A las nueve de la mañana aproximadamente llegamos a la sede de los juzgados, acompañados del coronel y del capitán que redactó la denuncia el día anterior. Comprobamos si había llegado Abbas con la niña, pero una persona que se identificó como abogado nos dijo que no. Sara no había llegado aún. El abogado era, ni más ni menos, Abbas Hasan al Sa’idi, el letrado contratado por Leticia un año antes. El mismo que ocho meses antes tenía que haber estado atendiéndola cuando se encontró con Sara, pero que casualmente tuvo que acudir al dentista en esa misma fecha. El letrado iraquí acudía al juzgado con la intención de conocer a Leticia y de cobrar los honorarios que tenía pendientes. Amenazaba con que su intención era cobrar por las buenas o por las malas. Entre las «malas», el abogado contemplaba la posibilidad de denunciar a Leticia por incumplimiento de contrato si no pagaba la minuta, lo que podía provocar que Leticia ingresara en la cárcel.
El capitán de la policía me preguntó si yo conocía al padre de la niña. Ante mi respuesta afirmativa, me pidió que le acompañara para identificarle y saber si estaba en las dependencias judiciales. Acompañados por otros tres policías, comenzamos un apresurado recorrido por las tres plantas de los juzgados de Basora, para tratar de localizarle. Nunca me ha gustado el papel de chivato, pero la ocasión merecía la pena para ser la excepción que confirmaba la regla.
«¿Le irán a detener ahora mismo?», me preguntaba.
De repente, y tras un numeroso grupo de personas, localicé a Abbas, elegantemente vestido y sentado en un banco de madera. Llevaba puesta la misma indumentaria que lució el día de su boda con Lemia. Nada que ver con la vestimenta del verano pasado, camiseta, vaqueros y chanclas incluidas.
Aceleré mi paso y me giré dos o tres metros más adelante para confirmar que era él, intentando no ser visto por si me recordaba del viaje del verano pasado. Efectivamente, era Abbas. A la niña no la veía por ningún lado. Inmediatamente le señalé al capitán quién era y dónde estaba sentado. El capitán, de rostro y trato afable, se dirigió rápidamente a él y le comentó algo al oído. Le tomó de la mano suavemente mientras que con un pequeño gesto le invitaba a acompañarle sin soltarle. Me quedé quieto observando a distancia cómo se alejaban rápidamente hacia el fondo del pasillo, rodeados del resto de los policías que iban con el capitán. Ante la escena, dudaba si el gesto de la mano no tenía mayor trascendencia que la costumbre habitual de los hombres árabes de caminar juntos cogidos de la mano o esta vez tenía un significado distinto. Siguiendo sus pasos, tardé treinta segundos —lo que tardé en bajar la escalera— en saber el auténtico significado: Abbas acababa de ser detenido. Allí estaba esposado. Rodeado de siete policías y de su abogado Abdul, con la cara descompuesta por la inesperada situación. No pude resistir un escalofrío de satisfacción y emoción. Abbas me vio y me reconoció. No me suelo congratular del mal ajeno, sea el que sea, pero llevaba más de dos años luchando por este momento. Esta vez me parecía de justicia ver preso al hombre que tanto había hecho sufrir a Leticia… y a Sara. Definitivamente, íbamos por el camino acertado para llevar a cabo mi plan.
Leticia continuaba esperando fuera del edificio, ajena a lo que acababa de suceder en el interior. Salí en su busca y cargado de ilusión y optimismo le comuniqué la noticia:
—Hemos localizado a Abbas y ya está detenido. Acabo de verle esposado. Pero la niña no está. Lo que me da miedo ahora es que con la detención no traigan a Sara.
Leticia recibió la noticia y se mostró indiferente. Se mantuvo unos segundos en silencio, miró al suelo y masculló:
—¡Que se joda…!
