XI

Según la agenda prevista, en cuatro horas debíamos coger un avión militar británico rumbo a Bagdad. El embajador nos apremiaba con toda urgencia, especialmente escéptico con la posibilidad de que fuéramos capaces de llegar a una situación favorable para liberar a la niña. Según abandonábamos el juzgado, uno de los intérpretes nos dijo que la familia de Abbas vendría al hotel para continuar hablando. El juez también se pasaría más tarde. Por nuestra parte, todavía seguíamos temerosos por el cambio de rumbo que había podido tomar el asunto, después de la agresión. Los policías que nos escoltaban bromeaban con ironía sobre la fuerza y el carácter de Leticia. La ciudad de Basora entera, con sus cuatro millones de habitantes, no tardaría en saber que en los juzgados una madre coraje española había humillado el honor de un árabe… ¡a bofetones!

Nada más llegar al hotel Sultán, después de la emocionante y movida mañana, nos topamos casi en la puerta con Abbas, que llegaba esposado y escoltado por la policía, con su cuñado, su abogado y algunos familiares. Era él, personalmente, quien venía a negociar su futuro y el de su hija. Al entrar le retiraron los grilletes y la dirección del hotel dispuso una habitación para que pudiéramos hablar más íntimamente, puesto que el hall y el restaurante estaban literalmente tomados por policías, militares y familiares de Abbas. A la reunión asistimos Leticia, Abbas, los dos intérpretes y yo. Leticia me pidió que llevara el ritmo de la negociación y yo le pedí que, escuchara lo que escuchase, se mantuviera firme y tranquila. No era cuestión de romper otro par de gafas y mandar todo al traste.

Desde el momento en que entró en la habitación, Abbas se manifestó próximo, con un tono cínicamente amable, complaciente y educado. Me pidió que no hubiera grabaciones dentro de la habitación ni durante la charla.

—Por supuesto que no —le mentí categóricamente, mientras colocaba disimuladamente mi cámara oculta para tener constancia del encuentro. El uso de las imágenes ya lo decidiría más tarde. Cuando todo acabara. Pedimos comida, para dar mayor naturalidad a la reunión y, razón más importante, para satisfacer algunos de los estómagos presentes, que llevaban casi diez horas en ayunas o incluso más, como era el caso de Abbas.

—Me debes unas gafas —bromeó Abbas con Leticia, nada más sentarse frente a ella, como queriendo quitar hierro al asunto, mientras mostraba el lamentable estado en que habían quedado las lentes voladoras.

—Si todo sale bien, no dudes de que te regalaré unas gafas nuevas —sonrió irónicamente Leticia, pensando que no uno, sino veinte pares o veinte mil le regalaría gustosa, si previamente se las hubiera roto de una bofetada.

Abbas comenzó a reflexionar en voz alta, devorando —llevaba dos días sin comer caliente— la comida recién traída. Sin dejar de masticar, se lamentaba de que el asunto hubiera llegado tan lejos y de que todo no se hubiera arreglado antes.

—Estas cosas no se pueden hacer así, tan deprisa. Yo estoy de acuerdo en que la niña pase unas vacaciones contigo, Leti —dijo Abbas utilizando nuevamente el diminutivo cariñoso con el que se dirigía a ella cuando eran una familia—, pero habrá que esperar a que termine el colegio y le den la vacaciones —el tono cínico y espaciado de sus palabras, sin perder bocado, había conseguido quitarnos el apetito a los demás comensales.

—No, Abbas, lo que tiene que terminar la niña son precisamente estas vacaciones forzosas. Su profesora nos ha dicho que ya está bien, que sus compañeros y ella la están esperando para reanudar sus clases.

—¿Qué profesora? ¿Qué clases? —Abbas no había entendido, ni por asomo, la metáfora de que la niña debía volver al lugar del que nunca tenía que haber salido y mucho menos secuestrada a manos de su padre.

Al oír las exigencias de que la denuncia se retiraría siempre y cuando esa misma madrugada como muy tarde saliéramos rumbo a Bagdad —con Sara y con las personas que fueran a acompañarnos, para firmar un compromiso en presencia del embajador—, Abbas comenzó a divagar, insistiendo en su estrategia de retrasarlo todo. Una forma más de ganar tiempo.

—Tranquilidad, tranquilidad, que no es tan fácil. Estas cosas no se deben de hacer a la ligera. Por cierto, ¿qué hay de la denuncia que me pusiste? ¿Qué pasa con la orden internacional de Interpol que había para detenerme? —preguntó con cierto sarcasmo Abbas.

—Esa denuncia la quitaría en cuanto llegase a Madrid, porque hay que hacerlo en el juzgado donde se denunció. Nada más llegar, desde el mismo aeropuerto me iría directamente al juzgado a retirarla. No hay problema —le dijo Leticia, con la seguridad y rotundidad del que se tiene el guión bien aprendido.

