue consoladora. Los encargados de acompañarnos eran Alí y Hula, los hermanos de Sara, a los que habría que sacar un pasaporte en Bagdad y el correspondiente visado para poder volar a España. De un tirón la lista se había reducido de cinco a dos personas. Leticia se ahorraba además tener que viajar con la esposa de su ex.
Veinte minutos más tarde, esa condición se reducía al cincuenta por ciento, puesto que solamente se venía Alí con nosotros. Hula prefería seguir viviendo en Basora, nos dijeron. No me cabe ninguna duda de que fue su condición femenina lo que hizo que su familia impidiera su aventura en un país infiel y tolerante con el pecado. El requisito del pasaporte no parecía difícil de cumplir, pero a partir de ese momento, las cláusulas que imponían, en lo que pretendía ser un contrato, eran absolutamente imposibles.
Abbas quería, entre otras cosas, que Leticia alquilase un apartamento «adecuado y aceptable» próximo a su vivienda, en el que vivirían Sara y Alí. El hogar se regiría por las más estrictas normas del islam, siendo Alí el garante de que su hermana Sara las siguiera a rajatabla. Leticia financiaría un colegio musulmán para ambos y se encargaría de encontrar un trabajo aceptable —no cualquier trabajo— para Alí, una vez que hubiera aprendido el idioma. Sara estaría en condiciones de ir a visitar a su padre cada vez que este lo pidiera y Leticia tendría que correr con los gastos del viaje de ida y vuelta, para ella y para su fiel guardián, su hermano Alí, nombrado también tutor y custodio de la niña. En el contrato, ideado por Abbas, su abogado y sus hermanos y cuñados, responsabilizaban a Leticia de renovar su permiso de residencia, a pesar de que el susodicho tuviera a sus espaldas una orden internacional de busca y captura. Para acabar de rematar las condiciones, se incluía una cláusula, más propia del divorcio de una pareja de actores hollywoodienses que de un paria iraquí. Abbas solicitaba que si Leticia hablaba en algún medio de comunicación, de manera que pudiera menoscabar su honra y su reputación, «que representa el credo de los iraquíes» como decía el texto, tendría que pagarle ¡¡¡medio millón de dólares americanos!!! Abbas, sabiendo que Leticia iba acompañada por un periodista los últimos dos años, y que se habían emitido ya varios reportajes sobre el caso, pretendía obtener —no sé de quién, por cierto— una cantidad con la que podrían vivir él, su familia y un par de generaciones más, el resto de sus vidas. Afortunadamente para los iraquíes, Abbas no representaba, ni por aproximación, ni el credo ni ninguna de las muchísimas virtudes que tiene el pueblo iraquí.
Cuando Asad acabó de leernos el leonino contrato, Leticia y yo, como habíamos acordado, nos mostramos absolutamente satisfechos con su redacción. Adelantamos, con todo el cinismo del que éramos capaces, que no habría ningún inconveniente en llevar a cabo el acuerdo, pero que era imprescindible que el embajador diera el visto bueno al documento. Nuestra intención sencillamente era llegar hasta Bagdad e ir directos a la embajada española. Allí Sara, ya en territorio español, pasaría a ser custodiada por los geos y se ejecutaría la orden internacional de búsqueda, localización y entrega de la niña. Y a salir por las bravas del país. Sara, al fin y al cabo, seguía siendo una ciudadana española de pleno derecho, víctima de un secuestro o sustracción internacional.
A cambio de sus condiciones, la única nuestra era que la retirada de la denuncia que seguía manteniendo detenido a Abbas no sería hecha, lógicamente, hasta que llegásemos a Bagdad. Acordamos que saldríamos al amanecer, a las cuatro de la mañana y que Haider, el hermano más joven de Abbas, nos acompañaría con Sara y Alí. Pedimos a Asad que buscase un vehículo grande que nos pudiera transportar a todos.
