Leticia me había contado que trece años atrás, la noche del 11 de octubre de 1996, con el amor en plena efervescencia, Abbas y ella recibieron para cenar a dos amigos iraníes, aprovechando que los hijos de Leticia estaban pasando el fin de semana con sus abuelos paternos. Entre cena y copas la noche se fue animando y Leticia, o mejor dicho Huda, el nombre que tomó cuando se convirtió al islam, aceptó «casarse» con Abbas con el ceremonial denominado mut’ah o boda temporal. En su atrevimiento llegó a firmar en una cuartilla en blanco donde solo estaba escrito un epígrafe titulado Certificado de Matrimonio, junto a la fecha y la firma de Abbas. Al cabo de los días, Abbas, con otro bolígrafo de tinta de distinto color —menciono el dato para dar una idea de la presentación del citado documento—, rellenó el espacio en blanco con la siguiente frase en español: «Te caso con mi delegada Huda moracho Del CASTILLO CON La dote ya determinada (sic)».
Este papel, que en España no tiene más valor que el recuerdo romántico de una noche loca y etílica, en Iraq habría podido cambiar definitivamente el rumbo de la vida de Sara, de Leticia y de Abbas. Si ese papel, si esa cuartilla manuscrita, con alguna huella de grasa como recuerdo imborrable de la fiesta, hubiera estado en manos de Abbas en aquellos precisos momentos que estábamos viviendo, la niña habría sido considerada automáticamente hija de una musulmana, fruto de un matrimonio entre un iraquí y una mujer española. A su vez, el divorcio habría sido ratificado y se le habría otorgado la custodia al padre, puesto que la niña habría sido considerada iraquí de pleno derecho, ya que la madre residía en el extranjero. Ese papel seguía existiendo y Abbas no tenía ni idea de dónde estaba. Lo estuvo buscando durante horas antes de abandonar definitivamente la casa de Leticia, antes de secuestrar a Sara, intentando documentar su diabólico plan, pero afortunadamente no fue capaz de encontrarlo. Leticia lo tenía guardado en un libro, como el que guarda los pétalos de un ramo de rosas. Sin más ceremonial. Sin embargo, y por aquellos golpes del destino del todo ilógicos, el papel estaba mucho más cerca de Abbas de lo que nunca habría sido capaz de imaginar. Seguro que habría entregado a cambio todo lo que hubiera tenido a mano en ese momento por recuperar el dichoso manuscrito. El papel lo había traído Leticia por si era necesario usarlo en beneficio propio. Estaba en mi equipaje. Concretamente en el maletín personal que llevaba en ese momento en las manos.
El juez pidió a ambos que salieran del despacho porque quería entrevistarse a solas con Sara. A la salida, Leticia no pudo callarse y recriminó a Abbas sus mentiras gritándole algunas palabras subidas de tono. Este, sin apenas mirarla a la cara, avisó a los policías de que estaba siendo insultado por ella. Él fue desplazado hasta el otro extremo del pasillo y Leticia fue rodeada por policías, mientras Sara entraba al despacho del juez. Su señoría, después de unas palabras cariñosas para intentar ganarse la confianza de la niña, que le miraba con los ojos muy abiertos y con cierto optimismo en la mirada, le preguntó:
—¿Dónde te gustaría vivir, Sara, aquí en Iraq o en España?
—Me gusta vivir aquí y también me gustaría vivir en España, señor —dijo sonriendo y sin titubear.
—¿Con quién te gustaría vivir, con tu papá o con tu mamá?
Sara tenía muy claro que tenía que ser respetuosa con su padre y no sabía hasta dónde podían llegar sus palabras. Al fin y al cabo, el juez era alguien como todos los que había conocido hasta ahora desde que su padre se la había llevado a Iraq. Pero a lo que no estaba dispuesta Sara era a negar a su madre ni el cariño que le profesaba.
—A mí me gusta vivir con mi padre, porque le quiero mucho, pero también quiero mucho a mi mamá.
—¿Recuerdas cuando saliste con tu padre de España? ¿Cómo fue?
—Sí. Mi padre y yo estuvimos en casa de un amigo suyo en Madrid y me dijo que el viaje tenía que ser secreto, que mamá no se debía enterar de nada y que por eso no podía hablar con ella por teléfono. Al día siguiente fuimos al aeropuerto y cogimos un avión a Siria.
El juez lo tuvo muy claro. Sara, con la más absoluta ingenuidad, había descrito con las palabras exactas que había sido víctima de un secuestro parental.
—Sara, ¿a tu mamá le gusta beber cerveza? —le volvió a preguntar el juez.
—A mi mamá le gusta beber cerveza… sin alcohol. Recuerdo que le gustaba beber coca-cola y cerveza sin alcohol.
El juez no quiso saber nada más por el momento y dio por concluido el interrogatorio, para dar paso a una conversación en tono infantil y sin profundizar con la niña. A continuación, fui llamado por el juez, que me preguntó cuál era el vínculo o parentesco que me unía con Leticia.