Abbas seguía comiendo como si, en lugar de dos días, llevase dos años detenido y sin comer. Pero su ingesta no le impedía seguir divagando y reprochando a Leticia que le hubiera puesto la denuncia.

—Tú, en tu declaración ante el juez, me has llamado puta y borracha y sabes que yo jamás he tomado alcohol. Mucho menos lo otro.

—Tú también has dicho cosas muy graves contra mí —le replicó Abbas.

Ante la falta de tiempo y viendo que el tema se podía encallar en un intercambio de reproches, me atreví a interrumpir y, dirigiéndome a Abbas, le dije:

—Creo que lo que tenemos que discutir ahora mismo son las condiciones de la entrega de la niña y debemos ser realistas. Tú sabes, porque te lo ha dicho el juez, que si no retiramos la denuncia te puedes «comer» entre diez y catorce años de cárcel por falsificación de documento público. Tú le has confesado al juez que falsificaste el acta matrimonial. Tus dos hermanos y tu abogado son tus cómplices y también pueden pasar una buena temporada contigo en prisión. Así que intentemos llegar rápidamente a un acuerdo que sea beneficioso para todos.

—A mí no me importa ir a la cárcel —contestó Abbas—. Prefiero ir a la cárcel antes de que me quiten a mi hija.

—En dos meses te quitarían a tu hija, porque se podría ejecutar la orden de Interpol, puesto que no podrías ejercer la custodia de Sara —le dije con seguridad, sabiendo que en un Estado de derecho eso era posible, aunque dudaba mucho de que en Iraq se fuera a ejecutar, pese a que me lo hubiera asegurado el propio juez.

Al comprobar, después de una hora larga de desencuentros, que lo que Abbas pretendía exclusivamente era ganar tiempo y comer, y que no tenía ningún interés en llegar a un acuerdo, dimos por finalizada la reunión. Contrariado por lo inútil de la reunión y cabreado por la actitud de Abbas, exclamé sin dirigirme a nadie en concreto, sabiendo de sobra que él me iba a escuchar:

—No puedo entender que un tío que se está jugando ir a la cárcel no haya dejado de comer ni un solo segundo, ¿dónde está la dignidad de este hombre?

—¿Es que te crees superior a mí? ¿Por qué me hablas así? —me dijo visiblemente molesto.

—En absoluto —le dije—. Tú y yo somos iguales pero con una sola diferencia: en mi escala de valores personal, la libertad ocupa un lugar prioritario, pero veo que para ti ese concepto no existe.

—Es que a mí el islam me hace ver la vida de otra manera.

—¿Para ti qué es más importante Alí, el islam o tu hija? —le preguntó repentinamente Leticia.

—El islam, por supuesto —contestó tajantemente Abbas.

—Pues quédate con el islam y devuélveme a mi hija, porque para mí es lo más importante que hay en mi vida —afirmó rotunda Leticia.

Al abrir la puerta de la habitación comprobamos que había dos policías. Esperaban que Abbas saliera para escoltarle hasta el hall, repleto de policías y familiares del detenido. Al bajar Leticia y yo pudimos ver con alegría que en el grupo se encontraba Sara, que había llegado acompañada por su abuela paterna, lo que entendimos como una buena señal a pesar del fiasco de la conversación con Abbas. Antes de bajar las escaleras le comenté a Leticia que por muchas promesas que escuchara, debíamos mantenernos firmes en nuestras pretensiones de salir esa misma noche rumbo a Bagdad con la niña.

Según me vio Abbas aparecer, se levantó y dijo en voz alta y en árabe:

—Ese señor me ha dicho que es superior a mí porque yo soy iraquí y él es español.

Esa provocación, dicha en público, tratando de conseguir la animadversión de todos los presentes contra mí, fue un auténtico jarro de agua helada. Ahmed, el intérprete, a la vez que me traducía lo que acababa de decir Abbas, les gritaba a los presentes que no, que aquello era absolutamente mentira, y que lo que yo le había dicho no tenía nada que ver con lo que él estaba contando.

—Eres un gran mentiroso y un sinvergüenza —le dije dando rienda suelta a la ira que me habían producido sus palabras, en tono frío y calmado. Los casi dos metros de Abbas se me abalanzaron y puso su cara y su mal aliento a escasos centímetros de la mía, en actitud amenazante. Comenzó a insultarme en árabe.

—Como te sigas arrimando, te vas a quedar sin el segundo par de gafas del día —fanfarroneé orgullosamente en voz baja, para que solo me escuchase él. Rezando a la vez para que no se arrancara, porque podía salir muy mal parado del envite.

