I

La emisión del reportaje en Telecinco y la publicación en distintos medios de los acontecimientos que rodearon nuestro viaje a Iraq para visitar a Sara removieron muchas conciencias sensibles. Sin saber con exactitud si esta fue la causa, Leticia recibió una llamada telefónica poco antes de Navidad, en la que se le comunicaba que sería recibida en audiencia por el ministro Miguel Ángel Moratinos. El titular de la cartera ministerial de Asuntos Exteriores y Cooperación nos citó el 9 de enero en el madrileño Palacio de Santa Cruz, junto a la plaza Mayor. La mañana era tremendamente fría en la capital. Leticia, su hija Laura y yo nos tomamos un café en una cafetería próxima al palacio.

«¿Qué querrá ahora el ministro? Han pasado cinco meses ya de la primera y única vez que he podido estar con mi hija secuestrada. Durante este tiempo no le ha importado a nadie nada, lo mal que lo pasamos en el viaje del verano pasado. ¿Qué querrá ahora el ministro?», se preguntaba Leticia.

Con una hora y media de demora sobre el horario establecido comenzó la reunión. Con la jornada que tenía esa mañana el ministro —se reunía con el presidente palestino—, se le podía perdonar el retraso. Pero Leticia no estaba dispuesta a perdonar nada. Sentía que definitivamente había perdido a su hija para siempre. Desde que estuvo en Iraq no había vuelto a saber nada de Sara, tal y como le prometió el padre de su hija en Basora. Leticia se mostró vehemente y enfadada delante del ministro.

—Me siento engañada, ministro. Esto es un cachondeo. Mi hija va a cumplir tres años secuestrada y ustedes nada más saben decirme que esté tranquila, que todo se va a arreglar. Y no se arregla nada y mi hija continúa malviviendo en Iraq. Si esto sigue así, ¿qué? ¿Va a seguir allí mi hija el resto de su vida?

Leticia, en un arranque inesperado de ira, se fue irritando hasta subir el tono más de lo debido.

—¿Qué está haciendo el gobierno o este ministerio por mi hija y por mí?

Clara, directa, firme, casi insolente. El coraje de una madre rota volvía a despertar. Leticia todavía tenía fuerza para luchar. Aunque el sentimiento de tener todo perdido la llevaba a veces a la descompostura. El ministro, sorprendido por el atrevido tono inicial de la conversación, no encajó la crítica con la diplomacia habitual en estos casos. Y contrarrestó con autoridad.

—El gobierno está haciendo todo lo que buenamente podemos hacer. No se crea que el tema ha caído en el olvido. Pero le vuelvo a repetir, Iraq es un país soberano, que tiene sus propias leyes y no se les puede exigir que cumplan las leyes de otro país. No puedo permitir que se diga que este gobierno no está haciendo nada por su hija, señora Leticia.

El ministro se puso en plan autoritario, que para eso era ministro, y no tuve más remedio que alzar la mano discretamente, como hacía cuando era un niño, en los escolapios, cada vez que quería hablar en clase. Pretendía reconducir el tema. Al fin y al cabo, lo que queríamos del ministro no era echarle la bronca, sino intentar llegar a una solución.

—Si me perdona, ministro, me gustaría explicarle que el enfado de Leticia viene, en gran medida, provocado por las condiciones en que tuvimos que viajar el verano pasado a Iraq cuando fuimos a ver a la niña.

Le recordé que la vez anterior que nos recibió nos había ofrecido protección y auxilio consular si teníamos que desplazarnos a Iraq para ver a la niña. Y que cuando llegó el momento de ir, en cumplimiento de la sentencia de un juez que autorizaba que Leticia pudiera ver a la niña, la respuesta que obtuvimos del ministerio fue que nos pusiéramos en contacto con Juan José Rubio de Urquía, entonces encargado de Negocios de la embajada española en Iraq. Y la respuesta que obtuvimos de ese señor fue que podíamos ser acompañados por una monja, en nuestro peregrinar por la ciudad de Basora, una ciudad en guerra, donde los ciudadanos extranjeros vivían un constante riesgo de secuestro.

El ministro puso esa cara de póquer que solo los diplomáticos saben poner sin descomponerse. Echó una mirada inquisidora a su alrededor. Los colaboradores y el personal de su gabinete, presentes en la reunión, notaron el gesto incómodo.

—Señor ministro —continué—, no podemos creer en la pretendida soberanía e independencia jurídica de Iraq a la que usted se refiere. Se ha tramitado un expediente judicial y se han dictado varias sentencias que han dado todos los derechos al padre de la niña, basándose en un documento absolutamente falso. Este documento falso al que me refiero es un acta matrimonial de un matrimonio que nunca existió.

El tono del ministro, después de escuchar la explicación del fraude judicial, se tornó dialogante e interesado, al parecer indignado por lo injusto de la situación y con ganas de poner un granito de arena en tan delicado tema.

—Desde el ministerio hemos decidido ayudarla, al tener sospechas de que algo así pudiera estar pasando. Hemos decidido organizarle un viaje a Iraq, para que pueda usted volver a ver a su hija, pero esta vez con todas las garantías posibles para su seguridad. Le facilitaremos también la posibilidad de que usted se encuentre con alguna autoridad judicial y le pueda exponer todos sus argumentos.

Así fue como nos enteramos de que el ministro decidió organizarnos una visita a Basora con el fin de que Leticia pudiera volver a ver a Sara. El Ministerio de Asuntos Exteriores correría con todos los gastos del viaje de Leticia. También organizaría una agenda de trabajo en Bagdad. Leticia podría exponer su indefensión legal a altas autoridades del gobierno iraquí. Estaría acompañada y asesorada personalmente por el embajador español Francisco Elías de Tejada, un pequeño pero grandísimo hombre, dotado de talento y solidaridad.

El ofrecimiento de Moratinos me trajo repentinamente a la cabeza a los chicos gaditanos de Global, que en teoría estaban preparando el rescate de Sara. Continuaba teniendo ciertas dudas acerca de su proximidad o colaboración directa con los servicios de inteligencia españoles. Realmente, sobre el tema de Sara habían avanzado poco, después de dos meses de conversaciones, pero mantenían el entusiasmo como el primer día. Se me ocurrió pensar, incluso —y sé que a veces soy malpensado—, que ellos eran los encargados de tenernos entretenidos con su ofrecimiento de rescatar a la niña. En realidad, su labor era informar al gobierno de nuestras andanzas. De esa manera no prepararíamos otro rescate a la fuerza, que pudiera poner en un aprieto al Ministerio de Asuntos Exteriores frente al gobierno iraquí, ahora que se habían decidido a ayudar invitando a un viaje a Basora. El planteamiento de los mercenarios de Global, su interés y sus fines nos parecían lícitos, y por eso mismo se habían ganado nuestra confianza.

De cualquiera de las maneras, el hipotético informe que pudieran haber dado de nosotros —pensamos— fue realmente positivo porque Moratinos decidió ayudarnos. Si no era así, y su intención auténtica era conseguir rescatar a Sara, pues mejor. De hecho, les avisé de que el ministro nos recibiría pasadas las Navidades, así como también de que dos meses más tarde viajaríamos a Basora. Una ocasión para la acción de rescate, aprovechando que la madre de la niña estaría cerca.