XXXV

Aunque dormimos esa noche dos o tres horas nuevamente, a las seis y media de la mañana Leticia y yo estábamos en pie. El resto del cuartel permanecía dormido, a excepción de los centinelas de guardia, que nos trajeron el desayuno nada más ver que estábamos levantados. Pasaban los minutos y no veía al capitán Saad, que dormía en una habitación próxima con otros dos oficiales. Cuando pregunté por él, al no entenderme, los soldados me hicieron pasar al dormitorio donde seguía durmiendo. Desperté al capitán y le dije que teníamos que estar a las ocho de la mañana en la sede de los juzgados y faltaba poco más de media hora. Abriendo un ojo me contestó que no me preocupase, que tomásemos un té, que él en seguida estaría dispuesto para salir. Desesperados por la tardanza, salimos del cuartel dos horas y media más tarde. El operativo de seguridad montado por el capitán Saad para llevarnos al juzgado era espectacular. En una furgoneta pick up extralarga del ejército, con doble fila de asientos, íbamos sentados el conductor y el capitán en la parte delantera, fuertemente armados; Leticia y yo en el asiento de atrás. En la caja de la furgoneta, a nuestras espaldas, tres soldados controlaban dos ametralladoras pesadas. Como escolta, otro vehículo exactamente igual, con siete militares y otras dos metralletas pesadas. El recorrido hasta la sede de los juzgados se hizo a una velocidad endemoniada, apartando el tráfico con las bocinas, las sirenas y las luces destellantes. Pero el tráfico era denso a esa hora de la mañana. En una rotonda donde el convoy no tuvo más remedio que parar del todo la marcha, los soldados dispararon con sus subfusiles al aire, lo que provocó una inmediata estampida de los coches, dejando el camino expedito para los dos vehículos. Leticia y yo nos mirábamos desconcertados, sin entender nada. La nota disonante a la situación la marcaba el capitán Saad, buscando música marchosa en el dial de la radio, entre las radiofórmulas del lugar.

Cuando llegamos a los juzgados, el capitán nos abrió paso entre la multitud que a esa hora atiborraba las dependencias judiciales. Éramos celosamente escoltados por los soldados iraquíes. Nos llevaron hasta la segunda planta del edificio. Según llegábamos al despacho donde se llevaba la causa, reconocí a Abbas sentado en un banco. Me conmovió su presencia. Era la primera vez que le veía en mi vida, pero era exactamente igual, hasta en la ropa, a la idea que me había formado de él a través de fotografías y vídeos que había visto. Se lo comenté a Leticia y se puso mucho más nerviosa de lo que estaba.

—¿Dónde está Abbas? ¿Dónde está la niña? —comenzó a preguntar nerviosa Leticia.

—A la niña no la he visto. Abbas está sentado en un banco, unos cinco metros más atrás él solo —le comenté a la puerta del despacho, mientras esperábamos, que saliera el capitán que estaba comunicando al oficial la presencia de Leticia, para llevar a cabo su encuentro con Sara. De repente un funcionario salió gritando:

—¡¡Abbas Alí. J!

A los segundos se presentó Abbas Alí Husain, padre de Sara, pero sin Sara. Escoltado de cerca por su abogado, cruzó su mirada con la de Leticia, pero ambos se mantuvieron en silencio. Abbas quiso dar la impresión de indiferencia, sin apenas prestar atención a la presencia de Leticia. Ella observaba sus movimientos, sin querer disimular una mirada de odio. El aspecto de Abbas no había cambiado en los dos últimos años. Parecía que hubiera desaparecido de la vida de Leticia una semana antes.

Abbas se justificó, en un alarde de cinismo según nos dijo el capitán Saad, diciendo: «Sabía que tenía que venir, pero no sabía nada de que tuviera que traer a la niña». El funcionario le ordenó que fuera con la mayor premura de tiempo a buscar a su hija.