Los policías apuraron para que entrásemos en el edificio. Los pasillos a esas horas estaban ya repletos de gente, entremezclándose detenidos esposados en masa; policías de uniforme y de paisano; abogados, magistrados y fiscales. Familias enteras, realizando los encuentros periódicos dictados por los jueces. Decenas de matrimonios separados, que almorzaban en el suelo con cara de circunstancias, rodeados de niños y de juguetes recién estrenados. Intentando avanzar a través de la riada de gente, ambientada por el griterío de docenas de personas hablando, Leticia apenas se percató de que pasaba por delante de Abbas. Este trataba, sin conseguirlo, de ocultar los grilletes que esposaban sus muñecas. Él la miró de arriba abajo sin mover un músculo de su cara. Leticia se giró y me preguntó —aunque afirmando— si efectivamente era él. Mientras nos dirigíamos al despacho, donde se debía celebrar el encuentro entre Leticia y su hija, supimos a través de uno de los agentes que nos escoltaban que Abbas había ordenado a su familia que no trajese a la niña hasta que no se aclarase el tema de la detención. Lo que no supimos hasta media hora después es que las palabras de Abbas llegaron hasta la policía y le dijeron que si la niña no estaba en los juzgados antes de treinta minutos, detendrían a los familiares que no quisieran traerla. Incluso si era necesario mandarían una patrulla policial a buscarla.
En apenas veinte minutos, Leticia se fundió por fin en un abrazo eterno con Sara. Madre e hija, ambas españolas, ambas con hiyab, lloraban y se besaban en un abrazo sin fin. El encuentro, que provocó un pequeño revuelo entre la gran multitud que se encontraba en la sede de los juzgados, tuvo lugar a las afueras del despacho donde Sara y Leticia se habían encontrado el año pasado. Todo parecía igual que en la anterior visita, a excepción de dos policías de paisano que tomaban fotos del encuentro. Todo indicaba que había cierto interés policial en dejar constancia gráfica de todos los momentos cruciales del encuentro. Los propios policías me hicieron llegar fotos de Abbas detenido, aunque ellos no sabían que yo también iba grabando con mi cámara oculta.
Todo era igual. Parecía que el tiempo no había transcurrido. El mismo juez, los mismos funcionarios, los mismos policías, pero esta vez la abuela, los hermanos y los tíos que acompañaban a Sara tuvieron que permanecer fuera. No hubo abrazos entre Leticia y la madre de Alí como la vez anterior. La temperatura de la primavera iraquí es calurosa, pero veinte grados más baja que el verano pasado, cuando superaba los cincuenta. Sara y Leticia, sin interrumpir ni su abrazo ni su llanto, entraron lentamente en el despacho y tomaron asiento en el viejo sofá destartalado y hundido, un viejo conocido del lugar. Sara comenzó a sonreír, limpiándose las lágrimas de la emoción. Se sentía feliz, no como cuando la vimos ocho meses antes, sin que Abbas se separase ni un solo minuto de ella. Hacía tiempo que no se sentía libre del ojo observador de su padre. Por fin se encontraba con su madre, no a solas, pero sí sin la presencia paterna. Esta vez sí pude besarla y abrazarla, con la misma intensidad que hubiera deseado ocho meses antes. Sara se sintió agradecida por los gestos de cariño. Ante el acoso a preguntas de su madre, de los intérpretes y mías, Sara contestaba afirmativamente a todo que sí con la cabeza. Se mostraba tímida. Su sonrisa esmeralda, teñida por el color de sus ojos, era limpia y sincera. Una mirada de niña, con un hiyab de mujer. Cuando Sara tuvo que dar una respuesta más pronunciada que un monosílabo, comenzó a hablar en árabe dirigiéndose a su madre. Leticia no le dio mayor importancia y le aclaró:
—Sara, hija, háblame en español, que no te entiendo… —pero Sara se dirigió a Asad, el intérprete, y bajando la mirada le dijo en árabe:
—Dile a mi madre que se me ha olvidado hablar en español.
