IX

De vuelta al hotel, y desde la ventanilla del coche policial, observábamos fijamente las calles de Basora, porque era lo único que íbamos a ver de la ciudad, ya que la seguridad impuesta por nuestros custodios nos prohibía salir del hotel. El secuestro en Basora continuaba siendo una práctica más que habitual y más si el objetivo era occidental: las empresas, las familias o los gobiernos tienen interés y dinero para los secuestradores. Ese detalle garantizaba un seguro y cuantioso rescate.

Llegamos a comer al hotel, que ampliaba su hora de comedor hasta que llegábamos, ya que, en el peor de los casos, éramos siete comensales para hacer caja y para degustar el plato estrella de la carta y obligado de cada día: la sopa de pollo. Esta sopa era servida en el almuerzo y en la cena. Incluso en el desayuno, pero había que pedirla. Detalle que es de agradecer si no hubiera sido porque yo personalmente siempre he odiado el pollo. Aunque el maravilloso mundo de las especias de la gastronomía árabe hacía olvidar, con creces, cualquier sabor original que recordase a esta ave tan comestible.

Después de la comida, tomamos un té en el hall y degustamos baklawa, unos riquísimos pastelitos árabes que nos trajo Ahmed de una pastelería próxima. Para nuestra sorpresa recibimos la visita de Alí, el hijo mayor de Abbas, fruto de su primer matrimonio. Era aquel bebé de diez meses que abandonó en Basora cuando decidió quedarse a vivir en España. Alí estaba allí. Silencioso. Sentado en una silla observándonos, sin atreverse a dirigirnos la palabra. Sus grandísimos y profundos ojos negros comenzaron a sonreír y toda su cara se iluminó cuando escuchó su nombre en boca de Leticia. Se levantó para saludarnos y le invitamos a que se sentara con nosotros en nuestra mesa. No habían pasado ni tres minutos del encuentro, cuando se presentó el coronel de la policía, que, después de saludarnos, le pidió la documentación a Alí y se lo llevó a un apartado. Cuando le explicamos que el encuentro era consentido, nos explicó que los agentes de inteligencia habían detectado su presencia con nosotros y querían saber quién era esa persona árabe sin identificar que nos hablaba. Agradecimos el detalle y exaltamos la inmediatez de la aparición policial. Pensándolo bien, tres minutos habrían sido una eternidad si el desconocido hubiera llegado con peores intenciones.

De pocas palabras y con una sonrisa perenne con ganas de agradar, Alí nos contó que Sara se encontraba muy bien y que era muy feliz en Basora. Intuimos que la presencia de Alí tenía como objetivo encontrar una solución para el conflicto que acababa de estallar con su padre en la cárcel. Poco después tuvimos la certeza de nuestros pensamientos, cuando vimos aparecer a Magid, el marido de Zeinab, la hermana de Abbas, en la recepción del hotel. Era un hombre de negocios, dedicado a la venta de piezas del automóvil al que la vida le sonreía. Había acumulado una gran fortuna y, ante la imposibilidad de poder guardar el dinero en el banco, lo tenía almacenado en una maleta en casa, repleta de billetes de cien dólares. Sara recordaba haber visto en casa de sus tíos cómo montaban guardia para vigilar día y noche la «maleta de los dólares». Elegantemente vestido y lleno de cordialidad y de buenas palabras —muy al contrario que unas horas antes en el juzgado—, nos dijo directamente que el tema había ido demasiado lejos. Que era necesario encontrar una pronta solución que nos beneficiase a todos. Tal y como había acordado con Leticia hacía unos minutos, mientras le exponía mi plan, tomé la palabra para iniciar la negociación.

—Nosotros también lamentamos la terrible situación de Abbas, pero no hay que olvidar que Sara está secuestrada. Está secuestrada por su padre y si no escuchamos una promesa de la inmediata liberación de la niña, no podemos continuar el diálogo —le dije muy firme.

Leticia y yo nos sentíamos fuertes con Abbas en prisión. La llegada de sus familiares al hotel, con la intención de negociar, nos abría cada vez más las esperanzas de una hipotética liberación de Sara. Era un primer paso muy importante que no estaba previsto. Ellos nos decían que la niña se había hecho totalmente al país y a su cultura, pero que no podían olvidar que Leticia era su madre. Decían que había que regular un régimen de visitas y de convivencia muy distinto al que había habido hasta ahora. Leticia, decían, podría ver a su hija cuando quisiera e incluso se podía estudiar la posibilidad de que pasara unas vacaciones con ella.