La espera se tornó angustiosa. El tiempo continuaba pasando mientras esperábamos alguna argucia legal de última hora que impidiera que pudiéramos ver a la niña. Los juzgados estaban llenos de gente y la presencia de dos extranjeros no pasaba desapercibida, lo que hacía la situación más incómoda todavía. Leticia no dejaba de despotricar contra Abbas, por el hecho de que hubiera aparecido sin la niña. Yo comenzaba a tener dudas de que se fuera a producir el encuentro.

Casi a las doce de la mañana apareció la comitiva familiar de Abbas con Sara en cabeza. Tocada con un hiyab de color verde que realzaba sus ojos, Sara venía acompañada por siete miembros de su familia paterna. Con la muchedumbre que había alrededor, no nos dimos cuenta de su presencia hasta que estaba junto a nosotros. Leticia se abalanzó sobre ella para abrazarla y Sara empezó a llorar emocionada. Miraba al suelo tímidamente, como si no entendiera nada de lo que estaba pasando. Saqué mi cámara para grabar el soñado y codiciado encuentro entre Leticia y su hija. La imagen más deseada en los dos últimos años se estaba produciendo ante mí a menos de un metro. Abdul Hasan, el abogado de Abbas, se me acercó a empujones, gritando desafiante. Me puso su cara de pájaro a escasos centímetros de la mía y me chilló en inglés que estaba prohibido hacer fotos o grabar vídeos en aquel lugar. Para ponérmelo más difícil, buscó la complicidad del funcionario judicial que me obligase a guardar la cámara. No tuve más remedio que obedecer. No era el momento de problemas. Entonces, muy disimuladamente, puse a grabar la cámara oculta que llevaba escondida en mi bolso de mano, sin dejar de sentir la odiosa mirada del abogado, que observaba todos mis movimientos.

Leticia, sin soltar a su hija, pasó al interior del despacho judicial. Allí se fundió en un abrazo inesperado con Zequie, la abuela de la niña, ambas emocionadas. La escena me dejó sorprendido. Leticia jamás me había hablado mal de esta mujer, pero en esos momentos la abuela de Sara era una rival más en la lucha de Leticia por recuperar a su hija. Zequie no había olvidado el tiempo que pasó con su hijo en Madrid ni la actitud cariñosa que mantuvo Leticia con ella, cuando estuvo en su casa. Tras ella pasó Abbas que no se separó ni un momento de Sara. Se sentó justo al lado de Leticia. Ella no le miraba. Solo abrazaba y besaba a su hija sin descanso. El despacho debía de albergar en ese momento más de quince personas, sin contar los que entraban y salían para resolver sus asuntos. El aparato de aire acondicionado dejó de funcionar y la temperatura empezó a aproximarse a los 50° del exterior. El ambiente era irrespirable junto a la tensión del momento.

Mi más ferviente deseo era abrazar a Sara, pero ella no me conocía de nada. Su padre tampoco, y ella era ya una jovencita con formas de mujer a la que no quería molestar, ni crear más tirantez en la ya difícil situación. Pero no dejaba de ser una niña. Me agaché delante de ella y de Leticia, le cogí sus manos y se las besé. Era mi gran recompensa personal, después de llevar tanto tiempo luchando por una niña a la que no conocía de nada, pero por la que sentía un cariño ciego muy especial.

Sara, de repente, dijo que quería ir al cuarto de baño. Se lo dijo a su padre en árabe, no a Leticia. La madre, dándose cuenta de lo que pedía su hija, se levantó con el expreso deseo de acompañarla. Sara anduvo unos metros, pero se quedó rezagada, esperando a que su padre llegara a su altura. Los tres llegaron a la puerta de los baños rodeados por los militares que protegían a Leticia, el abogado que iba detrás de Abbas y el resto de su familia, en una escena auténticamente ridícula. Pero la niña tenía que obedecer a su padre. «Es una muestra del respeto que le debo a mi padre y de mi obediencia a sus deseos», dice el Corán. El hiyab que cubría su cabeza era algo más que un pañuelo.

