A la mañana siguiente la cita no era hasta las nueve. La policía no nos llevó al juzgado hasta casi las diez. No vimos a nadie hasta las once y media. Nuestra duda era si realmente Abbas habría dormido en la cárcel. La prueba la tendríamos si llegaba esposado a la sede de los juzgados.
Mientras esperábamos su llegada, tomando un té al que nos invitaron los policías de la guardia del juzgado, vimos pasar a decenas de hombres esposados, pero ninguno era Abbas. Más tarde, cuando fuimos llevados al interior del edificio, pudimos verle en un pasillo, esposado y acompañado de su abogado y de algunos de los familiares que nos habían visitado el día anterior en el hotel. Cuando preguntamos por Sara nos contestó el abogado, en nombre de Abbas, que ese día no formaba parte del régimen de visitas establecido en la sentencia.
«Leticia no tiene derecho a ver a su hija nuevamente hasta dentro de dos meses», dijo el abogado, recreándose en su maldad y con expresión de odio.
Le contestamos que con esas maneras jamás íbamos a llegar a un acuerdo. Le recordamos que no solo iba a ir a la cárcel Abbas, sino que sus hermanos, los que habían firmado como testigos el acta falsa de matrimonio, también iban a acompañarle a tan innoble lugar porque ampliaríamos la denuncia. Con total indignación pedimos ir a ver al juez para comunicarle que Sara no había venido, tal y como él dispuso el día anterior. Sin esperarlo, nos topamos a los pocos minutos con Sara y su hermana, acompañadas por la abuela y por una mujer de mediana edad con pañuelo en la cabeza. Todo parecía estar preparado para intentar mortificar a Leticia, siempre que no se enterara el juez. Esta se abrazó nuevamente a su hija, mientras maldecía a Abbas y su intento de no dejarle ver a Sara. Abbas, desde un rincón, observaba inalterable la escena, mientras escondía sus muñecas esposadas con un jersey entre las manos. Su aspecto no se había alterado ni un ápice del día anterior. Iba vestido exactamente igual. La barba obligada y su mirada habitual, distante, perdida por su miopía, le daban un aire taciturno.
Esa misma mañana esperábamos que Abbas Hasan al Sa’idi, el abogado contratado por Leticia, a la que amenazaba con denunciar si no le pagaba sus honorarios, volviera a aparecer por el juzgado para crear un nuevo problema. No lo hizo, ni lo haría mientras estuvimos en Basora. La razón era bien sencilla: el juez Al Mudafar, que estaba llevando el asunto y que en un principio nos dio magníficas referencias sobre él, le sorprendió con el abogado de Abbas, preparando una estrategia en contra de Leticia. El juez le llamó muy seriamente la atención y le sugirió que abandonase el caso, si no quería meterse en más problemas.
Mientras esperábamos acontecimientos en los pasillos, apareció Gufran, una abogada que nos enviaba el juez Al Mudafar, que resultó ser familiar suyo. Nos dijo que la acompañáramos hasta la sala de abogados para preparar el tema, en compañía de Sara y Ahmed, el intérprete. Era 16 de marzo, un día importante para mí. Mi hija Omayra cumplía seis años y tenía el deseo de ser el primero en cantarle el cumpleaños feliz antes de que se fuera al colegio. Pensé que con el ruido existente en la sala, con docenas de abogados hablando entre sí, mi llamada pasaría inadvertida. Sin pretenderlo, lo que tenía que haber sido un alegre y simpático rato se convirtió, nada más escuchar la voz de mi hija esperando mi llamada, en un emocionado llanto de padre novato aún, con aparato lagrimal incluido. Intenté sin éxito disimular mi llanto por dos razones principales: que mi hija no se diera cuenta de mi emoción y por la mirada atónita de los abogados que presenciaban la patética escena sin poder explicarse qué hacía allí aquel occidental llorando como una magdalena. O como dice un dicho de los kurdos, los vecinos del norte iraquí, «lloraba tanto como un árbol en primavera lluviosa».
