El hotel carecía de estrellas, de confort o de atención esmerada al cliente. Eso sí, disponía, al parecer, de una magnífica ubicación de seguridad, o al menos eso nos aseguró el coronel de la policía Noori Yafar, responsable de nuestra seguridad. Mantuvo una patrulla del ejército y otra policial las veinticuatro horas del día mientras duró nuestra estancia en Basora. En el hotel nos esperaba el profesor Asad, que junto con Ahmed, fueron los traductores que dispuso la embajada española, desde ese día hasta que abandonamos Iraq. Asad era profesor de español en la Universidad de Bagdad, aunque el castellano de su alumno Ahmed era curiosamente superior al suyo. Pero las auténticas dotes de Asad eran su simpatía y su aspecto de galán de comedia napolitana con tarantela, que le convertían en un personaje único para negociar y cautivar a todo el que se le pusiera por delante.
La noche de nuestra llegada aprendimos que todos los perros de Basora ladran a la misma hora y en el mismo lugar. Ladran de dos a cuatro de la mañana, todos, a la puerta del hotel Sultán y más concretamente bajo la ventana de mi habitación. Después de otra noche en blanco, a la mañana siguiente fuimos guiados y escoltados hasta la comisaría de la zona. Allí nos recibió el general jefe de la policía del distrito. Nos invitó, como es la costumbre, a un té iraquí y nos deseó toda la tranquilidad y una feliz estancia en Iraq. Después de contarle los motivos de nuestra visita a Basora, nos ofreció su garantía personal para que nos sintiéramos seguros y sus mejores deseos para la resolución del caso; dejando muy claro que «desgraciadamente, yo no puedo hacer nada en este asunto», aunque le dejásemos sobre la mesa una copia de la orden internacional de Interpol de busca y captura de Abbas Alí Husain y otra de búsqueda, localización y entrega a su madre de Sara. Si el general, que no lo dudo, sabía leer, podía hacer algo. Pero el tema de Interpol a él le venía grande. A nuestro regreso al hotel sí que teníamos lo que considerábamos la gran cita del viaje. La que nos podía dar una idea clara de cuál era la situación real de la justicia en Iraq.
A la una y media de la tarde del sábado 14 de marzo, estábamos citados en el hotel con el juez jefe de Apelaciones de Basora, señor Rayib al Mudafar. Con puntualidad poco habitual para estos lares, su señoría se presentó discretamente, sin hacer ruido, vestido a la europea y enjoyado en oro, en la cafetería del hotel. Para hacer más discreto el encuentro, pedimos permiso al personal del hotel, a través de nuestro traductor Asad, para trasladarnos a un lugar más tranquilo, lejos de miradas y oídos indiscretos. Nos llevaron a una habitación más amplia para charlar con tranquilidad. El juez comenzó a tomar notas. Leticia y yo le fuimos desgranando el historial de los últimos dieciséis años junto a Abbas y los tres últimos años sin Sara. Llevábamos mucha documentación traducida al árabe y autentificada, a través de múltiples trámites y sellos de embajadas y ministerios. Le íbamos demostrando la realidad y veracidad de nuestro relato paso a paso. Su cara no movía un músculo cuando le contábamos los presuntos comportamientos pederastas de Abbas, sus reivindicaciones apátridas y sus simpatías, o algo más, con la milicia terrorista del ejército de Al Mahdi. Lo que realmente llamó su atención fue cuando nosotros, que acabábamos de obtener los datos del acta matrimonial presentada por Abbas, con el fin de conseguir la nulidad matrimonial, le demostramos punto por punto la falsedad del documento. Le demostrábamos dos cosas a la vez: no solo había engañado a Leticia, sino también a la justicia iraquí de la que él era representante. En consecuencia, todas las sentencias o resoluciones judiciales originadas por ese documento falsificado, inevitablemente, no se ajustaban a derecho ni a la verdad. En el documento se decía que la boda había tenido lugar en el año 94 y que Leticia en aquel tiempo era residente en Basora. Leticia había puesto su pie por primera vez en Basora el 12 de julio del año pasado. Abbas aseguraba que Leticia era una mujer virgen —porque estas intimidades deben quedar reflejadas en las actas matrimoniales musulmanas—, y esa falsedad, entre otros motivos, quedaba demostrada ante la presentación del libro de familia español, autentificado y traducido al árabe. En él aparecen obviamente sus hijos Laura y Carlos. Además, el juez también pudo ver el documento del Ministerio de Justicia español que da fe de que Leticia Moracho es viuda desde hace muchos años. La partida de matrimonio decía, según Abbas, que el precio de compra, quiero decir, de dote, era de quinientos dólares. Este dato —todo hay que decirlo— envenenó a Leticia por ser valorada en apenas cincuenta mil pesetas de la época. Enfado que se agudizó cuando supo que Abbas ni siquiera los pagó al contado, sino que dijo haber hecho un pago inicial de doscientos, dejando a deber trescientos dólares, tal y como consta en el acta matrimonial.