—Soy primo político de Leticia —le dije al juez, no muy convencido de lo que estaba diciendo, dada mi poca facilidad para mentir—. Soy primo de la esposa del hermano de Leticia —afirmé esta vez con más seguridad. Me inventé un parentesco de nuevo cuño porque mi intención era doble: primero, no llamar la atención de Abbas, porque él conocía a toda la familia de Leticia, y podía ponerme en un apuro delante del juez, sabiendo además que era periodista. En segundo lugar, en Iraq, un país estructurado socialmente por clanes y tribus, el parentesco inventado me validaba como representante familiar y como hombre tenía voz y voto para defender a Leticia. Podía decidir o negociar en su nombre, lo que ella como mujer no podía hacer en una sociedad musulmana.
—¿Sabe usted si Leticia invierte su tiempo en jugar el dinero con unos pequeños papelitos?
Tuve que hacer un auténtico esfuerzo para evitar una carcajada. Abbas le explicó al juez lo que era el bingo, este lo entendió a su manera y se lo trasladó a Asad, el intérprete, que lo entendió a la suya y me trasladó la pregunta. Puse cara de no entender nada de papelitos ni de nada de lo que me decía, pero me apresuré a contestar que el poco dinero con el que contaba Leticia no le permitía ir jugándoselo con pequeños «papelitos». Para terminar, también me preguntó si Leticia bebía alcohol. Ante mi respuesta negativa, el juez trató de buscar complicidad:
—No es malo beber cerveza. Aquí en Iraq también bebemos cerveza y no somos perseguidos por ello.
—Entiendo, señor juez, y en España es más normal todavía, pero desde que conozco a Leticia, jamás la he visto tomar una gota de alcohol —afirmé tajante y casi indignado, al recordar que no había conseguido que Leticia hiciera un solo brindis con vino, a lo largo de la infinidad de veces que habíamos comido juntos.
Después de mi declaración, el juez me invitó a que tomara asiento junto a Sara. Cuando la vi tan seria y tan triste, le pellizqué cariñosamente en la mejilla. Tomé sus manos entre las mías y se las besé, a la vez que le hacía un guiño de complicidad que ella me respondió con una sonrisa. Este sencillo gesto de cariño, tal y como se lo hubiera podido hacer a mi hija, me pasaría factura pocos minutos después…
Terminado el turno de declaraciones, fuimos emplazados por el juez para volver al día siguiente a las nueve de la mañana. Pero nada más salir del despacho Asad vino hacia mí con cierto nerviosismo.
—Javier, me ha dicho la familia de Abbas que no vuelvas a tocar ni a besar a la niña, porque la próxima vez te van a denunciar.
Me quedé impávido, pensando en las mentes tan sucias que podían ver algo inmoral en mi actitud con una niña de once años. Pero también en lo absurdo de la amenaza, pensando que lo que hice fue ante un juez, que además me vio, y que si mi gesto cariñoso con la niña hubiera sido un hecho punible, su señoría, en el mejor de los casos, me habría llamado la atención o me habría mandado a la horca, tal y como habría sido el deseo de la familia. De poco le había servido a Abbas vivir veinte años en España y entre españoles.
El ambiente en los pasillos de la sede central de los juzgados de Basora era un auténtico caos. Docenas de personas se arremolinaban en una marea humana, con un griterío infernal, en el que la voz más alta imponía su autoridad pero no el silencio. Una jovencita, tocada con hiyab, con restos de maquillaje inhabitual, casi borrado, caminaba de un lado a otro del pasillo seguida de cerca por dos policías, cabizbaja y con el rostro afligido. Pregunté a los policías que nos escoltaban si sabían por qué estaba allí esa joven. Me contaron que la chica había sido violada la noche anterior por dos individuos. Pero el motivo por el que se encontraba en los juzgados era bien distinto. Iba a ser juzgada por prostitución, ya que la relación con uno de los violadores inicialmente era consentida. Una mujer soltera no puede tener ese comportamiento «si no es una prostituta». Nuevamente, Iraq volvía a mostrar su imagen de ser un lugar inhóspito, cruel e indigno, para que una niña occidental como Sara continuase sus días viviendo allí.
Acabada la jornada, todos abandonamos los juzgados. Unos regresábamos al hotel y otros, los familiares de Abbas, a sus casas. Excepto él, que volvía a ser esposado para dormir esa noche en prisión. A partir de ese momento, y aunque a Leticia no le fuera permitido que Sara pernoctara con ella, la situación estaba empezando a cambiar. Mi plan se lo quería contar a Leticia en cuanto tuviéramos un rato de tranquilidad, pues el hecho de que Abbas fuera a dormir esa noche en la cárcel alimentaba aún más mis esperanzas. Con él en prisión se nos abría la posibilidad de negociar el rescate de Sara con su familia o con él mismo, si quería evitar pasar los próximos doce años de su vida entre rejas.