Mientras esperábamos que llamase el juez Al Mudafar, supimos que el tribunal que entendía las peticiones de Interpol estaba en la planta superior a la que nos encontrábamos. La abogada Gufran y el intérprete acudieron a ver al juez con una copia en papel de la orden internacional de busca y captura de Abbas, más la búsqueda y localización de Sara, con el mandamiento expreso de que fuera entregada a su madre o a las autoridades diplomáticas españolas del país donde fueran localizados. El juez dedicado a los temas de Interpol conocía la historia de Sara de sobra. Su argumento era tan falaz que lo traducía sencillamente como la historia de la madre infiel que reclama a su hija musulmana. Lo que no podía imaginar su señoría es que la madre y la niña se encontraban allí, en la sede de los juzgados, y que el padre se encontraba detenido, acusado de falsificar un documento público. Al juez, que no estaba por la labor de ser justo, no se le ocurrió mejor solución para quitarse el tema de encima: decir que tenía que ser el Alto Tribunal de Bagdad quien decidiera sobre la detención de Abbas y la entrega de su hija a la madre. A pesar de las trampas del juez, se abría un nuevo camino para recuperar a Sara. Esta vez por la vía legal absoluta. Si Iraq pretendía convertirse en un Estado de derecho dentro de la comunidad internacional, tenía una buena oportunidad de demostrarlo, ejecutando una solicitud de detención internacional que además tenía repercusión mediática.
Conseguimos que las autoridades de Bagdad contestasen rápidamente. Ese día hubo suerte con las comunicaciones de telefonía fija, prácticamente inexistentes por aquella época, pero era y es la forma obligada de comunicación dentro de las administraciones públicas. La respuesta desde el Alto Tribunal fue esperanzadora: el juez de Basora tenía plena y exclusiva solvencia para decidir liberar a Sara y entregar a Abbas a los policías de Interpol España. La noticia era tranquilizadora porque podíamos explicarle al juez toda la historia in situ e ir mostrando todos los documentos que teníamos en nuestro poder por enésima vez. Además, Abbas ya estaba detenido por otra causa, lo que irremediablemente le confería a Leticia la custodia de su hija al cien por cien de manera casi automática. Pero el juez no estaba dispuesto a hacer justicia. Argumentó que el expediente que se iniciaba duraría bastantes meses hasta que hubiera una resolución por su parte. A la vista de la manifiesta actitud del juez de no querer colaborar, decidimos apostar por la vía iniciada con Al Mudafar, que de momento mantenía a Abbas detenido en la planta de abajo. Su intención era presionar, con la ley en la mano, para que Abbas y su familia buscasen una solución al problema. La toma de declaraciones que efectuaba en su despacho no tenía un carácter procesal en sí mismo. Solo alertaba de lo que podía ocurrir, si iniciábamos el proceso legal. El papel del juez parecía estar a favor de Leticia, porque realmente, y analizando los hechos, la justicia debía darle la razón.
Leticia fue llamada ante el juez. Mientras esperaba en la puerta del despacho observó que una mujer de mediana edad, con hiyab, hablaba con Sara en actitud cariñosa.
—¿Quién es esa, Javier?
—Ni idea, Leticia —le contesté.
Lo único que sabía es que iba en el grupo familiar de Abbas y que parecía que intentaba ser muy amable y cariñosa con Sara, pero no sabía en ese momento el parentesco que le podía unir con la familia. Era guapa, bien vestida, de tez blanca y ojos negros y no dejaba de observar todo lo que ocurría alrededor, con una mirada amable y complaciente. En ese momento un oficial del despacho del juez salió a la puerta y gritó la presencia de Abbas Alí Husain, que llegaba andando por el pasillo rodeado de policías. Ambos, Leticia y Abbas, entraron a la vez, acompañados de los intérpretes y de los abogados.
Durante las casi tres horas que duró el interrogatorio a los padres, Sara apenas se movió de la silla situada junto a la puerta del despacho hasta que fue llamada a declarar. A la vez que Sara entraba, Leticia y Abbas salían acompañados de los intérpretes. Leticia vino corriendo hacia mí. Su expresión se iba encendiendo por décimas de segundos, hasta que se me abrazó fuertemente y rompió a llorar con un gemido de dolor, mientras gritaba:
—¿Sabes lo que me ha dicho, Javier? ¿Sabes lo que me ha dicho delante del juez? ¡Que soy una puta! ¡Que soy una puta y una borracha!
Leticia, sin dejar de llorar enrabietadamente y fuera de sí, había reventado y no podía contener el ataque de ira que le habían producido las palabras humillantes y degradantes de Abbas.
—¡Este cabrón ha dicho que mi madre y yo recibimos hombres en casa y que somos putas y alcohólicas las dos! —gritaba desesperadamente señalando a Abbas, que era alejado del lugar por los policías hasta el fondo del pasillo.