Otro dato que también da una idea del incierto documento, porque al decir de algunos chiitas, «cuando un árabe se casa, se paga la dote estipulada de una manera íntegra, y más si es una cantidad tan pequeña».
Para rematar, la firma que figuraba de la esposa, intencionada y descaradamente falsa, no tenía nada que ver con la que reza en los documentos oficiales de Leticia.
El juez, ante la evidencia de que lo que estábamos contando era del todo cierto, nos quiso regalar y sorprender con otra prueba más, e hizo buscar en el archivo el nombre de los jeques o imanes autorizados para ejecutar matrimonios en la ciudad de Basora. El nombre que aparecía firmando y legalizando la partida de matrimonio, sencillamente, no existía.
Tras pasar cinco horas hablando, fumando, tomando té y aclarando las mil y una dudas que nos surgían, Al Mudafar nos propuso que sin mencionar que habíamos estado con él, fuésemos a una comisaría a denunciar los hechos. El objetivo era desmontar legalmente que el documento público que Abbas había presentado para demostrar que su hija era fruto de un matrimonio en regla realmente era falso. Se evitaría de esta manera que Sara fuera declarada y nacionalizada iraquí con todos sus derechos y se impediría también que al padre se le concediera la custodia y la patria potestad de su hija, porque el hecho de no estar casado legalmente le quitaba automáticamente todos los derechos sobre la niña. Sara pasaba a ser única y exclusivamente de la madre que la había parido.
Escoltados en coche policial, nos dirigimos, cuando ya había anochecido, hasta una comisaría próxima a la casa donde vivía Abbas, un suburbio de Basora, si se le puede definir así a la zona más deprimida de esta ciudad fantasma, casi inexistente, varias veces destruida y donde malviven casi cuatro millones de personas. El objeto y causa de la denuncia solo podía saberlo el capitán responsable de la comisaría, aunque los mandos intermedios hicieran todo tipo de indagaciones para saber qué pintábamos allí. Aquellos dos occidentales. Ella, además, fatalmente disfrazada de árabe musulmana. Había que extremar todas las precauciones. No podía llegar a oídos de Abbas el motivo y formalización de la denuncia. Si se enteraba, también sabría que a partir de ese momento podía ser detenido e intentaría fugarse.
Cuando llegó el capitán de la policía y nos hizo pasar a su despacho, el mundo retrocedió veinte años. El capitán, sin mirarnos pero sin dejar de observarnos, sacó dos folios en blanco de un cajón, un viejo papel de calcar —o carbón, que se decía antes— y unas pinzas metálicas para sujetar el conjunto de papeles. Empezó a tomar declaración manuscrita en árabe a Leticia, con la ayuda de Ahmed, que, a estas alturas, ya se sabía la historia con todo lujo de detalles. Posiblemente, el secretismo de la operación también tenía que ver con la intención de que la noticia no llegase a oídos de miembros de la milicia de Al Mahdi. Su militancia estaba muy extendida entre los policías de Basora y podían presionar e impedir que el padre de Sara fuera detenido. Se calculaba que el número de policías infiltrados y simpatizantes con la milicia superaba ampliamente el millar. Ya una vez llevaron al traste la operación de rescate, haciendo que Abbas abandonase su domicilio con su hija. Leticia firmó la denuncia, pero hubo un detalle que nos dejó absolutamente desconcertados, aunque estaba en plena consonancia cronológica con el manuscrito sobre el papel de calco: el policía sacó un tampón de tinta para que Leticia plantara su huella junto a la firma.
Regresamos al hotel con la incertidumbre de saber si la denuncia que acabábamos de poner llegaría a algún sitio y si serviría para algo. Ahora la atención estaba centrada en la mañana siguiente. Era 15 de marzo, mes impar, Leticia podría ver a su hija a partir de la ocho de la mañana. Nos había dicho el embajador que el gobernador de Basora había dispuesto de un lugar especial, más agradable e íntimo para el encuentro familiar que la sede de los juzgados. Esta vez madre e hija se podrían encontrar y abrazar fuera de las miradas inquisidoras y amenazantes de Abbas y su familia, tal y como había ocurrido hacía ocho meses. Abbas, en una muestra más de intolerancia y de querer seguir complicando el tema, sin respetar siquiera los más de cinco mil kilómetros que Leticia había volado para ver a su hija, había denunciado el hecho de que la reunión se fuera a celebrar en otro lugar. Solicitó a través de su abogado y amigo Abdul Hasan Rayab que el encuentro entre Leticia y Sara se realizase en el juzgado tal y como dictaba la resolución judicial.