Cuando escuchamos a Asad traducir la frase, nos quedamos un tanto sorprendidos y confusos. Especialmente su madre, que recibió el comentario como una sonora bofetada. Leticia no podía entender lo que estaba ocurriendo. Tenía que hablar con su hija, con el fruto de sus entrañas, con la que siempre había hablado en el mismo idioma que ella le había enseñado, a través de un intérprete. No podía entender ese paréntesis en el tiempo. No cabía en su cabeza que Alí, como ella llamaba a Abbas, hubiera podido crear esa nueva barrera entre ella y su hija. Afortunadamente, aunque Sara no era capaz de pronunciar muchas palabras seguidas en español, sí entendía casi todo lo que se le decía si se le hablaba despacio. Sara había cambiado mucho en los casi tres años que llevaba secuestrada en Iraq. Cuando salió de España con ocho años era una madridista acérrima, enamorada de Guti, de Raúl, de Beckham. Ahora sus colores futbolísticos eran los del Barcelona y su amor platónico era el argentino Messi. Aunque el madridista Sergio Ramos no le desagradaba, eso no era consuelo para alguna de las almas blancas que estábamos allí.
Leticia comenzó a decir a Sara si le apetecería pasar unas vacaciones con ella, a lo que respondió afirmativamente con la mayor de sus sonrisas. La puerta del despacho se abría y se cerraba constantemente. La actividad judicial continuaba en la dependencia y cada vez que se abría aparecía la figura de la madre de Abbas. Quería saber lo que ocurría dentro, lo que ponía muy nerviosa a Leticia, que intentaba mantener las formas. Leticia le entregó una carta a Sara escrita por Carmen, una prima suya de su misma edad. Sara comenzó a leerla lentamente en voz alta.
«Querida Sara: me acuerdo mucho de ti y tengo muchas ganas de que vengas para jugar contigo e irnos a montar juntas en bicicleta…», comenzaba la misiva de Carmen.
La carta de su prima refrescó los recuerdos de Sara. Principalmente lo de «montar en bicicleta», porque en Basora las niñas no pueden ni deben montar en bicicleta. Algunos ignorantes del lugar decidieron que esta «práctica indecente e inmoral» podía poner en peligro la virginidad de las niñas. Inconscientemente, su recuerdo volvió a su casa de Galapagar, en Madrid, mientras continuaba leyendo. Casi podía sentir cómo su prima le susurraba las palabras de la carta al oído. Sara no dejaba de sonreír mientras continuaba leyendo, despacio y en voz baja. La mejor de las sonrisas surgió en el rostro de Sara cuando su madre le ofreció una caja envuelta en papel de regalo y comprobó que estaba repleta de chucherías. Sara besó y abrazó a su madre como si hubiera recibido el mejor regalo de la cueva de los cuarenta ladrones del cuento. Al fin y al cabo, nos encontrábamos en la tierra de Alí Babá y de las casi mil y una noches que Sara llevaba allí.
Leticia, sin saber lo que duraría esta vez el encuentro con su hija, se había marcado como misión la labor de cautivar, seducir y superar el paréntesis de convivencia obligado con su hija. Con el padre detenido, a la niña le podían preguntar con quién quería estar ahora. La ley, en Iraq y en el mundo entero, dice que si uno de los progenitores pierde la capacidad para ejercer la patria potestad y la custodia de sus hijos, por un motivo de causa mayor como es el hecho de ser detenido, la autoridad y las obligaciones sobre los hijos pasan directamente al otro progenitor. Pero Iraq es Iraq, dicen los propios iraquíes. Leticia se preguntaba en silencio qué ocurriría si le preguntaban a Sara: «¿Me seguirá queriendo mi hija? ¿Qué le habrá dicho el padre sobre mí? ¿Dirá la niña que quiere estar conmigo o actuará atemorizada por el padre?».
A Leticia la martirizaba el recuerdo del viaje anterior a Basora. La total incomunicación, la falta de intimidad y la presencia imperativa de Alí la hicieron sentirse muy distante de su hija. Recordaba cómo lloró amargamente en Kuwait cuando, dos horas después de estar con Sara, sentía que había perdido a su hija para siempre y que la barrera que había puesto Alí Abbas entre las dos era ya imposible de franquear y más en la situación en que estaba Iraq.