Su instinto, más que su razón, le pedía haberse liado a bofetones con el padre de su hija, pero no era conveniente hacerlo en presencia de su señoría. Fumamos un cigarrillo tras otro en el exterior del edificio y Leticia se fue tranquilizando; estábamos rodeados amigablemente por una docena de policías, cariacontecidos por el dolor de Leticia. Se esforzaban por entender las palabras y la razón de su ira. Mientras continuábamos esperando a que el juez acabase de hablar con Sara, Leticia, ajustándose el hiyab a la cara con la misma soltura que si lo hubiese llevado puesto toda la vida, volvió a preguntarme si había logrado averiguar quién era la mujer que no se separaba ni un momento de Abbas ni de la niña.
—Es Lemia, la nueva esposa de Abbas. Es su tercera mujer, según me ha dicho su cuñado. Se casó con ella hace aproximadamente cinco meses y al parecer es una profesora del colegio donde estudia Hula, la hermana de Sara —le dije, pensando que el dato para Leticia no pasaría de lo anecdótico.
—¡Será hijo de puta! ¡Será cabrón! ¡Que se ha casado el tío y cuando estuvimos en julio pasado me dijo que me viniera a vivir con él, que aún podíamos arreglarlo! ¡Pues que esa tía no se acerque a mi hija, no quiero ni que la mire, esa zorra! —soltó Leticia indignada.
Con la mayor frialdad y tratando de cortar en seco el asunto, le dije irónicamente y sonriendo para quitarle importancia a la expresión:
—Leticia, esto en mi pueblo, con perdón, se llama ataque de cuernos. Así que contrólate, que aquí estamos para liberar a tu hija de este infierno y no para recuperar viejos romances —le rematé con sorna, porque no podía comprender lo que estaba escuchando ni la escena de celos que estaba presenciando.
—Tú estás tonto —me dijo—, a mí me importa tres pitos este cabrón. Pero me da mucho asco pensar que a mi hija se le pudiera imponer otra madre.
Leticia, contrariada, continuó fumando, callada y pensativa, sin dejar de mirar de reojo el fondo del pasillo, donde se encontraba todo el clan de Abbas.
Había pasado más de una hora cuando Sara finalizó su conversación con el juez. Abbas, escoltado por varios policías, acudió hasta la puerta del despacho y cogió por el hombro a la niña para llevársela hacia donde él estaba con su familia. Cuando Leticia se dio cuenta del detalle, se alejó del grupo y comenzó repentinamente a caminar muy deprisa, como movida por una extraña fuerza, en dirección al fondo del pasillo. Al llegar a la altura de Abbas, que acababa de sentarse en un banco junto a su hija, Leticia se abalanzó contra él y comenzó a golpearle en la cara con sus puños de tal forma que las gafas de este salieron disparadas a casi tres metros, hechas añicos.
—¡No te vas a quedar con mi hija, cabrón! —gritaba histéricamente fuera de sí, soltando golpes y recibiendo un puñetazo en el pecho por parte de Abbas, que quería quitársela de encima.
Hazen, el hermano clérigo y miliciano, intentaba agarrar los brazos de Leticia mientras la empujaba, tratando de alejarla. Ella le daba fortísimas patadas en las espinillas, que le hacían crujir de dolor, como reflejaba su rostro desencajado, de aspecto circunspecto, con un ojo vaciado, su barba tiñosa y sus sucios y gastados ropajes de clérigo. Sara, viendo horrorizada lo que estaba pasando, huyó del lugar asustada, sin saber dónde ir. Los policías se agolparon alrededor de Leticia, sin ser capaces de tocarla pero visiblemente molestos. El juez, al oír el griterío que se formó, salió del despacho y, al enterarse de lo que había ocurrido, sentenció que aquello era una falta muy grave, porque se había producido dentro de un recinto oficial. Aunque yo había conocido los ataques de ira de Leticia en mi propia carne, no podía comprender lo que estaba pasando y el comportamiento absolutamente equivocado que estaba teniendo. Estábamos en condiciones de ganar la batalla, pero lo que acababa de hacer Leticia podía dificultar enormemente nuestros planes. Podía llevarla incluso a la cárcel. Tal vez, el intenso grado de excitación que le había producido escuchar los insultos de Abbas le había hecho perder la cabeza.