De vuelta al despacho, el ambiente era del todo agobiante. Leticia, sin soltar a su hija, mientras se abanicaba, miró a Abbas y sin poderse resistir le increpó:

—¿Por qué me has hecho esto, Alí? ¿Por qué me estás haciendo sufrir tanto?

—Para que sepas cómo las gasta un iraquí —contestó Abbas henchido de orgullo y arrogancia.

—¿Me he portado yo alguna vez así contigo? —le decía Leticia en tono lloroso.

—Tú me has hecho muchas cosas también —replicó él, sin mirarla a la cara—. Te creíste todas las barbaridades que tus hijos te decían de mí. Estabas obsesionada con el bingo. Querías llevar un ritmo de vida de lujo que no podíamos mantener económicamente, y todo se volvió imposible contigo y con tu madre, que es la que más culpa ha tenido porque me odiaba y se pasaba el día entero metiéndose en todo.

La mirada de Abbas se giraba en ocasiones hacia mí, que me encontraba sentado junto a ellos, tratando de que también supiera su versión e intentando buscar en mi actitud una complicidad que obviamente no iba a lograr.

—Deja de decir las mismas gilipolleces de siempre —le cortó Leticia subiendo el tono de voz—. Dime, ¿por qué has secuestrado a mi hija? ¿Por qué me has robado a mi hija? ¡Canalla!

—No la he secuestrado. Sara es hija mía tanto como tuya. Está con su padre —se burló en tono chulesco y sintiéndose el dueño de la situación en su terreno, rodeado de su gente—. Tú y la embajada española sois los que habéis mandado a gente a secuestrar a la niña. He tenido que estar fuera de mi casa mucho tiempo porque se querían llevar a Sara. España se ha portado muy mal. Siempre se ha portado mal conmigo, ahora y en los veinte años que he vivido allí.

—Sí, nos hemos portado muy mal contigo. De los veinte años que has vivido allí, cinco te ha mantenido el gobierno y quince te he mantenido yo. Hasta los dientes que llevas te los he pagado yo, desgraciado —le contestó Leticia violentamente. Sara se mantenía en silencio.

Viendo que la situación se ponía tensa por segundos y que en algunas ocasiones Abbas se dirigía a mí, decidí entrar en la conversación. Le pedí que se levantara a hablar conmigo para intentar saber, con muchas dosis de cinismo también, algo de los secuestros planeados por la embajada y por Leticia. Así ella se quedaba un rato a solas con su hija, que durante el intercambio de acusaciones de sus padres permaneció callada, mirando al suelo y ausente de la conversación.

—¿Cómo dices, Abbas? ¿Que han intentado secuestrar a la niña? —le dije un poco apartados del grupo, en la mínima habitación en la que nos encontrábamos.

—¿Usted quién es? ¿El periodista?

Afirmé con la cabeza, sin dar detalles, aunque preguntándome por qué sabía que yo era «el periodista».

—Sí. A mi casa ha venido gente muy rara a intentar llevarse a mi hija. Ha venido gente que trabaja para mercenarios, falsos policías, milicianos… de todo. ¡Hasta terroristas han venido para negociar la entrega de mi hija! Pero yo no estoy dispuesto a entregarla por nada. Me han ofrecido hasta dinero, mucho dinero. Hace poco vino una mujer a casa, diciendo que era asistente social del gobierno o algo así. Pregunté si era posible que me hicieran esta visita y descubrí que también quería engañarme. Pero no lo han conseguido, ni lo conseguirán. Nadie va a poder quitarme a mi hija.

Y tanto que no lo han conseguido, me dije para mis adentros. De lo que me di cuenta es de que Abbas estaba confundido en algunos puntos y acusaba a la embajada española de acciones que no le correspondían. Ojalá se hubiera organizado un rescate oficial, una acción de fuerza y Sara ya estaría junto a su madre, pensé.

Mientras Abbas hablaba conmigo, el capitán Saad entró en el despacho y me dijo que iba a intentar que nos fuéramos todos al Cuartel Central de Operaciones, e iba a comunicárselo a Abbas.