A pesar de haber llegado a un acuerdo, nadie se movía del lugar. Solo Sara, su abuela y su hermana Hula se marcharon a casa para descansar y preparar la maleta. La razón de la espera es que tenía que venir el juez, para ser informado del acuerdo. Su señoría no se presentó hasta la una de la madrugada. Impecablemente vestido con terno negro y corbata de seda. Con los accesorios que ayer eran de oro y hoy eran de platino, a excepción del reloj, que era de oro blanco. Solo un par de trasquilones en su rebelde cabello negro recién cortado desentonaban su buena imagen. Para Leticia y para mí la visita del juez era un puro trámite, en el que aprovecharíamos para agradecerle su participación y su buen y justo hacer. Con cierta sonrisa altanera, propia del momento de subordinación colectiva de todos los presentes y sintiéndose importante e imprescindible, el juez escuchó el relato del acuerdo al que habíamos llegado. Después de una pausa en silencio, mientras encendía un nuevo cigarrillo, afirmó rotundo:
—Esto no puede ser. Sara no puede salir esta noche para Bagdad. Habrá que esperar a que haya una sentencia firme sobre el caso de Abbas. No se preocupe, señora, que su hija acabará con usted, pero tendrá que esperar unos días. En el caso de que Abbas vaya a prisión definitivamente, se podría estudiar que la custodia pase a ser de usted, a la vez que habría que esperar unos días a que se resuelva la petición de Interpol. Pero Sara debe continuar en Basora por el momento.
Pensé que me estaba volviendo loco. No podía entender lo que estaba escuchando, ni mucho menos lo que pretendía el juez con su alocución. Leticia y yo nos miramos, tratando de disimular nuestra desesperación.
—Pero esto es un acuerdo familiar, señor juez —le dije en tono de súplica, viendo que todo el acuerdo se echaba a perder.
—Imposible. Este acuerdo no vale para nada —contestó mirando fijamente al intérprete.
Le dije a Leticia, viendo su inicial excitación, que se mantuviera tranquila. Aunque yo tuve que hacer un auténtico esfuerzo para no decirle al juez todo lo que estaba pensando, porque habría acabado detenido.
De repente, Leticia, con una tranquilidad y templanza impropias del momento, comenzó a hablarle al juez muy lentamente, en un tono delicado, mirándole fijamente a los ojos. No reconocía a Leticia en esa actitud, después del jarro de agua fría recibido.
—Señor juez —le dijo—, yo lo que he pretendido siempre es que mi hija tenga a su padre y a su madre y me parece que el acuerdo al que he llegado con Abbas es bueno para todos. A partir de ahora, Sara estará en constante comunicación con su padre y podrá venir aquí a pasar unas vacaciones, al igual que el padre podrá venir a España a verla cuando quiera. Estoy encantada de que se venga Alí con nosotros porque yo le voy a ayudar, como siempre que han venido familiares suyos a casa…
Y Leticia siguió desgranando su declaración de intenciones, de forma pausada, mientras Ahmed iba traduciendo frase a frase. El juez la escuchaba sin mirarla, tomando café y fumando ininterrumpidamente como siempre. Le guiñé el ojo cuando acabó de hablar, con un gesto de complicidad, mientras el juez ponía cara de circunstancias y continuaba hablando con Asad, el otro intérprete y con Abbas. Después de una hora y media de negociaciones, y mientras el juez preguntaba cómo se iban a ejecutar los compromisos del acuerdo y le íbamos dando todo tipo de detalles, con más fantasía que realidad, el magistrado se pronunció positivamente a favor del viaje a Bagdad. Pero puso tres condiciones: que el acuerdo fuera refrendado por la embajada, que se le pagaran los honorarios a Gufran, la abogada recomendada por él para asistir a Leticia, cuya presencia había sido testimonial ya que no abrió la boca durante los interrogatorios; y por último, que fuera Abbas, el padre de la niña, quien nos acompañase a Bagdad, para la firma del acuerdo, razón por la cual quedaba desde ese mismo momento en libertad.