Me alejé a tomar un té mientras Leticia tomó asiento junto a Sara, que estaba junto a su padre. El resto de la mesa la componían los hermanos de Sara, la abuela, la tía y los cuñados de Abbas, más una veintena de policías, de uniforme y de paisano, que se unían a los corros de conversación mientras entraban y salían del hotel. Todos hablaban unos con otros, a excepción de Leticia, que se mantenía abrazada a su hija, sin entender ni una palabra de lo que se hablaba a su alrededor. De pronto, surgió una hipotética solución en el grupo y se me acercaron Magid y Asad.

—¿Sería posible que viajasen con ustedes a España Sara con sus dos hermanos, su abuela y Abbas con su esposa?

—Por supuesto que sí —le conteste rápidamente y con decisión a Magid, sabiendo de sobra que ese plan no lo iba a consentir el embajador. Mi intención era salir cuanto antes de Basora y llegar a la embajada española en Bagdad con Sara, a costa de lo que fuera y con quien fuera. Al transmitirles la idea de que todo era posible, si esa noche salíamos rumbo a Bagdad con la niña, se comenzó a especular con las más disparatadas exigencias de toda índole sin llegar a ningún tipo de conclusión. Cuando empecé a exigir que hacía falta una respuesta de inmediato, porque el embajador así me lo exigía, el cuñado y el abogado de Abbas se dirigieron a mí en tono amenazante.

You are the problem… You are the big problem for us (Tú eres el problema… Tú eres el gran problema para nosotros).

Esta amenaza velada, con más odio en sus miradas que en sus palabras, comenzó a intranquilizarme. Cuando le comenté a Asad lo que acababa de escuchar, me sorprendió contándome que la noche anterior, mientras se dirigía en coche a casa de un familiar, desde un vehículo que se detuvo junto a él, alguien mostrándole una pistola le dijo: «Como sigas defendiendo a los españoles vas a tener problemas». La confidencia de Asad me sobresaltó. La posibilidad de que la milicia estuviera pendiente de todos nuestros movimientos me preocupaba aún más.

El cansancio del viaje, las escasas e incómodas horas de sueño, la tensión que vivíamos constantemente, el suplicio que supone para gente normal ir escoltado y estar encerrados en el pequeño hotel nos hacían ver todo sobredimensionado. La preocupación por las amenazas tenía una dimensión real. Leticia, ignorante de la situación y del peligro, se mostraba distraída y confundida, esperando mis decisiones.

Se produjo la enésima llamada del embajador, ordenándonos que abandonásemos el hotel en ese preciso instante y nos fuéramos al aeródromo. El avión militar británico partía en una hora rumbo a Bagdad, había sido muy difícil conseguir esas plazas y teníamos que ocuparlas.

—No tengo ninguna esperanza de que ustedes consigan venir con la niña. Esa situación se puede demorar semanas y no podemos garantizarles su seguridad si no toman el avión que les está esperando en la base británica. Si ustedes no vienen esta noche —acentuó con tono autoritario—, la responsabilidad de lo que les pueda ocurrir será exclusivamente suya, señor Preciado. No podemos alargar esta situación ni un minuto más.

—Señor embajador —le contesté protocolariamente, porque a pesar de su juventud y sus sencillas maneras, me sugirió muy diplomáticamente que no le tutease—, estoy realmente preocupado porque me siento amenazado y no me fío nada de esta gente. No pretendo alargar mi estancia en Iraq más tiempo que lo que el rescate de Sara me exija, y creo que estamos en el camino de conseguirlo. Si vemos que no podemos salir con la niña rumbo a Bagdad, saldríamos del país por la frontera con Kuwait, que se encuentra a menos de media hora de camino. Si lo hacemos así, entonces sí vamos a necesitar protección hasta que estemos en terreno kuwaití.

Estas conversaciones con la embajada de Bagdad llegaban a ser extremadamente estresantes, porque la línea telefónica no se mantenía activa más de cuarenta o cincuenta segundos, lo que hacía que entre la disparidad de criterio, el enfado del embajador por el cambio de planes y lo impredecible del plan a seguir, charlas de apenas cinco minutos tardaran en realizarse más de media hora.

Leticia, más relajada si cabe, bebía té y fumaba, sentada junto a su hija y en silencio. Como veía que Abbas y su familia seguían en la misma tesitura de indecisión estudiada, le dije que se levantara y que fuera recogiendo todo el equipaje porque nos íbamos. En su mirada observé que ella también estaba preocupada con la situación. Le hice un gesto de complicidad y me acerqué al grupo en el que estaban el cuñado de Abbas, el coronel de la policía y Asad, el intérprete. Después de excusarme por la interrupción, le dije a Asad que tradujera lo que iba a decir. Elevando la voz y con manifiesta agresividad, en el tono y en el gesto, dije dirigiéndome al cuñado:

—¡Esto se ha acabado, Magid! Dile a Abbas que si en diez minutos no tenemos un compromiso de que salimos esta noche hacia Bagdad, con Sara y las personas que decidáis, nos vamos a Kuwait ahora mismo. A las siete en punto de la tarde —eran menos diez— saldremos para llegar a la frontera antes de que la cierren.