Ambos salieron del despacho y yo me acerqué a Leticia y a Sara, que continuaba llorando sin soltar una sola palabra. Leticia le hablaba, le preguntaba, pero Sara, sin levantar la mirada, se mantenía en silencio. De pronto, se acercó al oído de su madre y le dijo:

—Mamá, cómprate una casa aquí y vente a vivir con nosotros —soltó Sara con una media sonrisa y con cierta dificultad en su castellano, mientras se secaba las lágrimas. La frase dejó a Leticia fuera de juego. No se esperaba que las primeras palabras de Sara fueran esa invitación, que no parecía surgir muy espontáneamente de la niña.

—¿Y qué hacemos con tus hermanos Laura y Carlos? ¿Tienes ganas de volver a verlos, mi amor? —le dijo Leticia sonriendo, evitando responder a la envenenada pregunta. Sara volvió a enmudecer. No volvió a pronunciar palabra en el rato que permaneció con su madre.

El tiempo pasaba. El funcionario ahora nos miraba, ahora ojeaba el reloj, dando a entender que la visita tenía que tocar a su fin. Apenas habían pasado cincuenta minutos de las seis horas que Leticia podía disfrutar de su hija, aunque el marco no fuera ni mucho menos el adecuado para un encuentro de estas características. Leticia, enfurecida, se acordó en ese momento de cuatro generaciones de la familia del funcionario. Me dijo que no estaba dispuesta a aguantar esa injusticia y que no pensaba separarse de su hija, pasara lo que pasara. De allí no la movían.

—Me agarro aquí a mi hija y a ver quién tiene cojones de venir a quitármela —decía fuera de sí, abrazando a Sara con toda su fuerza.

—Creo que no es la mejor idea, Leticia, porque te la podrían quitar sin grandes esfuerzos, y no conseguirías nada más que perder la razón y hacer el ridículo —le dije muy seguro, tratando de tocar su orgullo, porque podría ser el mejor remedio para hacerla desistir de su idea rápidamente. Sabía que en cualquier país civilizado, una postura de fuerza así podía tener repercusión e incluso alguna consecuencia positiva, pero en Iraq, una demostración femenina de resistencia tenía los minutos contados, por ser además occidental, infiel y mujer.

La puerta del despacho se abrió y pudimos observar cómo el capitán Saad y Abbas mantenían una fuerte discusión. El militar, claramente cabreado, le gritaba en un tono amenazante. Abbas le respondía con su silencio, negando con una indiferencia desafiante. El capitán, nervioso, entró en el despacho y dijo que teníamos que marcharnos de allí e irnos para el cuartel. Leticia hizo amago de seguir con su postura de fuerza y quedarse con su hija. Saad contestó, contrariado como estaba, que él y sus hombres se iban. Nosotros no podíamos quedarnos allí, a la buena de Dios o a la buena de Alá. Le dije a Leticia que yo también me iba con el capitán. Esto, afortunadamente, la hizo desistir de su empeño. Se levantó y abrazó a su hija besándola repetidamente. Sara, que veía próxima la despedida de su madre, comenzó a llorar nuevamente. La abuela se acercó para tratar de consolar a la niña. Leticia la abrazaba contra sí, en un intento de evitar, en los últimos momentos, que otros brazos que no fueran los suyos rompiesen el dolor compartido con su hija de la separación. Contemplando la escena me sentía inútil e incapaz. Sentía un terrible y amargo dolor al ver a Leticia y a su hija abrazadas, analizando la injusticia que significaba la despedida. Sara continuaba secuestrada y tal vez para siempre.

El capitán me explicó que su trifulca con Abbas se debía a que se negaba a ir al Cuartel Central de Operaciones con la niña. La excusa: que no iba vestido correctamente para ir a un cuartel. Su camiseta, sus vaqueros y sus chanclas, decía Abbas, «no eran la ropa indicada para ir a ver a un general». Saad sabía que esa no era la razón real por la que Abbas se negaba a ir. Temía más la posibilidad de que se tratase de una maniobra del capitán para quitarle a la niña. Me acerqué a Abbas y le pregunté cuál era el problema.