Jamás sabremos el extraño juego del juez Rayib al Mudafar, magistrado jefe de la Sala de Apelaciones de los Juzgados de Basora. ¿Por qué construía y destruía ilusiones con tanta facilidad? ¿Por qué prometía y no cumplía? ¿O tal vez actuaba así para salvar su pellejo, al saberse observado por destacados miembros de la milicia de Al Mahdi, que aunque estaba en esos momentos en estado de hibernación, no estaba desmantelada del todo? ¿Era consciente el juez de que su vida podía estar en peligro, si su decisión o intervención en el caso facilitase la marcha de Sara con su madre, una infiel?
Establecimos nuevamente la cita. Esta vez para salir a las seis de la mañana hacia Bagdad, a lo que Abbas respondió que así sería. Parecía que el final feliz de la aventura estaba próximo, pero la desconfianza en Abbas nos hacía dudar de que estuviera a las seis de la mañana en el hotel, con Sara. Sin deshacer las maletas siquiera y sin quitarnos la ropa, dormimos apenas dos horas y a las seis en punto estábamos bajando Leticia, Ahmed y yo para la recepción. Allí, para nuestra sorpresa, estaban Abbas, Sara, su hermano Alí y Haider, el hermano de Abbas. Asad, el intérprete, me llamó para decirme que el coche no estaría listo hasta las ocho, por lo que el viaje empezó a retrasarse, circunstancia que recibí con agrado porque de esta manera alterábamos el plan previsto de viaje y evitábamos alguna sorpresa desagradable que algún malnacido pudiera haber preparado para nosotros.
Llamé al embajador en Bagdad para comunicarle los nuevos planes. No acababa de creerse que salíamos con Sara porque no era lo que él había previsto. Nos dijo que iba a intentar que fuéramos escoltados por la policía hasta la capital. Poco más tarde, el coronel de la policía me comunicó que efectivamente seríamos custodiados en nuestro viaje por una patrulla policial y otra militar, pero había que resolver un pequeño problema: ¡no tenían dinero para el combustible de los coches ni para los gastos de desplazamientos! Era curioso el dato de que en un país rico en petróleo, donde el precio del combustible era seis o siete veces más barato que en España, la policía y el ejército tuvieran ese problema para desplazarse.
Después de múltiples saludos a lo árabe —abrazos y dos besos inacabados—, despedidas e intercambio de parabienes y tarjetas con los que habían sido nuestros fieles guardianes en nuestra estancia en Basora, conseguimos salir a las once de la mañana camino de Bagdad, con los depósitos de los coches llenos, pero sin saber si habría dinero cuando hubiese que repostar. Con las sirenas y las luces destellantes encendidas, en las patrullas militares que nos precedían y en los dos vehículos policiales que nos acompañaban, salimos de la ciudad a toda velocidad. En ese momento no sabía si tanta luz era para impresionarnos o si realmente estábamos corriendo peligro por haber conseguido, por el momento, sacar a Sara de Basora. De hecho, se originó cierta confusión cuando un vehículo particular, con dos individuos en su interior, se mezcló en la comitiva y se puso justo detrás de nuestro coche. Rápidamente fue interceptado y detenido en uno de los múltiples controles que había en la ciudad. Nada comparado con los cincuenta y dos controles o checkpoint, en terminología bélica, que pudimos contar a lo largo de los casi seiscientos kilómetros hasta la capital iraquí. Absolutamente laberínticos en su recorrido, algunos de ellos, protegidos por sacos terreros y con armamento pesado y listo para su uso en cualquier momento, para frenar cualquier intento de atentado. No debíamos de olvidar que estábamos atravesando, por segunda vez, la carretera más peligrosa del mundo, pero esta vez en compañía de Sara.
La atmósfera tensa que había en el interior del vehículo al comienzo del viaje se fue diluyendo con la somnolencia general de todos los que viajábamos, mientras avanzábamos por las interminables rectas del desierto de Mesopotamia. Haider iba sentado en el asiento delantero junto al conductor. En la fila intermedia íbamos Ahmed, Asad y yo. En la fila trasera iba Sara, con su padre a su derecha y con su madre a la izquierda. La primera siesta Sara se la echó sobre el hombro de Leticia, pero doscientos kilómetros más adelante, Sara acabó recostada sobre el pecho de su padre.