Ahora, de nuevo, estaba en condiciones de luchar por su hija. Después de dos horas y media con Sara fuimos todos convocados a salir del despacho, porque el juez Al Mudafar, con el que habíamos estado despachando el día anterior, quería tomar declaración a todos los presentes. Al salir del despacho Leticia se ajustó el hiyab. La comitiva formada por la familia de Abbas esperaba impaciente la salida de Sara. Hula, su hermana iraquí, la niña que crecía en el vientre de la primera mujer de Abbas cuando este decidió quedarse a vivir en España hacía veintidós años, se dirigió hacia Sara nada más salir del despacho. La besó y la estrechó bajo el hombro para caminar junto a ella, sonriendo las dos con complicidad. Esta acción fue duramente reprendida por Leticia con un fuerte manotazo sobre la espalda de Hula, que se giró y miró maliciosamente a Leticia con una expresión entre el pánico y el odio. No se atrevió a decirle nada. Leticia abrazó a Sara y henchida de resentimiento no pudo ni quiso frenar sus celos de todo y de todos los que rodeaban a Sara. De nada sirvió la violencia del momento. La niña fue llevada hasta el final del pasillo por la familia de Abbas para encontrarse con su padre. Mientras se acercaba, los policías intentaban sin éxito quitarle rápidamente las esposas, con el fin de que Sara no le viera en esa situación. A pesar de la crueldad del momento, ella se mantenía firme y tranquila, con un rostro serio pero expectante. A pesar de su preadolescencia, la niña de once años seguía madurando a marchas forzadas. Iraq no era, al menos en esos momentos, un lugar ideal para los niños.
El juez llamó a Abbas, que entró sin esposar en el despacho de su señoría, acompañado de dos policías de paisano. A continuación entró su abogado, que parecía haber perdido toda la energía de la que hacía alarde en la visita del año anterior. La presentación del acta matrimonial falsa le podía inculpar penalmente también a él en la causa, y podía acabar en la cárcel con su amigo y cliente. Según los intérpretes, que estuvieron durante todos los interrogatorios, el abogado no abrió la boca en las tres horas y media que duró la sesión. El despacho del juez, presidido por la inmensa bandera iraquí bordada a mano de la pared; con su señoría vestido de la misma manera que el día anterior; prohibiendo fumar con un cigarrillo encendido entre los labios y una taza de té en la mano, parecía un vergel de color y limpieza, en comparación con el tono gris sucio y la maloliente basura del resto del edificio.
Abbas relató al juez que se había separado de Leticia —con la que llevaba más de diez años casado, dijo— porque era una mala musulmana y una mala influencia para la niña. Bebía alcohol y era muy aficionada al juego. Pero tuvo que callar cuando el juez le comunicó que no iba a entrar en cuestiones religiosas y que, efectivamente, se había comprobado la falsedad del documento que había aportado para solicitar el divorcio. Tanto sus dos hermanos como él podían ir a la cárcel porque eran los que firmaban como testigos la hipotética boda. Abbas terminó su declaración y a continuación fue llamada a declarar Leticia. Las preguntas que le dirigió el juez fueron orientadas a saber si la pareja había recurrido al mut’ah o boda temporal, una práctica habitual en el islam chiita, que permite que dos personas puedan contraer matrimonio por un tiempo limitado, que puede oscilar entre ocho horas y un año, y legalizado simplemente con la presencia de dos testigos de religión musulmana. El juez le preguntó si esto había ocurrido y Leticia lo negó fehacientemente sin dejar lugar a dudas. Jamás había celebrado una boda con Abbas. Su estado civil era viuda. Leticia y yo sabíamos que aquel asunto podía salir y había salido. No importaba, tenía muy claro la contundencia con la que habría que reaccionar.