—No me niego a ir. Solo le digo al capitán que no voy vestido correctamente para ir al cuartel y que iré en otro momento. Me quiere obligar a ir, aunque sea detenido, y eso no es justo —se quejaba Abbas.

Yo estaba feliz con la idea de que fuéramos todos juntos al cuartel, especialmente con Sara. Habría llamado al embajador español en Bagdad, a la Dirección General de Asuntos Consulares y a Interpol para comunicarles que la niña, el padre y la madre estaban en el Cuartel Central de Operaciones de Basora. Ahí se podía intentar ejecutar la orden de recuperación y detención internacional. Quizá el capitán lo hacía con la misma intención.

—Abbas, vas vestido muy bien y muy correcto para ir al cuartel. No hace falta ir vestido de esmoquin para ir a ver al general, hombre —le dije irónicamente. No podía imaginar jamás que iba a reaccionar tan violentamente con mi jocoso comentario.

—Usted métase en sus asuntos. Usted aquí no pinta nada y no es quién para meterse en los asuntos de mi hija, ¿me entiende? —dijo encarándose agresivamente como había hecho su abogado una hora y media antes, pero más violentamente.

A la vista de cómo estaba el asunto de caliente, me alejé de Abbas y me fui junto a Leticia a esperar acontecimientos. Sara se acababa de marchar con su abuela y con su tía Zeinab, que sentían auténtica adoración por la niña y sufrían al verla llorar. Leticia, por su parte, estaba totalmente abatida por el fiasco del encuentro, «después de haber recorrido medio mundo y medio Iraq pasando lo que hemos pasado, para esto, para estar apenas una hora con mi hija… Esto es una vergüenza», repetía como si fuera una letanía.

Las últimas palabras del capitán Saad a Abbas fueron determinantes y este decidió venir al cuartel, solo, sin la niña. La ausencia de Sara ya alteraba mis deseos. Volvimos a los coches, que estaban aparcados dentro del recinto del juzgado, pero esta vez con Abbas sentado entre Leticia y yo. El recorrido se hizo en silencio. Nadie abrió la boca hasta que llegamos al cuartel. Según nos bajamos de los coches, fuimos llevados directamente hasta el despacho del general Mohamed. Estaba esperando de pie, con su rictus serio y expresión inalterable, como su monocorde tono de voz. Todo ocurrió como la audiencia del día anterior. Saludó, ofreció té, aunque esta vez lo rechazamos, pidió escuchar nuevamente la versión del conflicto de Leticia y también la de Abbas. Intenté hablar con la embajada española en Bagdad, pero no fue posible. El general Mohamed volvió a pronunciar el mismo discurso.

«Tienen que encontrar una solución al problema, viable para todos, especialmente para la niña. Yo le pido al señor Abbas que permita que su hija tenga comunicaciones telefónicas con su madre y que mantengan una relación fluida —dijo el general—. Desde aquí hemos hecho todo lo que hemos podido por ayudarles. —El general se puso de pie, marcando el final de la conversación.

»Capitán —añadió—, ordene que nuestros invitados sean escoltados y custodiados hasta la frontera con Kuwait cuando ellos necesiten irse».

El capitán hizo las fotos de rigor y juntos salimos del despacho con la desazón del tiempo perdido. Aquello era una representación protocolaria, sin ánimo ni intenciones de hacer justicia, formalizando de alguna manera el secuestro de Sara.

A partir de ese momento comenzaron las despedidas y las falsas promesas con intención sincera de volver a reencontrarnos algún día, con todos los militares que tan hospitalariamente nos habían protegido durante nuestra estancia en Basora. Leticia y Abbas comenzaron a charlar tranquilamente. Se metieron en la habitación en la que yo estaba cerrando la maleta. Al escuchar el tono de confidencialidad de ambos, decidí salir de la estancia y dejarlos solos.