—Dejadme que me vaya con mi hija a pasar unos días a Kuwait, donde estaremos más seguras y tranquilas que aquí —les dijo Leticia sabiendo que, una vez que pasáramos la frontera, Sara sería libre para volver a España legalmente.

Ellos contestaron que eso no era posible por el momento, porque la niña estaba en el colegio y que debía seguir el curso. Una vez que hubiéramos solucionado el tema de la denuncia y la niña acabara sus clases, Leticia podría pasar unas vacaciones con su hija donde quisiera, aseguraba Magid. Después de argumentar y contraargumentar, rompiendo y reanudando las negociaciones durante más de cuatro horas, Magid vio que ni estábamos dispuestos a ceder en nuestro afán por rescatar a Sara, ni estábamos dispuestos a ser engañados por enésima vez. Aturdido por la intransigencia y viendo que sus infinitos argumentos eran absolutamente rebatidos, Magid nos preguntó si se podía estudiar la posibilidad de que alguien de la familia acompañara a Sara a España. La pregunta nos llenó de entusiasmo, porque teníamos la promesa verbal, pero formal, del ministro de Exteriores Moratinos de que si algún familiar de la niña colaboraba de una manera decisiva en su liberación, el gobierno español sería generoso para su integración en España. Así se lo hicimos saber a Magid. La noticia fue bien recibida por el cuñado de Abbas y con sorpresa por Alí, el hermano de Sara, porque él y su hermana Hula eran los candidatos iniciales que propuso Magid para que nos acompañaran en el viaje de vuelta con Sara más o menos libre. El caso era salir de Iraq, fuera como fuera, con quien fuera y a costa de lo que fuera. Una vez lejos del infierno, ya veríamos cómo se resolvía la situación. Era ahora o nunca.

Desde que comenzáramos la lucha por rescatar a Sara, nunca habíamos percibido la sensación de estar tan cerca de su liberación. Debíamos ser cautos, hábiles y prudentes. Todo era posible si nuestros pasos eran acompañados posteriormente por los del embajador español en Bagdad, pero también todo se podía ir al traste. A la reunión, que duró casi hasta las doce de la noche, se unió otro tío de Abbas, que trató de poner también su grano de arena. Justo en los momentos previos a la despedida, me llamó el embajador español para comunicarme que nuestra estancia en Basora y el dispositivo de seguridad que había a nuestro alrededor estaban caducando. Al día siguiente nos esperaba nuevamente el avión militar británico para devolvernos a Bagdad. Cuando le conté el acuerdo inicial con el cuñado de Abbas, me dijo que posiblemente habría una plaza más para la niña, pero que los hipotéticos acompañantes iraquíes no iban a tener sitio en el avión militar. Le dije que no pondría en peligro la posibilidad de rescatar a Sara por ese detalle. Si era necesario, recorreríamos por tierra los más de seiscientos kilómetros que separaban Basora de Bagdad, con el riesgo que ello suponía para todos. La posibilidad de soltar a Sara por parte de la familia acababa de surgir y no podíamos poner en peligro el comienzo de la negociación. Ni el embajador ni yo creíamos en las palabras ni en las promesas de los familiares de Abbas, pero había que apostar por lo imposible. Yo debía ser el encargado de transmitir optimismo e ilusión a Leticia, para continuar la batalla que acabábamos de comenzar. Al embajador no le gustó nada la posibilidad que le planteé de volver por tierra a Bagdad, pero quedamos en hablar al día siguiente, para ver cómo evolucionaba el asunto.

Con efusivos apretones de manos y promesas absolutamente carentes de sinceridad, nos despedimos de los familiares de Abbas en la puerta del hotel. Acordamos vernos a la mañana siguiente en el juzgado, donde matizaríamos los detalles de un presunto acuerdo, pero para que tuvieran claro nuestras intenciones, les indiqué en tono pausado y convencido:

—Si no hay un acuerdo para salir de aquí con la niña y con quien digáis, en menos de veinticuatro horas —les advertí—, Leticia y yo saldremos mañana por la tarde por la frontera de Kuwait. No retiraremos la denuncia y nombraremos un abogado para que siga el proceso judicial y se encargue de que Abbas no salga de la cárcel en una buena temporada.

La cara de Magid se volvió seria y circunstancial, después de que Ahmed y Asad le tradujeran mis palabras.