El coronel y el intérprete, aunque sorprendidos por la decisión, se quedaron callados observándome. Magid comenzaba a hablar en ese tono cautivador que tan bien manejan los árabes, mientras me cogía suavemente por la muñeca conciliador, tratando de captar toda mi atención. Enérgicamente le separé el brazo y, mirándole fijamente, le interrumpí su ejercicio de seducción, sin saber lo que me estaba diciendo:

—No pierdas el tiempo hablando conmigo. Habla con Abbas y con la familia y danos una solución en diez minutos. Ni uno más. ¡Diez minutos o nos vamos!

Cuando Asad acabó de traducirle mi órdago a la grande, como diría un jugador de mus, Magid se dio la vuelta contrariado y se encontró de frente con el abogado de Abbas, que se acercaba al grupo. Le comentó algo al oído señalándome, y se alejaron hasta donde estaba Abbas y la familia.

Temí que mi farol no tuviera ningún efecto y que causara algún retroceso a la hipotética negociación. Incluso cuando pusimos las maletas junto a la recepción, haciendo ver que nuestra intención era marcharnos en breve. Leticia me miraba, sin acabar de comprender mi actitud, pero me seguía en todos los pasos que le pedía. Hasta empezó a despedirse de Sara, que cambió de repente su expresión indolente ante lo que ocurría a su alrededor por una de tristeza y absoluta decepción, mientras se abrazaba fuertemente a su madre.

La idea de separarme de Sara me producía un intenso dolor. El mismo que sentía en el viaje del verano anterior, cuando íbamos hacia Kuwait de vuelta. Me imagino que nada comparado con el dolor de Leticia. Sara se había adaptado a la sociedad, a las costumbres y a la cultura árabe sin mayor problema. Era una auténtica superviviente. Pero dejarla allí era condenarla de por vida a vivir en un medio que no era el suyo. Sara era consciente de ello. Su sonrisa perenne, su alegría de vivir y su simpatía se habían borrado de su rostro en los tres últimos años. La niña que salió de Madrid no era la niña que vivía en Basora. En su interior tenía muy claro lo que quería: no separarse nunca más de su madre y salir de aquel infierno lo antes posible. Pero su sueño se estaba convirtiendo en pesadilla por momentos.

La idea de estar junto a Sara, a escasos treinta minutos de la libertad, que era lo que suponía llegar a la frontera con Kuwait, me producía ansiedad y una extraña sensación de impotencia. Me hacía pensar en todos aquellos que habían ofrecido su particular forma de ayuda para rescatarla. ¿Podría mandar el doctor Khaled a ese ejército de más de cien personas que me ofrecía para acompañarnos hasta la frontera, custodiados por su primo, el «jefe de policía» de Basora? ¿Me echaría una mano en ese preciso momento Sean Peacock, el mercenario británico, con sus contactos en el ejército iraquí y su grupo de intervención especial, por un módico precio? ¿Dónde estaban los mercenarios gaditanos, dispuestos a llevarse a la niña de donde estuviera y ponerla a salvo en una frontera segura?

En este peregrinar de pensamientos y elucubraciones fantasmas, buscando enloquecidamente la forma de liberar a Sara, ocurrió lo que pensábamos que ya nunca iba a ocurrir. Asad, con aspecto visiblemente cansado, vino hasta donde yo me encontraba y me dijo sonriendo:

—Aceptan las condiciones. Esta madrugada salimos rumbo a Bagdad con Sara, pero ahora van a escribir una serie de condiciones, que tendrán que ser firmadas en presencia del embajador.

A los pocos minutos volvió a sonar el teléfono. Nuevamente el embajador nos pedía que saliéramos rumbo a la base militar y acabáramos de una vez, posiblemente preocupado por los temores que le había expuesto en la última llamada. Le hablé del principio de acuerdo, no del número de personas que pretendían acompañarnos, pero seguía con la desconfianza de que el pacto se cumpliera.

—Señor Preciado, dudo mucho que usted y Leticia aparezcan mañana aquí con la niña —me dijo nuevamente en su tono «optimista» habitual—, pero estaré encantado de equivocarme en la predicción. Lo que sí le aseguro es que si ustedes no regresan mañana a Bagdad, los riesgos que corran durante su estancia en Iraq serán única y exclusivamente responsabilidad suya.

Reconozco que con la tensión acumulada durante el día tuve que hacer un auténtico esfuerzo para no mandar al embajador… muy lejos. Pero ni mis formas ni mi oficio me lo habrían permitido, porque además le iba a necesitar, y mucho, cuando llegáramos a Bagdad.