Para Leticia, el encuentro era su prueba de fuego. Se encontraba cara a cara, a solas, por primera vez en dos años, con la persona a la que había amado con toda su fuerza durante casi dos décadas, toda una vida. Su dilema era no saber si le seguía amando, por encima del inmenso daño que le producía estar sin su hija. De lo que no tenía duda es de que la ausencia de Abbas le había producido un gran vacío interior. Un vacío que no era capaz de superar. Hacía mucho tiempo que en su cama no dormían ni Sara, como siempre lo había hecho desde que nació, ni Abbas.

—¿Por qué no te vienes a Basora a vivir, Leti? —le dijo Abbas usando el diminutivo cariñoso y el tono seductor de cuando eran una pareja feliz.

—¿Aquí en Basora? Si aquí estáis en guerra y falta de todo. ¿De qué íbamos a vivir, Alí?

—La cosa está tranquila ahora y no es como dicen en la televisión. Aquí se puede vivir, sin grandes lujos, pero se puede vivir tranquilamente. —Leticia no llegaba a entender lo que le estaba pasando. La voz grave y el tono tranquilo de Abbas siempre le habían cautivado. Y estaba sintiéndose auténticamente poseída por él.

—Querría quedarme algunos días más con la niña. El viaje ha sido muy largo y muy duro. ¿Me podría quedar en tu casa aunque solo fuera una semana? —le dijo Leticia, poco convencida y temerosa de que rechazara su petición.

—Ahora no sería un buen momento para quedarse en casa, Leticia —le dijo Abbas titubeante—. Tenemos familia que ha venido de fuera y no hay sitio para quedarse. Mejor lo preparamos tranquilamente, decides lo de venirte a vivir aquí una temporada y todo será mucho mejor.

Leticia habría recibido con más agrado un bofetón en la cara que las palabras huecas de Abbas. No sabía con qué se había sentido más humillada, si con su pregunta o con la respuesta. Se sentía moralmente hundida.

—Tú tenías el título de esteticista y podrías poner un pequeño negocio, porque aquí no hay gente que se dedique a eso —continuó Abbas, pintándole un futuro prometedor si Leticia se iba a vivir a Basora y tratando de suavizar así la negativa anterior. Todo era una estrategia para dejar contenta a Leticia. Él sabía, muy dentro de sí, que no le interesaba llevarse mal con la madre de su hija.

El tiempo apremiaba y había que salir rumbo a la frontera con Kuwait, porque la cerraban a primera hora de la tarde. Nuestra invitación a permanecer en el cuartel había finalizado y quedarnos en Basora pasaba a ser responsabilidad nuestra y no había necesidad de correr más riesgos. Di unos golpecitos en la puerta entreabierta de la habitación, para avisar de que teníamos que irnos con la máxima urgencia. Leticia buscó en su bolso, y del sobre en el que llevaba preparado el dinero que tenía que haberle dado al abogado que nunca apareció, extrajo trescientos euros y se los dio a Abbas. Cuando vio la cantidad, él se estremeció.

—¿Y esto? —preguntó mirando el dinero.

—Es para que le compres ropa o lo que necesite la niña —le respondió Leticia con un nudo en la garganta.

Con ese dinero podían vivir él y su familia dos meses muy bien. Abbas se lo guardó en un bolsillo del pantalón, cogió a Leticia por los hombros y se miraron a los ojos en silencio. Durante esa mirada prolongada, pasaron por sus mentes felices recuerdos de toda una vida, que no tenían vuelta atrás. ¿O sí? Ambos se fundieron en un cálido abrazo. Leticia estaba viviendo un final al que se resistía y abrazaba con toda su pasión a Abbas, sintiendo que de esa forma se agarraba a su hija Sara. La mejilla de Abbas quedó apoyada en la frente de Leticia. Nuevamente se volvieron a mirar. Leticia aproximó su rostro al de Abbas e intentó besarle buscando la comisura de sus labios, pero él movió ligeramente la cara y el beso quedó marcado en su mejilla. Leticia sintió el rechazo sin inmutarse. Su obsesión era parar el tiempo y no comenzar el camino de vuelta que la separaría definitivamente de su hija.