La acción de Leticia, más allá del código penal, es un delito contracultural en un país árabe. En Iraq, una mujer no debe de ninguna manera pegar a un hombre. Y mucho menos si la afrenta es pública y lleva adosadas, además, las palabras que ella le dirigió mientras le golpeaba. Leticia, como siempre, se dio cuenta tarde de su error. Yo, totalmente descompuesto y nervioso y con la situación absolutamente descontrolada, pedí permiso para hablar con el juez, mientras le recriminaba su acción a Leticia, aunque en el fondo la comprendía. Algo en mi interior me decía que algún día quizá nos íbamos a reír mucho recordando la anécdota. Pero lo que acababa de ocurrir era entonces muy grave.
—Dígale usted a Leticia —me dijo el juez nada más entrar a su despacho, a través del intérprete— que si Abbas o su familia la denuncian por agresión, puede ir a la cárcel. Lo que ha hecho aquí, en este país y dentro de un centro oficial, es muy grave y no se le puede consentir.
—Señor juez, le pido por favor que disculpe la acción de Leticia. Para ella ha sido muy duro escuchar los insultos de Abbas, llamándola alcohólica y prostituta. Si a eso le suma el viaje, las noches sin dormir, encontrarnos permanentemente escoltados en un país en guerra…, puede hacerse una idea del estrés que está sufriendo mi prima. Ella está muy arrepentida y quiere pedir perdón por lo que ha hecho.
—Ella no debe molestarse por lo que ha dicho Abbas. La niña me ha dicho que su madre no bebe alcohol y yo creo a la niña. Lo que no debe hacer nunca Leticia es agredir a nadie en una corte judicial —afirmó el juez visiblemente enojado.
—Señor juez, Leticia también ha sido agredida —le dije al juez, sabiendo que eran mis últimas palabras en el despacho y tratando de justificar a Leticia en lo injustificable, porque el origen de la agresión tenía nombre y apellidos y, además, había sido presenciado por todos.
El juez hizo pasar a Abbas, intérpretes y abogados y nos reunió a todos. A continuación pidió que pasara Leticia. Cuando entró, el juez la tuvo delante durante unos larguísimos y humillantes minutos, sin hablar y sin concederle la palabra, mientras que leía unos informes. Cuando le dio la palabra, Leticia, asustada, confesó su arrepentimiento, aunque en el fondo de su alma sabía que lo que había hecho era algo que había soñado hacer las novecientas veintisiete noches que llevaba sin dormir junto a Sara.
—Estoy muy arrepentida de lo que he hecho, señor juez, pero me he sentido humillada y pisoteada por las palabras del padre de mi hija.
El juez se mantuvo en silencio, sin mirarla, ordenando papeles. Quería dar por finalizada la sesión y olvidar el tema de la agresión, que lo único que podía traer eran nuevos problemas. Leticia, repentinamente, preguntó si podía añadir algo para finalizar. El juez contestó afirmativamente al intérprete, sin mirarla, y Leticia comenzó un improvisado e inesperado discurso.
—Quiero decirles, con todo el respeto, que me siento en estos momentos juzgada por mi religión y por mi cultura, que es muy distinta a la de ustedes, al islam, pero con la que he sido muy respetuosa a lo largo de muchos años. En mi casa se han respetado muchos mandamientos del Corán, mi hija ha ido a estudiar a un colegio árabe y todo por una sencilla razón: porque su padre era musulmán. Y a este señor, que está ahí sentado, al padre de mi hija, quiero recordarle que le he mantenido a lo largo de dieciséis años. Que la ropa, los zapatos y hasta los dientes que lleva se los he pagado yo. Que nunca ha trabajado, pero jamás le ha faltado de nada. Y él me lo paga así: secuestrando y llevándose a mi hija a un país en guerra, absolutamente desconocido para ella. Mi hija tiene derecho a otra vida distinta a la que lleva aquí. Mi hija tenía en España una habitación para ella sola y aquí duerme con otras doce personas. Mi hija tenía su propio cuarto de baño y aquí no hay ni agua corriente. Mi hija nació, vivió y se crió en España y es española. ¡Y a mi hija la he parido yo! ¡Yo la he parido! —añadió ya Leticia, con el tono subido y la voz desgarrada por la emoción—. ¡Nadie tiene derecho a arrebatármela!
El discurso de Leticia, que estaba emocionando a más de uno en la sala, fue interrumpido por el juez, que fríamente la miró y le dijo:
—Perdón, señora, pero esto que está diciendo usted no tiene nada que ver con lo que estamos tratando aquí. —Y se levantó de la mesa, invitando a todos los presentes a que abandonásemos el despacho, cosa que hicimos sin demorar, pero sin saber cuál sería el paso siguiente.