A mitad del camino teníamos que pasar por una población distante apenas trescientos kilómetros de la frontera con Irán. Cuando estábamos llegando, Abbas preguntó si se podía parar, con el noble fin aparente de agilizar intestinos y vejiga. Quizá con cierto grado de histeria nerviosa y una buena dosis de paranoia, provocadas por las incidencias y el cansancio del viaje, me surgieron horribles fantasmas en la imaginación.
«Abbas está ahora a menos de trescientos kilómetros de la libertad para él y para su hija. Como chiita tendría asegurada su entrada a Irán sin pasaporte, aunque tuviera problemas con la justicia iraquí. Pero no solo él, sino también su familia. El motivo de la fuga estaría bien visto por las autoridades iraníes», pensaba que Abbas nos la podía liar, en última instancia, porque todo comenzaba a ser demasiado bonito para ser verdad.
«Además, la niña podría ser ofrecida en matrimonio —seguía fabulando—, y ya sería absolutamente imposible poder sacarla de un país islámico. A partir de ese momento, Sara sería propiedad de su futuro marido. De nadie más», pero afortunadamente, estos fantasmas desaparecieron cuando después de la parada de rigor, todos volvimos al coche. Mis temores eran fantasía, pero todo lo demás era posible.
El viaje, que en condiciones normales habría durado entre siete u ocho horas, tuvo un retraso de tres. El tiempo necesario para que un mecánico cambiase el averiado tubo de escape de la patrulla militar, en la ciudad de Al Kut, el pueblo del capitán Saad, el militar iraquí que nos ayudó en nuestro anterior viaje a Iraq. Un lugar poco recomendado para estar varias horas en la calle, por muy protegidos que estuviéramos. Los policías que nos custodiaban nos pedían que en la medida de lo posible no saliéramos del coche para que la gente del lugar no se diera cuenta de nuestra presencia ni de nuestra procedencia.
Este parón obligado provocó que Abbas y yo comenzáramos a hablar, lo que dio lugar a que él se disculpara por las frases dichas el día anterior. Yo acepté sus disculpas y le presenté las mías, más por cortesía que por sentimiento. Lo más indicado en ese momento era intentar crear un ambiente de cordialidad. La comida —una vez que se arregló el vehículo militar— ayudó a normalizar la situación del todo, puesto que pudimos comer todos juntos, cosa poco normal en Iraq. Los restaurantes suelen estar divididos en dependencias que acogen a hombres y mujeres por separado. Este establecimiento tenía el denominado salón familiar, en el que pueden entrar matrimonios con hijos, aunque esta vez fuésemos una niña, una mujer y seis hombres. Más los nueves uniformados que nos acompañaban, que prefirieron comer en el salón de hombres.
Durante la comida, que transcurrió con toda cordialidad, al menos aparente, Leticia hizo una demostración de sus conocimientos culinarios de la cocina árabe. Comiendo con las manos, haciendo las mezclas de comida como lo haría cualquier mujer árabe y pidiendo para beber un laban, bebida típica árabe a base de yogurt, pretendía demostrar a los presentes que la niña también estaría bien cuidada gastronómicamente. Haider, al que nunca le gustó su cuñada Leticia, la observaba de reojo, sin dejar de comer. Sara conversaba y bromeaba con su hermano Alí, parecía estar muy contenta.
Cayó la noche en el camino. En los checkpoint cada vez pedían más explicaciones sobre nuestro convoy. Los policías de una provincia carecen de potestad y autoridad en otras. Aunque los grandes atentados tienen lugar a primera hora del día, para su repercusión mediática, la noche cobija la acción de los que preparan emboscadas o asaltos.
«Lo más peligroso de Bagdad son las noches. Cuando el sol comienza a esconderse en el horizonte es muy recomendable no salir a la calle. Es en ese momento cuando la insurgencia y los terroristas de Al Qaeda aprovechan para preparar sus atentados amparándose en la oscuridad de la noche», solía decir Ignacio Rupérez, el ya antiguo embajador español en Iraq.